En Argentina era veterinario y referente de reproducción animal, emigró a EEUU, estudió medicina y es una eminencia en fertilización humana

El doctor Diego Ezcurra tiene 63 años y hace 20 que vive en Boston. Su vida desde practicar 3 mil tactos rectales a vacas en dos días, hasta ser uno de los directores de una de las empresas más importantes en embriología y fertilidad humana. De vacaciones en Hawái, donde viven sus tres hijos -también argentinos- habló con Infobae y dejó su visión de nuestro país

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El doctor Ezcurra en su época de veterinario en el campo argentino: la manga llena de bosta de vaca y dos colaboradores -el de la izquierda es Sergio Esteban- dándole un mate y secándole la frente
El doctor Ezcurra en su época de veterinario en el campo argentino: la manga llena de bosta de vaca y dos colaboradores -el de la izquierda es Sergio Esteban- dándole un mate y secándole la frente

El doctor Diego Ezcurra aprendió a surfear de grande. Y en estos días monta con su tabla ni más ni menos que las olas de Hawái. Pasa sus vacaciones junto a Florencia Benedit, su esposa por más de 38 años, en la casa de su hija mayor, Catalina. En esa isla en medio del Pacífico también se radicaron sus otros hijos, Matías y Florencia. Y está loco de amor por Emy, su nieta hawaiana. Pero él no vive allí, sino en Hingham, a 30 kilómetros de Boston. “Está a muy pocos kilómetros de donde llegaron los pilgrims, los primeros ingleses que arribaron a los Estados Unidos, hay casas del 1600”.

Ezcurra es uno de los máximos referentes de la fertilización asistida a nivel mundial. Y, como tal, viaja por el planeta desparramando sus conocimientos. Habla con naturalidad de sitios como una clínica en Tokio donde hacen reproducción asistida y hay “salas de relax, con pantallas gigantes donde proyectan delfines, música, cuartos de acupuntura o digitopuntura para quitar el estrés y que el tratamiento, además de ser efectivo, sea placentero”.

Pero la ola de su viaje se inició en Buenos Aires, donde nació hace hace 63 años. Lejos de esa impoluta clínica japonesa, una foto de la década del ‘80 lo muestra sonriente en un establo, con un largo guante lleno de bosta de vaca, un peón secándole la transpiración de un lado y otro alcanzandole un mate. No siempre la vida de Ezcurra fueron hoteles cinco estrellas y viajes en primera. En esa imagen, ni siquiera su título era el de médico, sino el de veterinario.

En el laboratorio de sanidad animal, sus comienzos como veterinario
En el laboratorio de sanidad animal, sus comienzos como veterinario

“Cuando terminé el secundario tenía inclinación por la pediatría. Pero mi padre era veterinario. Y pensé que si era médico y cometía un error me sentiría muy mal por el daño causado. Entonces decidí seguir sus pasos estudié veterinaria. Pero fijate, hay una similitud con la pediatría: un bebé no te dice qué le duele, igual que un animal. Tenés que tener mucho ojo clínico. Y yo me especialicé en el campo”.

Comenzó haciendo sanidad reproductiva en varios campos: “Los animales tienen objetivos reproductivos. Se necesita que lleguen a los 18 meses o 2 años y puedan generar un ternero por año. Si no lo hacen, están comiendo pasto sin producir nada. No sirven. La salud reproductiva implica chequear que las hembras son fértiles, si tienen útero, si están los ovarios, si están ciclando; y en el macho que los testículos funcionen, que produzcan semen de calidad. Y cuando está todo chequeado, hay que ponerlos en servicio. A los 60 o 90 días hay que hacerles un tacto rectal para saber si las vacas están preñadas o no. Si están preñadas van para un lado, si no, para otro. A éstas, si son jóvenes les das una oportunidad más, de lo contrario van al matadero y se transforman en carne. Ahí empecé”.

En la pista central de La Rural, con una vaca de exposición
En la pista central de La Rural, con una vaca de exposición

Aún cuando la vista del mar en Hawái pueda parecer insuperable, Ezcurra extraña aquellos jóvenes años en los que meter mano en las vacas era su forma de ganarse el pan. “Trabajar en el campo es genial… Me pone un poco loco cuando escucho en Argentina que en el campo son todos oligarcas y yo que sé… Me pone loco porque trabajé 23 años ahí y sé lo duro que es. Estás con sol, lluvia, nieve, viento, lo que venga. Y te la tienes que bancar, eh... laburás en condiciones que muchas veces no son las ideales. Pero la gente de campo es lo más noble que hay. Son humildes y preparados. Yo hacía 400 kilómetros por día para llegar y después estaba dándole 12 o 14 horas, y no era chiste. Era durísimo pero gratificante. Disfruté muchísimo ese tiempo”.

