Leemos en la Biblia, en el libro de Eclesiastés 1, 1-4: “¡Vanidad de vanidades! -dice Cohélet-, ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? .Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece.” Esa frase la hemos escuchado mil y una veces en nuestras vidas. Este dicho lo hizo realidad el fraile Girolamo Savonarola, un martes de carnaval en pleno renacimiento florentino, cuando encendió, en la Piazza della Signoria, la “hoguera de las vanidades”. Fue, ese, un triste presagio de su igualmente triste final.
Girolamo María Francesco Matteo Savonarola nació en Ferrara el 21 de septiembre de 1452. Fue el tercero de los siete hijos de Nicoló di Michele dalla Savonarola y de Elena Bonacolsi, descendiente de la noble familia de los Bonacolsi, que fueron señores feudales de Mantua. Fue educado por su abuelo Michele, un célebre médico y un hombre de principios morales y religiosos rígidos, gran estudioso de la Biblia y de otros libros de piedad. Tanto, que concurría a diario a la iglesia con su nieto. En la última etapa de su vida, Michelle escribió un opúsculo titulado “De laudibus Iohanni Baptistae”. De sus otros hermanos poco o nada se sabe. Eran Ognibene, Bartolomeo, Aurelio, Alberto, Beatrice y Chiara; solo hay algunos escritos que mencionan que Alberto era médico y Aurelio fraile; se presupone que sus hermanas tomaron los hábitos en algún monasterio de la región y como al ingresar perdían su nombre “del mundo”, nunca se sabrá a ciencia cierta qué fue de sus vidas.
En sus primeros escritos de joven adolescente, Savonarola daba cuentas de un carácter de austeridad y penitencia. Se conserva una carta dirigida a su padre en la cual dice: “no puedo soportar la maldad que ciega de los pueblos de esta región”. Una vez que concluyó sus estudios para ser maestro ingresó en la facultad de Ferrara para estudiar medicina, pero súbitamente abandonó esa carrera una vez que leyó a Tomas de Aquino. Primero ingresó a la orden de los agustinos, pero después se marchó con la orden de los predicadores en Bolonia: fundada por santo Domingo de Guzmán, fueron comúnmente llamados “dominicos”.
La orden de los Dominicos, junto con la de los Franciscanos, eran congregaciones revolucionarias y casi subversivas en su época. Ellos vivían “de limosna” por eso se llamaron “órdenes mendicantes”: no deberían tener ninguna posesión material. Su estilo de vida era una bofetada para el clero de su época, que lejos de ser un ejemplo de piedad, era un muestrario de la decadencia moral en todo su espectro.
Había una gran contradicción. Por un lado, la jerarquía católica fue mecenas de los grandes artistas del renacimiento; pero la pregunta era para quién eran contratados Miguel Ángel, Da Vinci, los Bruneleschi, Bernini, Borromini, etc… ¿para mayor gloria de Dios o para demostrar el poder terrenal del papas, de los cardenales y de los obispos delante de los otros reinos de Europa? Recordemos que el papa gobernaba un territorio feudal como monarca absoluto y ponía o quitaba reyes a su antojo y conveniencia. Cardenales de 14 años, simonía (el negocio de lo espiritual) y lujuriosas fiestas invadían los conventos y las casas episcopales, otrora castillos de piedad y oración, convirtiéndolos en burdeles de alta categoría.
Ante esta realidad, Savonarola, escribió un libelo llamado “De ruina Mundi” en 1472, y tres años después “De ruina Ecclesiae” donde compara la Roma y los estados pontificios del papa con la antigua y corrupta Babilonia.
En 1479 se trasladó al convento de Santa María degli Angeli. Escribió discursos en los que acusó a la Iglesia de todos los pecados. Los papas humanistas, que ayudaban y mantenían a los artistas, eran su blanco preferido.
La gente sencilla observaba impotente los desmanes de los clérigos. Encontraron en Savonarola un adalid en la lucha contra esta corrupción reinante y una vuelta a la prédica de Cristo y del evangelio. Cientos se agolpaban para escuchar sus sermones, los que eran escritos y luego pasados como folletos. En su prédica sostenía que todos los males de este mundo se debían a la falta de fe, porque cualquiera que tuviese fe -decía-, se daría cuenta de inmediato que es muy necesario obrar bien, y dado que las penas del infierno son infinitas, debíamos arrepentirnos de nuestras faltas y hacer penitencia mientras aún hubiera tiempo. La austeridad, la castidad, la pobreza y la sencillez eran el grito en sus prédicas; pero lo que asombraba al pueblo es que él mismo encarnaba lo que decía.
En 1482 fue enviado a Florencia, que no era una ciudad italiana como es hoy, sino un principado independiente (como muchas de las actuales ciudades de la Italia actual). Los Medici gobernaban a la ciudad con puño de hierro pero enguantado en las obras de arte que patrocinaban. No por nada Florencia es llamada la cuna del renacimiento. Muy mal lugar para enviar a nuestro fraile. Ante los ojos de Savonarola, Florencia no era una de las salas del infierno, era el infierno mismo.
