Literatura de cuarentena: “Carta a Lucio V. Mansilla”, de María Rosa Lojo

El aislamiento, la reclusión y, en definitiva, la cuarentena mundial, han modificado el punto de vista con que miramos todos los días lo que nos rodea. En esta sección, distintos escritores narran y reflexionan su nueva cotidianeidad

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Lucio V. Mansilla
Lucio V. Mansilla

D. Lucio Victorio Mansilla

Leubucó, Provincia de La Pampa

Argentina

Buenas tardes, Lucio, maestro de viajeros, decano de los exploradores, diplomado en fugas.

Este mes, en que se cumplen los ciento cincuenta años de su excursión a los indios ranqueles, pienso en usted casi todos los días, y no solo porque fui la cronista de su segundo viaje por esos territorios.

La última vez que supe de su persona, usted estaba en Leubucó mirando la Luna. Capturado por los encantos de Rosaura dos Carballos, una gallega pelirroja, sobrina del mago Merlín, a quien en estas tierras los espectros ranqueles identificaron como Antü Malguén, la muchacha del Sol. Por eso ella terminó subiéndose a la Luna, aunque también era un ser inquieto y no sé si se habrá quedado allá por más de un rato.

A estas alturas, usted ya no debe de ser un fantasma temporalmente materializado. A lo sumo será un fantasma, sin más, perdido entre los que pululan por la pampa seca, donde tantos perecieron en guerras crueles que de todas maneras difuminó el olvido.

Como lo divulgué en mi libro La pasión de los nómades, no contento con cuanto había recorrido en vida, decidió seguir sus aventuras después de muerto. Así, a fines del siglo XX, se fugó a Buenos Aires desde un presunto paraíso y luego tomó el viejo camino de los ranqueles, ansioso por saldar sus cuentas con la Historia. Aunque no había en el camino memorias de ellos ni de usted, en Leubucó lo esperaban los fantasmas de sus defraudados anfitriones.

Ahí se quedó. Atrapado en la frontera de los mundos por las viejas deudas o por las “seducciones de la barbarie”. Jugando a las cartas con el cacique Mariano Rosas, él envuelto en la capa roja que usted supo lucir con insolencia; usted tapado con el poncho que Mariano le regalara en vida y que terminó devorado por las polillas. Siempre a la espera de que Rosaura bajase de la Luna. Creo que ese era solo un pretexto, Lucio. Usted se fue tras de Rosaura precisamente porque era inalcanzable.

Si hoy volviera a esta ciudad le costaría mucho reconocerla. No porque haya cambiado tanto en lo que va del milenio, sino porque ahora es Buenos Aires la que parece un desierto, como llamaban a las pampas en su época. Hoy están desiertas las calles de las ciudades, donde las pocas personas que circulan –con las bocas tapadas, con las manos cubiertas, a distancia medida unos de otros, sin tocarse-- se parecen cada vez más a los fantasmas.

Es la peste, aunque ya no se le dice así. No se la pinta como un esqueleto humano con una guadaña. No lleva capucha sobre los huecos sombríos de la calavera. Solo se la puede ver a través de los lentes del microscopio. Y aquí viene la paradoja: después de todo, también esta muerte impersonal tiene una forma significativa. Es una esfera de poder, con puntas que le dan su nombre. Una corona. El coronavirus. La muerte, reina del mundo, la muerte Emperatriz.

Pestes eran las nuestras. Muertes eran las nuestras, diría usted, sin embargo.

Al año siguiente de su paseo a los ranqueles llegó la fiebre amarilla y la desgracia lo golpeó hasta quitarle el aliento. Se llevó a Andrés, su hijo mayor, que no había cumplido los diecisiete. A usted lo hirió en la calle un ex ayudante militar, por motivos que nunca se esclarecieron. A los pocos días de ese incidente y quizá por esa causa, murió su padre, el general Mansilla, héroe de la Vuelta de Obligado. Lo velaron en la sala, bajo la luz turbia de los cirios, con la sola compañía de sus cuatro gatos blancos. Casi no hubo asistentes al entierro en una ciudad donde siete mil quinientas personas acababan de caer ese mismo mes. No pocos se desvanecían, literalmente, en las calles contaminadas por la enfermedad y la inundación de basuras que empujaban los ríos de agua de lluvia. Otros se desplomaban en los quicios de las puertas hacia las que se habían arrastrado, buscando el aire.

En esas calles y en esas viviendas, por igual despobladas una vez que los carros levantaban los muertos, solo quedaban quienes no se podían ir. Los inmigrantes y los pobres. Los inmigrantes pobres. Los pobres de cualquier clase. O los que no se iban porque tenían un deber. Usted no se fue. Enterró a su padre. Formó parte de la Comisión de Salubridad.

Hoy nuestras casas nos encierran, ambiguamente. Estamos presos en su protección obligatoria. Nos dicen que el mundo es hostil, afuera. Todos pueden ser portadores del enemigo invisible. Todos podemos convertirnos en asesinos involuntarios.

A diferencia de otras pestes, que no hacían distingos, esta mata sobre todo a los viejos y a los que ya padecen otras enfermedades. Los que están en primera fila, ante la línea final. Aunque los niños la transmiten, la mayoría de ellos no corre peligro. También mueren, como en los días de la fiebre amarilla, adultos aún jóvenes que tienen un deber. Médicas y médicos, enfermeras y enfermeros, policías, sacerdotes.