Por entonces, Ezcurra veía a su padre “trabajar como loco”. Y se dio cuenta de que había otra forma de realizar esa tarea. “Yo iba a campos donde tenía que hacer entre 3 a 4 mil tactos rectales en dos días, ponele. Estás parado al lado de la vaca, alguien le sujeta la cabeza, otro le levanta la cola y vos metés la mano. Era una locura, inhumano. Cuando vivía en Argentina era un dólar por cada tacto. Te mantenía vivo pensar que el sacrificio lo están pagando. Tenía 23, 24 años, pero ese ritmo no lo podía mantener mucho”.

Hincha de River, hoy a la distancia goza y sufre por el equipo de Gallardo
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En esos años había un centro de reproducción asistida llamado La Primavera, de Mario Bustillo, que operaba con animales de mucho pedigree, muy buenos en eso de convertir pasto en carne de gran calidad. El padre de Diego era amigo suyo y cuando necesitó un veterinario, lo hizo entrar. “Tenían tecnología de los Estados Unidos. Había dos, el otro lo tenía Amalita Fortabat. Ahí me metí en el mundo de la reproducción avanzada, hacíamos microcirugías de embriones de tres y cinco días para generar gemelos idénticos. Si vos agarrás diez embriones y los metés en forma individual en receptoras, podías tener seis o siete gestaciones. Pero partiéndolos al medio, implantabas el doble de embriones y obtenías tenía el 100% de gestaciones con respecto al número original. Y a veces más…”

En 1990, Ezcurra viajó a los Estados Unidos para especializarse aún más. Se anotó en la Universidad de Davis. “Allí hacíamos animales transgénicos, mezclas de ovejas y cabras… y todo eso con microcirugías. El concepto original era buscar maneras de conseguir genes para fines específicos. Por ejemplo, si alguien con diabetes necesita inyectarse insulina, ¿no sería mejor que viniera en la leche, que la produjeran los animales? O los antibióticos… No se logró, nadie lo logró. Pero volví con mucho conocimiento y contactos de especialistas en reproducción. Cuando regresé empezamos a mejorar en la producción de embriones. Ya no nos hacían falta las microcirugías para producir más terneros. Pasamos de tener 2,5 de terneros por tratamiento de estimulación ovárica a conseguir 7,5”.

Ezcurra viaja por todo el mundo como representante comercial de Merck. Aquí, con dos especialistas en fertilidad en Vietnam
Ezcurra viaja por todo el mundo como representante comercial de Merck. Aquí, con dos especialistas en fertilidad en Vietnam

Tres años antes de su viaje, una compañía que vendía las hormonas para los tratamientos de estimulación ovárica en humanos se introdujo en el mercado de la reproducción asistida de animales. Empezaron a generar protocolos veterinarios similares a los que se usaban en mujeres. “Para que te des una idea, 80 años atrás se trataba la infertilidad femenina con hormonas de yeguas preñadas o porcinos. En los animales fue al revés. Esto lo trabajamos en Argentina junto a la Universidad de Milán, porque el inventor de este protocolo fue un italiano. Nos convertimos en la rama veterinaria de la compañía. Y en el año ‘92, en Bélgica, a un italiano que hacía experimentos para solucionar la infertilidad masculina, se le ocurrió inyectar espermatozoides a través de la micromanipulación, lo que hacíamos nosotros con animales en los ‘80. Lo llamaron Intracitoplasmatic sperm injection”.

Fue una revolución, asegura. El problema es que casi ningún médico sabía hacer micromanipulación. El laboratorio, entonces, posó sus ojos en el veterinario Ezcurra. “Me conectaron con médicos de fertilidad humana y les enseñé las técnicas. Así empezó mi conexión con la medicina reproductiva humana”, cuenta.