En sus prédicas hablaba sobre la pobreza, la sobriedad y el carácter fuerte que los verdaderos creyentes debían tener. Su forma de hablar violenta y sus críticas excesivas acabaron por incomodar a las autoridades tanto civiles como eclesiásticas, y en 1487 fue trasladado a Bolonia, donde se convirtió en maestro de estudios. En el convento siguió con su vida de ascesis y rigurosa penitencia. En 1490 irá al convento de Ferrara de Santa María degli Angeli y allí estudiará oratoria, gramática y lengua. Se perfeccionó en el arte de dar discursos en público.
Si bien es cierto que para las autoridades florentinas el fraile era un ser por demás molesto, para la mayoría del pueblo llano era una voz de profeta. Por lo tanto es vuelto a ser llamado a dicho principado. Regresó en 1491, cuando tenía 41 años y se le entregó la titularidad de la iglesia de San Marcos. Desde allí atacó al papa Inocencio VIII, cuyo nombre era Giovanni Battista Cybo. Su pontificado duró desde 1484 hasta 1492 y tuvo al menos dos hijos que fueron reconocidos: Francisco y Teodorina Cybo. Esta realidad era la corrupción misma hecha carne para Savonarola. Sobre el Papa Inocencio se le escuchó decir que era “el más vergonzoso de toda la historia, con el mayor número de pecados, reencarnación del mismísimo diablo”.
Constantemente desde su púlpito salían anatemas y excomuniones sobre la vida licenciosa de la época y advertía que el Señor castigaría sin piedad a los viciosos. Casualmente, en ese periodo una epidemia de sífilis invadió Florencia y la comarca. Savonarola fue tenido como profeta. Lorenzo de Medicis lo mandó a llamar a su lecho de muerte, y cuenta la tradición que en lugar de confortarlo para la partida, Savonarola lo maldijo, advirtiéndole que solo le esperaba el infierno. Según narran, murió temeroso de esa profecía.
Savonarola predicaba sobre la cólera de Dios que caería sobre la ciudad. Y, otra vez, eso ocurrió el 8 de noviembre de 1494, cuando el Rey de Francia Carlos VIII invadió la ciudad para poder llegar a Nápoles, que era el fin de su travesía. Cuando ingresó el rey francés estalló una rebelión y la familia Medici fue expulsada. Pero como al rey de Francia poco y nada le importaba Florencia, Savonarola se presentó como un adalid cívico religioso y comenzó a gobernar la ciudad.
Creó la “República Democrática de Florencia”, aunque de democracia como la entendemos hoy día, nada de nada. Era una teocracia dictatorial. Dictó una constitución en la cual se declaró que el soberano de la ciudad era Jesús. Se cerró el “Gli Uffici”, el edificio que albergaba a las instituciones de la ciudad y comarca, donde hoy se encuentran un famoso museo. Se proscribió la usura y se persiguió o asesinó a los homosexuales. Quedaron prohibidas las bebidas alcohólicas, el juego, la ropa indecente, los cosméticos, los perfumes, el acicalamiento y la limpieza desmedida, las peinetas, espejos, los vestidos femeninos demasiado escotados, las calzas masculinas demasiado apretadas, las tablas de juego y la música, excepto la religiosa. Todo fue confiscado y prohibido, la otrora pujante ciudad renacentista, donde la cultura florecía en cada rincón, ahora era solo una pálida ciudad gris y anodina, arrinconada por el cilicio y la penitencia.
A Savonarola se le ocurrió retomar una idea del predicador franciscano san Bernardino de Siena, que durante sus prédicas quemaba objetos vanos. Pero la hoguera de él debía ser ejemplificadora para toda la región, por lo tanto, en ese famoso martes de carnaval, fiesta lujuriosa por excelencia y obviamente prohibida en Florencia, ideó “La hoguera de las vanidades”.
El lugar fue la plaza principal de la ciudad de Florencia, la Piazza della Signoria. Lo acumulado era descomunal, casi llegaba a los tres pisos de altura. Allí la gente llevó de buena gana todos sus lujos: manuscritos de ediciones príncipe, esculturas y pinturas antiguas de la época romana, tapices de valor incalculable bordados en oro y plata, muebles de ébano y marfil, arcones con tachas de plata y terciopelo y todo lo incautado: espejos, libros de adivinación, astrología y magia, instrumentos musicales, cuadros mitológicos, algunos obras maestras del renacimiento, libros con la poesía de Petrarca y Boccaccio y libros de los antiguos escritores clásicos de la civilización romana y griega de incalculable valor, entre otros objetos. Todo eso debía arder y ese fuego de purificación debería llegar no solo al principado de Florencia sino extenderse por toda la península.