“Arma biológica”, dicen algunos, en artículos que hoy ya casi no se publican en el papel de los diarios, sino en pantallas que se activan a cualquier hora del día o de la noche. Para esas voces todos somos las víctimas de una vasta conspiración, originada –según las convicciones de cada uno-- en cualquiera de los dos grandes poderes del planeta: los Estados Unidos de Norteamérica, o la China, el dragón que despertó. Usted advirtió a quien quisiera oírlo sobre el naciente imperio de los Estados Unidos. Pero la China en decadencia, antes de la primera Gran Guerra y de su muerte, no entraba en sus cálculos. Allá –para unos, por azar; para otros, por deliberación— se encendió, hace apenas unos meses, la mecha de la enfermedad que ha logrado detener la marcha del mundo, la rueda de la Fortuna, el circuito de los negocios, ante la amenaza de la Muerte Emperatriz que en muy poco tiempo desbordaría hospitales y cementerios aunque sus víctimas mortales sean sobre todo los ancianos y los enfermos.

La guerra es una metáfora usada y abusada, pero también una realidad. Todos los días un coro de voces nos habla del enemigo invisible. Los transportes de pasajeros entre naciones o entre provincias se han interrumpido. Hay controles policiales para impedir la circulación más allá de los límites permitidos. Los trabajos autorizados se reducen a lo mínimo y esencial. Solo se permite que salga una persona de cada casa, una vez al día, para comprar alimentos o medicinas. Los que se aventuran en el exterior deben ir con la boca tapada. Si no se cubren las manos con guantes impermeables, hay que desinfectarlas escrupulosamente al regresar.

Nuestras casas son las trincheras donde nos replegamos. Nuestras armas, el jabón, el agua y el alcohol. Nos envuelve una red de voces y de imágenes. Todos los días es posible hablar con parientes y amigos, igualmente aislados, en otros puntos del planeta. Nadie sabe cómo será el mundo después de que termine esta guerra sin estallidos, sin bombas, sin derrumbes, sin cadáveres a la vista, con las calles vacías.

¿Usted lo sabe o lo adivina, Lucio? Siempre hubo mañana. La rueda de la Fortuna nunca se detuvo del todo. Tampoco ahora, porque unos siguen ganando a costa de muchos otros. Lo que todos necesitan (desde alimentos a desinfectantes, o pruebas para detectar la enfermedad) se vende al mejor postor. Alguien, en este mismo momento, debe de estar comprando por mucho menos de lo que valen o valdrán en el futuro, las acciones de empresas que se hunden.

Todas las noches, a las nueve, desde las ventanas y balcones se oyen aplausos para los que trabajan en clínicas y hospitales. Pero también en las mismas puertas de los edificios donde estos viven hay quien coloca carteles, conminándolos a abandonarlos para que no infecten a sus vecinos.

Cosas parecidas pasaron durante la fiebre. Se criticó a los médicos y hasta se los acusó de provocar la enfermedad con las medicinas que prescribían. Aun cuando hubo médicos que huyeron de la ciudad, otros murieron en ella, mientras las autoridades municipales y las de la Comisión de Salud se peleaban entre sí. Murió Manuel Argerich, siempre vivo en el cuadro de Juan Manuel Blanes que usted recordará. Murió Caupolicán Molina –uno de sus amigos más cercanos, Lucio--, predestinado ya desde su nombre de pila a ser un héroe.

No puedo decirle nada que lo asombre, nada que no haya sucedido ya entre los humanos. Salvo por una cosa. Hoy ya nadie se fuga a las afueras de cualquier ciudad que haya sido sitiada por la peste. Nadie escapa, salvo hacia adentro, hacia la casa-útero. No hay adonde escapar. Y esta es la gran novedad, para usted seguramente inimaginable. El mapa mundial en el que se marcan los avances del virus está contaminado de colores venenosos. Sobre cada país, como una pústula, hay un círculo rojo que da cuenta de los contagiados y de los muertos. Y ese círculo se extiende, día tras día.

Recuerdo un pasaje de su gran libro, Una excursión a los indios ranqueles, sobre sus tiempos de comandante de la frontera, en Río Cuarto. Usted cuenta cómo salvó la vida del joven Linconao, hermano del cacique Ramón Cabral, atacado por la viruela. Contra ella los naturales no tenían defensas, como no las habían tenido los cristianos hasta el descubrimiento de Jenner.

Ahora todos somos indios en un planeta pequeño donde no hay mal que no llegue, ni plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Y todavía no aparece la vacuna que nos salve.

A usted ya ningún virus terrestre le hará daño. El sol tardío de la Pampa le ofrece revelaciones de lo oculto y de lo olvidado. La trama de la Historia se trasluce bajo la claridad crepuscular que pone todas las sombras en relieve. Usted puede leer esa trama, pero no cambiarla. Únicamente los vivos, con nuestros actos, modificamos el porvenir.

Sombra amable de Lucio Victorio, viajero del tiempo y del espacio, dígame cómo nos ve en esas horas, del otro lado. Qué clase de tapiz estamos dibujando, paralizados y perplejos, detrás de las pantallas, detrás de las ventanas, detrás de las rejas que cruzan todo el mapa del cielo y la tierra.

Le quedo sinceramente agradecida,

María Rosa Lojo, biógrafa de su postvida.

En la Era del Coronavirus, Castelar, Partido de Morón, Provincia de Buenos Aires, el día 14 de abril de 2020 (n° 26 de la cuarentena argentina).

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