Crónica íntima de un trasplante

El autor de esta nota esperó durante largos meses que llegara la hora de una cirugía clave para su salud y su futuro. Aquí cuenta en primera persona algo de su historia y de sus nuevas emociones, mientras reflexiona sobre la importancia de la donación de órganos

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(EFE/ Alberto Valdés/Archivo)
(EFE/ Alberto Valdés/Archivo)

1. En el principio de los tiempos fue la enfermedad.

Pero eso fue en el principio y los principios son confusos. Recuerdo que tenía nueve años y el pediatra determinó: “Diego, tenés hepatitis C”, lo mismo les dijo a mis padres. Se trata de una forma extrema de esa enfermedad hepática que me postró en la cama durante un mes. Y luego medio mes más porque vino una recaída. La hepatitis C es una de las formas más virulentas de la enfermedad y sus consecuencias suelen ser funestas. Duraderas. Permanentes. Pero eso fue al principio de los tiempos que, como el Big Bang, como el nacimiento de una estrella, un cosmos o el advenimiento de un agujero negro, no poseen más certezas que la incertidumbre.

Luego, fue más claro. En mi adolescencia gran parte de mi educación sentimental e intelectual se forjó en bares: barsuchos de parroquianos noche tras noche y fidelidad al mozo de décadas y a la narración de la anécdota de la cotidianidad barrial junto a la ginebra o el vino tinto, con soda a veces. O barras elegantes con bartenders -los de la old school reniegan de ese término y prefieren el clásico “barman”- de escucha reservada y tragos clásicos o experimentación creativa de los alcoholes de alta gradación, de vermús, de aperitivos y de acompañamientos sofisticados. Tragos que eran una oda a la sencillez, como aquel negroni llamado así en honor al conde de Negroni, en una región de Milán, que bajaba de su palacio a tomar el vermú cada tarde y que una vez le sugirió al dueño del bar de su pueblo que le agregara Campari al cotidiano gin con vermú rosso. El hombre le agregó una rodaja de naranja y nació así un clásico igualitario en sus medidas por los tiempos de los tiempos. Los bartenders en las barras espejadas contaban también que Luis Buñuel consideraba que el Dry Martini tan sólo requería que la luz del sol atravesara la botella del Martini Extra Seco y posara así sus partículas sobre la copa acampanada de gin, con una o dos olivas verdes. “Shaken, not stirred”, decía el hombre con licencia para matar, James Bond, el famoso agente 007. O la confesión de la gran Dorothy Parker: “Me gusta tomar un Dry Martini. A lo sumo, dos. Después del tercero termino debajo de la mesa. Luego del cuarto, debajo de mi anfitrión”. Las barras son tertulias discretas y a la vez caóticas en su hermoso fervor.

2. Las noches y las barras no impedían, de jovencito, que estudiara Letras, que luego abandonara la carrera para realizar mi vocación en el oficio periodístico, que escribiera seis libros de investigación periodística, que uno de ellos me convocara especialmente a la acción y cuyos resultados, según los fundamentos de la sentencia del tribunal judicial, colaboraran a que el sindicalista José Pedraza fuera condenado a prisión como autor intelectual del asesinato de Mariano Ferreyra. Yo había logrado hacerle la única entrevista al asesino antes de su detención, con declaraciones autoincriminantes. En un filme del género docuficción, basado en mi investigación, el escritor Martín Caparrós me interpretó actoralmente. Todo muy gracioso. Trabajé en muchos medios, viajé para investigar casos periodísticos por todo el país y, oh destino de los destinos, hoy trabajo en Infobae bajo la tutela de mi editora Hinde Pomeraniec, quien fuera la editora de mi primer libro ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?

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3. Pero en el principio de los tiempos había sido la enfermedad. Luego fue todo más claro. Mi hígado ya se había convertido en un significante vacío. El año pasado cerré los ojos y me sumergí en un coma, con intermitencias, por dos meses. Durante la pandemia los trasplantes habían bajado a su mínimo histórico. La nueva normalidad fue revirtiendo de a poco esa situación. El sábado de La noche de los museos había decidido salir luego de la medianoche a alguno de los que abundan en San Telmo. Pero me dio fiaca. Puse Seinfeld en Netflix. Sonó mi celular. Era la doctora Margarita Anders, hepatóloga del Hospital Alemán: “Diego, apareció un donante. Comenzamos el operativo. ¿En cuánto tiempo llegás al hospital?”, preguntó. Llamé a mi papá, que me llevaría en su auto, y comencé a preparar un bolso cuyos elementos “esenciales” crecían más y más. No podría decir que estaba alegre, contento o feliz. Creo que me abrumaban la angustia y la preocupación.

4. Llevo en mi cuerpo parte del cuerpo de una mujer. Por un desliz pude leer la información sobre la donante del hígado que se está fundiendo ahora mismo con mi organismo. Se trata de una mujer de 48 años, de 1,67 metros de estatura, cuyo peso era de 69 kilos. Tuvo un ACV. Dos electroencefalogramas de doce horas cada uno marcaron una línea plana, es decir, la muerte cerebral. Se había registrado como donante de órganos. Esa decisión probablemente haya salvado a seis vidas, entre ellas la mía. Quizás nunca sepa su nombre ni pueda agradecer a sus familiares. Pensaba en esto ahora que la familia de Lucas Gónzález, el adolescente que quería jugar al fútbol y fue asesinado por el gatillo fácil de unos policías -miembros de la institución más criminal de esta sociedad- decidió donar los órganos de su hijo acribillado de dos tiros en la cabeza para que su corazón siguiera latiendo en el cuerpo de otra persona.

