El efecto balsámico de la amistad se potencia en tiempos difíciles

Cómo los vínculos afectivos estrechos cubren una necesidad fisiológica que balancea nuestras emociones y calibra la confianza. Una mirada desde la neurocultura sobre la teoría del “cerebro social”

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Foto: Pixabay
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Hace un año y pico recibí un mail de Andrés, uno de mis dos mejores amigos de la primaria. Hacía 28 años que no nos veíamos. Me saludaba por mi cumpleaños y me contaba que se había levantado pensando en mí, que me había googleado y había encontrado un video con la presentación de un libro. Que a partir de ahí había conseguido la dirección y me había escrito. Sobre el final del texto me mandaba su celu. Tenía característica de Mar del Plata, mi ciudad natal. Lo llamé y hablamos un rato. La voz era desconocida, pero la picardía, la complicidad, emanaron en un instante. Los dos habíamos resultado médicos, él cirujano pediatra, yo neurólogo. Quedamos en que nos veríamos cuando fuera para allá, lo cual, con la pandemia y el aislamiento en pleno apogeo, parecía muy lejano. Pero en un par de semanas, las cosas cambiaron.

Dice Borges que la amistad, a diferencia del amor romántico, puede prescindir de la frecuencia, y que mantiene su efecto sin importar el tiempo entre los contactos. Todos conocemos y sentimos físicamente la influencia de la amistad en nuestras vidas. Como el amor es objeto de representación poética. Aristóteles dirá que la amistad es un alma que habita en dos cuerpos. Oscar Wilde, que no hay nada más raro y más noble en el mundo que la amistad. Jim Morrison, que un amigo es aquel con el que se es uno mismo.

Pero también, desde hace algunas décadas, la amistad es interés de las ciencias del comportamiento humano. Actualmente hay evidencia científica que relaciona a la amistad con el éxito financiero, con la salud e, incluso, con la sobrevida. También hay estudios que reconocen un efecto positivo de la amistad en la memoria y como terapia anti envejecimiento, o estimulación cognitiva. El papel de la amistad está considerado como un tipo de vínculo determinante en nuestro desarrollo, como un tipo emblemático de vínculo social de tipo gregario. Una de las teorías más aceptadas sobre el desarrollo del cerebro en los primates superiores, entre quienes nos contamos, es la teoría del cerebro social. Sostiene que el desarrollo del lóbulo frontal obedece a la lectura compleja que suponen las relaciones sociales, en términos de comprensión del lenguaje verbal y no verbal, y en término de calibración de las confianzas. En este punto, la amistad representa el máximo logro de esa aptitud: suprimir la necesidad de evaluar el grado de confianza con algunos de los nuestros y darla por buena de un punto en adelante.

A partir de esa necesidad, la evolución ha tejido instintos que nos vienen de fábrica, y que nos dan los elementos para construir lazos de confianza. Para el caso de la pertenencia social hablamos del instinto coalicional, o también instinto gregario, que es la tendencia inconsciente a agruparnos en tribus humanas. Desde que conocemos a alguien nuevo hasta que le otorgamos confianza a ese vínculo tienen que darse varios encuentros de mutua empatía. Durante esos encuentros, el neurotransmisor predominante en nuestros cerebros, ese que nos produce placer y sedación, es la dopamina. Después de un número de encuentros de esa naturaleza puede que ese vínculo vaya ganando proximidad. Si eso pasa, cada vez que tomemos contacto con esa persona el neurotransmisor implicado será la oxitocina, que nos hace bajar la guardia y habilitar el vínculo basado en confianza. En un vínculo de confianza como es la amistad, el instinto coalicional, con la oxitocina como principal mediador, suspende el juicio crítico y la evaluación de valor de esa relación. La da por buena. Por eso es tan fácil estar entre amigos. Porque es muy barato energéticamente.

La ciencia ha podido probar que las relaciones amistosas son uno de los recursos más eficientes para contrarregular el estrés de la vida. Uno de los componentes más importantes en la socio-psico-biología del estrés es el eje hipotálamo-hipófiso-adrenal. Es decir, la interrelación entre el hipotálamo, la glándula hipófisis y las glándulas suprarrenales. El hipotálamo es una parte de nuestro cerebro con muchos núcleos, destinados a regulaciones automáticas. La hipófisis es una glándula ubicada debajo del cerebro que segrega hormonas que le dan órdenes a otras glándulas del cuerpo. Las suprarrenales, también llamadas adrenales, son dos glándulas ubicadas arriba de cada uno de los dos riñones que reciben estímulos neuronales directos y hormonales de la hipófisis, para fabricar las hormonas del estrés.