La hoguera ardió durante días, porque era alimentada por constantes obras de arte que se perdieron para siempre en aras de la vida sencilla y la purificación de las costumbres. Hasta Sandro Boticcelli fue influido por los sermones de Savonarola, y si bien no quemó ninguna de sus obras en la famosa hoguera, durante este periodo no pintó nada que no fuese religioso y, aparentemente, el cuadro titulado “Navidad mística” se basa en un sermón de Navidad pronunciado por el fraile.
Pero ese estado teocrático no durará mucho. Y la oposición llegará, en primera instancia, de los frailes franciscanos. Sobre todo de Fray Francesco della Curia, dado que los templos de toda la ciudad se vaciaban y la gente solo concurría a las iglesias donde predicaba el fraile dominico.
Otro de los blancos que atacaba Savonarola era una familia española llegada a Roma, de apellido Borja. Esta familia italianizó su apellido por Borgia, y uno de ellos, Rodrigo Borgia, llegó al papado con el nombre de Alejandro VI. Savonarola atacó a toda la familia acusándolos de pecadores, incestuosos y mentirosos. Alejandro VI pidió a Savonarola que cambiara su actitud. Primero intentó sobornarlo y le ofreció el puesto de Cardenal. El fraile no aceptó y se mantuvo en su conducta hostil. Al no cesar los ataques de Savonarola contra los Borgia, el papa amenazó a toda la ciudad de Florencia que si seguían escuchando al fraile no podrían recibir los sacramentos ni ser enterrados en tierra consagrada. Eso significaba un pasaje directo al infierno.
El papa Borgia excomulgó a Savonarola, pero él no aceptó dicha excomunión y predicó desde el púlpito de la catedral de Florencia, demostrando su manifiesta hostilidad al papa de Roma. Pero no se quedó sólo en críticas al papado: Savonarola quiso convocar a un cónclave y derrocar al papa Borgia. Para eso envió cartas a los más altos príncipes de la cristiandad: los reyes de Francia, España, Inglaterra, Hungría y Alemania, declarando que Alejandro VI no era el verdadero papa y no debía ser reconocido como tal. Lo acusó de herejía, simonía, inmoralidad, de no ser cristiano y no creer en la existencia de Dios.
Pero aquello por lo que tanto había luchado Savonarola lo había alcanzado a él mismo: el ansia de poder. Le hizo creer a toda Florencia que hacía milagros de todo tipo y que era un enviado directo de Dios. Ante semejante desatino fue desafiado a probar sus dones milagrosos. Para ello y ya que tanto amaba el fuego para purificar, sus enemigos le ofrecieron que, como prueba, camine por un camino de fuego preparado para ese fin.
El 7 de abril de 1498 estaba todo preparado, pero en lugar de Savonarola caminaría Fray Domenico Da Pescia. Y no iría al fuego solo, lo acompañaría una hostia consagrada en una custodia. Ante esta novedad, las autoridades cancelaron el evento y el pueblo se volvió contra el fraile Savonarola, sintiendo que fueron engañados. La turba tomó por asalto el convento de san Doménico y encarceló a Savonarola y a Da Pescia. Los torturaron de manera brutal e inhumana hasta que Savonarola confesó haber inventado sus profecías, visiones y reconoció que era un hereje. El proceso terminó con su sentencia de muerte, pronunciada el 22 de mayo contra Savonarola y De Pescia con la acusación de “desobediencia a Roma, injurias al Papa y apropiación indebida de profeta”.
Irónicamente debieron llegar caminando al lugar de la sentencia donde otrora ardió la “Hoguera de las vanidades”. En ese mismo lugar, se alzó una pira de madera de casi tres pisos de alto. Savonarola y De Pescia fueron ahorcados en la cúspide, sus cuerpos fueron incinerados y sus cenizas tiradas al río Arno.
Su memoria y sus pensamientos no fueron olvidados. Se inauguraron monumentos a Savonarola en Ferrara, Bolonia, junto a la basílica patriarcal de Santo Domingo de Guzmán. Y en Florencia, el lugar donde fue incinerado está marcado por un tondo de bronce en el piso. Los siglos pasaron y el tema de su condena está siendo revisado, al punto tal que en los años 80, en el capítulo general de la orden de los predicadores, se elevó el tema sobre la posible beatificación de Savonarola, solicitada oficialmente en el dicasterio de las causas de los santos para su estudio, apoyada por dos provincias de la orden dominica: La Toscana, a la que está unida también Cerdeña, y La Piamontesa. También en 1974 la orden de los predicadores había hablado sobre limpiar el nombre de Savonarola.
Savonarola fue la respuesta extrema a un período decadente de la Iglesia Católica; si se hubiera escuchado tan solo parte de su prédica, quizá otro fraile, pero de la orden de los Agustinos llamado Martin Lutero, no habría encontrado motivos para su reforma, que desembocó en el cisma de Occidente. Pero esa es otra historia.