La “ley Justina” sería una maravilla, si funcionase. Su planteo implica que por default toda persona con muerte cerebral es donante, a menos que su familia exprese de manera explícita lo contrario. Pero hay dos problemas fundamentales: los médicos y las médicas lo son, en su mayoría, porque quieren salvar vidas. Es la naturaleza original del oficio, está en su juramento hipocrático: “A nadie daré una droga mortal aún cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin”, dice uno de sus apartados. La medicina se propone la vida y el buen vivir. ¿Y los familiares de la persona con muerte cerebral? ¿No se aferran a la idea de la reversión de ese estado, del milagro por amor? En realidad, el Estado debería financiar la existencia de comisarios clínicos del INCUCAI que tengan a su cargo zonas hospitalarias que detecten posibles donantes y puedan, con compasión, explicar la situación a familiares y profesionales. De ese modo podría ser efectiva la ley Justina. Mi amiga Olga Stutz me contó que, durante una consulta, un neurólogo ingresó al consultorio y le dijo al médico clínico: “Es el segundo encefalograma: da plano”. El médico contestó: “Desconectala” y continuó la consulta. No es que el clínico fuera imprudente, estoy seguro de que hubiera querido con todo su ser que la paciente viva y que la angustia lo sobrepasó. El médico quiere la vida, por eso todavía es necesario anotarse en el registro de donantes ubicado en www.argentina.gob.ar. La razón, fundamental, es que donar salva vidas.

Diego Rojas, en el balcón de su casa, ya recuperado. (Gentileza: Diego Rojas)
Diego Rojas, en el balcón de su casa, ya recuperado. (Gentileza: Diego Rojas)

5. “Era una película gore por la sangre que corría y por la que te transfundían”, me contó el hepatólogo Federico Orozco, un médico joven, muy capo, inteligente y entusiasta. Al llegar al Hospital Alemán fui llevado a una habitación de terapia intensiva y no sé cuánto tardé en conciliar el sueño antes de la cirugía. El “operativo trasplante” finalmente comenzó a las cuatro de la tarde del domingo, cuando fui trasladado al quirófano. No llegué a ver ese día al jefe de cirugía Lucas Mc Cormack, que llegó cuando ya había sido anestesiado. Pensaba que el anestesista iba a dormirme posando gas sobre mi nariz y boca, pero me dio unas inyecciones y cerré los ojos, no recuerdo más. Mientras tanto, el doctor Orozco terminaba de comer sushi, acompañado por un buen vino, cuando decidió asistir a mi cirugía, acto que no realizaba desde hacía mucho tiempo. “Claro que estabas intubado”, me contaba feliz más tarde, porque la operación, que duró seis horas, había sido un éxito. “Ahí vi los ríos de sangre”, bromeaba Orozco. El principal riesgo de un trasplante es el del rechazo del órgano. El hígado nuevo reconoce que está en un cuerpo distinto al que fue su hogar durante tanto tiempo; el cuerpo receptor identifica que se le está introduciendo un organismo extraño, alienígena. Es por eso que se administran inmunosupresores a los pacientes, medicamentos que al bajar las defensas y el sistema inmunitario del cuerpo confunden al hígado, que se relaja y se deja llevar: “¿Rechazo? ¿Pero qué rechazo? Déjenme flotar en esta laguna sin defensas”, dice el hígado, como si estuviera fumado. También es cierto que bajan todas las defensas del cuerpo, más vulnerable que nunca, y que será una medicina que deberé tomar lo que me reste de vida. El primer inmunosupresor que me dieron fue el Traconimus, el más usado en su especie: “Podés tener eventos neurológicos, es normal”, dijeron los doctores. Mi espíritu drama queen llevó la advertencia al paroxismo: tuve alucinaciones, eventos paranoides, extravagantes episodios sensoriales, distorsiones visuales, eliminación de toda fuerza muscular, convulsiones y, finalmente, imposibilidad de escucha y habla. Sólo me faltaba que mi cabeza girara 360 grados como Linda Blair en El exorcista. Me suspendieron el Traconimus, me desintoxicaron, queda un remanente, me reemplazaron el inmunosupresor por el Ciclosporina, que no dio por ahora señales de incidencias neurocognitivas. ¡Alabado sea el señor!

Vista desde una habitación del Hospital Alemán de Buenos Aires (Foto: Diego Rojas)
Vista desde una habitación del Hospital Alemán de Buenos Aires (Foto: Diego Rojas)

6. Me dieron el alta. Mientras estuve en la habitación de piso del hospital, cruzando el arbolado patio decimonónico podía ver el área de Neonatología, las incubadoras, las enfermeras levantando y arrullando a los bebés. En un espejo distorsionado veía mi propia imagen post trasplante. La vida es un absurdo inevitable, es sabido. El absurdo puede ser feliz. Me dieron el alta. Volví a mi hogar en San Telmo. Mi perra salchicha Leni, a quien extraño horrores, está en la casa de mi hermana, con sobrina y madre mientras termina de desparasitarse. Espero tanto el reencuentro. Hice en casa algunas modificaciones funcionales para facilitar mi desplazamiento y la higiene. Camino lento todavía, con bastón. Aunque es un bastón ortopédico, quisiera comprar uno más elegante y hacerme así el Borges. Me canso al caminar un par de cuadras y debo entonces descansar. Emocionalmente estoy muy entusiasmado. Quizás se trate de eso que llaman popularmente: “Volver a nacer”.

7, Llevo en mi cuerpo parte del cuerpo de una mujer. Vamos a engendrar cosas buenas.

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