Foto: Pixabay
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Cuando se activa el eje, se segregan y vuelcan a la sangre hormonas que nos preparan para adaptarnos a situaciones de exigencia. Las primeras hormonas, la de la primera respuesta al estrés, son las conocidas adrenalina y noradrenalina. La principal hormona de la respuesta más tardía al estrés, la que se vincula a una exigencia sostenida en el tiempo, es el cortisol, un glucocorticoide. El cortisol favorece el reclutamiento de recursos para adaptarnos a esas exigencias, como aumentar la disponibilidad de glucosa y aumentar nuestra alerta. Pero su acción sostenida en el tiempo puede resultar nociva. Por ejemplo, niveles altos, sostenidos, de cortisol, regulan hacia abajo nuestra inmunidad. Nos bajan las defensas. Exigen de más a nuestro sistema cardiovascular, nos aumentan la presión arterial. Incluso pueden resultar tóxicos para las neuronas. Así que esa acción es importante que tenga una contrarregulación que atenúe su efecto, cuando el estímulo haya terminado, y que no sea peor el remedio que la enfermedad.

Existe un estudio emblemático hecho en estudiantes de enfermería del John Hopkings en el que se reconocieron menores niveles de cortisol salival en aquellos estudiantes con un número de amigos de entre 4 y 5 miembros. Y un nivel de cortisol mayor tanto en quienes tenían menos amigos, así como en aquellos que tenían demasiados. Es decir, el efecto beneficioso de la amistad tiene que ver con la calidad de esos vínculos, más que con la cantidad. Los vínculos amistosos bajan el cortisol, bajan el estrés físico y el emocional.

Unos días después del mail de Andrés, y de que habláramos por teléfono, mi papá se enfermó. Decidí viajar a Mar del Plata con urgencia. Como las fronteras provinciales estaban cerradas demoré unos días en que me autorizaran a circular con un permiso especial en tres provincias, las que tenía que cruzar para llegar a Mardel. Finalmente llegué. Vi al viejo, y unos días después ya estaba mejor. Así que lo llamé a Andrés y nos juntamos. Nos encontramos en la calle después de 30 años, y nos apretamos en un abrazo. Nos hicimos bullying por las panzas, arrugas, entradas. Nos contamos la vida. Nos reímos tres horas.

La interacción social, estar con otros seres humanos, puede tener esos dos efectos: ser estresora o resultar en contrarreguladora del estrés. Cuando el comportamiento de alguien cerca nuestro activa nuestras alarmas de protección, es estresor. Lo que actualmente se conoce como relación tóxica. Cuando resulta en sosiego, en alivio, es anti-estrés. Esto, desde ya, es dinámico. Diferentes instancias con la misma persona a veces resultan de un modo y a veces de otro. Pero hay vínculos con la que las tendencias se mantienen a lo largo de los encuentros. Todos tenemos un puñado de personas con los que predominan los vínculos anti-estrés. Esa gente con efecto balsámico en nuestro espíritu, esa gente que consideramos fundamental en nuestras vidas: nuestros amigos.

La contra regulación del estrés, tiene muchas aristas. Existen procesos automáticos que los organismos desarrollan de manera inconsciente, pero también hay muchas herramientas que están en nuestras manos. En los últimos tiempos, principalmente desde la pandemia, la ciencia viene comunicando cada vez más, sobre los recursos de los que disponemos para contrarrestar complejos emocionales adversos, con sustento neurobiológico. Entre ellos, los contactos sociales cercanos, son un recurso de lo más valioso.

Al día siguiente del encuentro con Andrés pegué la vuelta para casa. Entré a la provincia e inicié el aislamiento de 14 días en un hotel, que era el requerimiento por esos días. En el segundo día, empecé con síntomas de Covid. Estaba solo, lejos de casa, aislado en una habitación chiquita, enrejada y con síntomas fuertes. Durante el aislamiento Andrés me llamó cotidianamente y me acompañó como médico, pero principalmente, como amigo. Me recuperé en una semana. Todavía puedo sentir el alivio físico de su acompañamiento a la distancia. Un brillo en los ojos, un abrazo estrujado, una presencia oportuna, o una escucha comprensiva. Y morirse de la risa. O la epopeya épica de la oxitocina. Como sea, los amigos salvan la vida.

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