Ya había establecido su propia compañía, llamada Ezcurra Transferencias Embrionarias. “Íbamos muy bien, teníamos buenos clientes, que tenía animales de alta calidad. Los reproducíamos, generábamos embriones, los vendíamos congelados, o se vendían las gestaciones…”

En una de las conferencias de las que participa
En una de las conferencias de las que participa

Y llegó ese año que fue un hachazo en la historia argentina, el 2001. “Un amigo que estaba trabajando en Salta para una compañía norteamericana me escribió. Trajeron una raza australiana, los que producían esos embriones eran neocelandeses. Mandaron mil ejemplares y esperaban tener un 50% de éxito en la implantación. Es decir, cada 10 embriones transferidos, 5 gestaciones. Desde el punto de vista comercial eso no era lo ideal. Mi amigo me dijo ‘si llegás a eso, me fundo’. Mi respuesta fue que yo no era Dios pero intentaría hacer lo mejor. Logramos el 70%. Todos estábamos contentos. Fue el último trabajo que hice en Argentina, porque llegó la crisis que nos golpeó a todos. Pasé de trabajar con un peso un dólar a un peso cuatro dólares. Es decir, tenía que trabajar cuatro veces más para hacer la misma cantidad de dinero en divisa extranjera. Todos los insumos que usaba venían del exterior, la rentabilidad se reducía en forma tremenda”.

Ante ese panorama, Ezcurra apeló a lo aprendido en aquellas mañanas de invierno, con el campo escarchado: “me arremango y le meto para adelante”. Ese rasgo que, señala, distingue a los argentinos. “Yo admiro mucho esa flexibilidad que tenemos para adaptarnos a distintas circunstancias. Con eso, en cualquier lugar del mundo civilizado, pasas a tener un valor agregado que la mayoría no tiene. Y justo en ese momento recibí dos ofertas de trabajo: de la compañía de Nueva Zelanda y de la compañía con que había trabajado en los ‘90 y se habían ido a los Estados Unidos, pero ya en el área médica”.

En su casa de Hingham, a 30 kilómetros de Boston, preparado para una conferencia con el mate al lado
En su casa de Hingham, a 30 kilómetros de Boston, preparado para una conferencia con el mate al lado

Aquello, sabía, era renunciar a lo que había hecho durante tantos años. “Nunca me quise ir de la Argentina, amo a mi país”, reconoce. Ya en el tiempo en que estudió en la Universidad de Davis se podría haber quedado en los Estados Unidos. Sus hermanas vivían en San Francisco, pero eligió regresar. Esta vez fue distinto. Quien lo hizo reflexionar fue su hijo, entonces de 12 años: “En mi familia ya hablábamos de las dos ofertas que tenía. Un día volvió del colegio y me dijo: ‘papá, acá tenés una sola opción. Si te vas, tenés tres. Si no te gusta afuera, volvés, si tus clientes te adoran…’. Fue genial. Vendí lo que tenía, y con lágrimas en los ojos, me fui. Pasaron dos trenes adelante mío y tomé uno. Cerré una etapa de mi carrera, durísima pero genial. Aprendí mucho de la gente de campo. Y pasé de estar a 40 grados en el norte rodeado de mosquitos a una oficina de la firma Serono en Boston”.

Entró como una conexión entre la compañía y los médicos de reproducción avanzada en humanos. “Fue arrancar de vuelta, ser un don nadie. Pero me bullía la sangre. De reproducción sabía un montón, de embriología más que muchos médicos de medicina humana, pero no tenía el título. Al segundo año pasé a ser el director de los medical liason en todo Estados Unidos. Y al tercer año me nombraron Director Medical Operations. Entonces empecé un Master para tener un título de medicina humana en embriología y andrología en el Jones Institute, en el Eastern Virginia Medical School. Al quinto año, cuando lo terminé, me nombraron Director Médico de Fertilidad en los Estados Unidos, y al sexto año me ofrecieron ser Director Científico de la Compañía en Ginebra, Suiza. Pero como estaban muy bien en los Estados Unidos, y mis hijos estaban estudiando, les dije que no. Lo aceptaron y me nombraron Director Científico Global de Merck (Nota: la firma alemana que adquirió a Serono en 2006)”.

Con su mujer Florencia, sus tres hijos, su cuñada y le pequeña Amy, "mi princesita hawaiana", como nombra a su nieta
Con su mujer Florencia, sus tres hijos, su cuñada y le pequeña Amy, "mi princesita hawaiana", como nombra a su nieta

Hoy, Ezcurra está a cargo de la parte comercial de dicha empresa. “Los últimos 14 años viajé por todo el mundo, he conocido a los especialistas más importantes en medicina reproductiva humana”. Admite que “no es fácil el tratamiento por infertilidad. Hay una frustración y una ansiedad terrible, porque son muchos pasos donde el estrés es muy grande”. En cuanto al porcentaje de éxito, señala, se relaciona con distintas variables, “sobre todo con la edad de las células que se van a utilizar, que es la edad de la paciente. Cuando una mujer es un feto que está en la panza de la madre, multiplica las células en el ovario para generar folículos primarios, que tienen un óvulo cada uno. A los cinco meses de gestación tiene 7 millones de folículos, pero después empiezan a mori. Cuando esa mujer nace tiene 2 o 3 millones. Cuando llega a la pubertad, que empiezan los ciclos reproductivos, tiene 400 mil. Y después de aproximadamente 400 ciclos, quema esos 400 mil óvulos. a medida que avanza la edad, menos cantidad de óvulos tiene y menos calidad. Hoy, para muchos aspectos de la vida, los 40 años son los nuevos 30, pero no para los ovarios. Sin embargo, si se siguen todos los pasos de un tratamiento, hoy las chances de gestar un hijo a pesar de tener problemas de fertilidad son elevadas”.

En su casa, este médico y veterinario tiene dos banderas: la de Estados Unidos (porque tiene la ciudadanía de ese país) y la Argentina. Y además, algunas banderas y gorros de River Plate, porque se puede cambiar de país, pero de pasión -ya nos contó El secreto de sus ojos- sabemos- no. “Amo a la Argentina -dice, y se nota la emoción en la voz-. La creatividad nuestra es incomparable. Yo estoy agradecido por ese entrenamiento. Y me cansé de ver argentinos capaces y súper exitosos por el mundo”.

Ezcurra, hoy en Hawái, disfrutando de un atardecer en el Pacífico
Ezcurra, hoy en Hawái, disfrutando de un atardecer en el Pacífico

La última pregunta para Ezcurra es si alguna vez pensó en regresar. Es el disparador para un monólogo, casi una catarsis de alguien que emigró a su pesar. Arranca por su presente: “Aquí, en vez de despertarme a las 5 de la mañana como en la Argentina, si quería podía empezar a las 9 y darle hasta las 5. Tenía libres, en total, 2 días por semana, 8 al mes, 96 al año, más vacaciones. Más o menos 4 meses de tiempo para mí. Como nunca cambié, seguí con mi ética de trabajo: a las 6 estaba en la oficina, así que cuando mis compañeros llegaban, me encontraban. Cuando se iban, me quedaba dos horas más. No me podían alcanzar nunca. Acá progresé de una manera increíble. La diferencia es que nadie me bicicletea: cuando me decían que la plata estaba depositada, estaba. La calidad de vida es insuperable: me puedo ir de vacaciones con las puertas abiertas y no pasa nada. La primera vez que me pasé de vivo con la velocidad me cobraron 100 dólares de multa, mas 100 dólares por kilómetro que me excedí, mas un incremento en el seguro durante 5 años. Acá te educan.

Culmina con su mirada sobre nuestro país: ¡Claro que siempre añorás a tus amigos! Pero leo todos los días el diario de allá, veo que el 71% de los jóvenes emigrarían si pudieran. Aunque pasaron 20 años, siguen las mismas miserias de la gente que quiere vivir sin hacer nada. Acá no son los más trabajadores del planeta, pero todos trabajan en promedio 8 horas. Cuando me fui, después de aportar 20 años al Colegio de Veterinarios, me hicieron firmar un papel que no me debían nada. Le aporté al Estado 20 años, no me devolvieron nada de eso. ¿Qué voy a hacer? Me lo planteé por un tiempo. Volver de visita, sí. Pero a vivir, no. Me hace mucho mal el daño que le hacen a la Argentina sus dirigentes. En Boston, en una de las avenidas más importantes -Commonwealth Avenue-, hay una estatua de Domingo Faustino Sarmiento. Venía a contratar maestras para llevarlas a la Argentina y les pagaba más que en Estados Unidos. No éramos brutos. Pero desgraciadamente están destruyendo a un país que es fenomenal.

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