
Un bosque silencioso, de una belleza inusual, esconde una historia desoladora, que rompe el corazón. Árboles altos, fuertes, majestuosos. La elegancia de las hojas caídas con armónico desorden sobre el césped, las flores de colores tenues engalanan el cerrado bosque, los pájaros dejan oír su canto ahí dentro, en ese paraje de ensueño, el espíritu se hiela. El aire es denso y la atmósfera de dolor se impone. El horror está en el aire.
Tarnow era una pequeña ciudad polaca con una vida cotidiana tranquila, una vida de provincias. Sus habitantes reían, lloraban, trabajaban, se divertían. Se enamoraban, se peleaban. Cada uno tenía su oficio. Había sastres, relojeros, zapateros, médicos, policías, artistas y abogados. Pero el ritmo y la historia de la ciudad se modificó, como todo, cuando los atravesó la Segunda Guerra Mundial.

Ya nada volvería a ser lo mismo. La invasión alemana se hizo sentir con la persecución a los judíos. El orden fue el de siempre, el método nazi: primero la reclusión en un gueto; luego, la Solución Final.
Alrededor de 10 mil personas de Tarnow fueron masacradas: más de 6.000 judíos y unos 2.000 polacos católicos. En junio de 1942 se produjo el pico de alienación y barbarie.

Los habitantes de Tarnow fueron arriados a unos 10 kilómetros de su pueblo, al sereno bosque de Buczyna, en Zbylitowska Gora. Allí, entre los árboles inmensos con varios siglos de antigüedad, se produjo la masacre. Los fusilamientos se daban con sádica y pertinaz constancia.
Los cuerpos se apilaban uno sobre otro. Una montaña de cadáveres en la que se hacía imposible determinar dónde empezaba uno y dónde terminaba otro. Alguno polacos lograban una corta sobrevida cavando las fosas en las que serían escondidos (ese era el fin: esconderlos, no darles una sepultura digna) los cuerpos.

A los soldados nazis se les presentó otro problema que no habían calculado pero que resolverían con similar crueldad. Los hijos pequeños de estos padres y madres aniquilados habían quedado depositados en una casa de pequeñas dimensiones, de apenas dos ambientes, en el que en uno de sus típicos eufemismos los nazis habían bautizado como orfanato.

Bajo el cuidado de nadie, separados de sus padres para siempre, los chicos –había bebés y los más grandes apenas tenían 8 años– hacinados, sin alimentos, sin bebidas, sin las menores condiciones de higiene, permanecieron varios días sin que nadie les prestara demasiada atención.

Los chicos, encerrados, caminaban entre sus propios excrementos, con hambre; los llantos y los gritos eran desgarradores. La situación se tornó insoportable. La decisión no tardó en tomarse. Esos niños serían masacrados.
Alrededor de 800 fueron transportados al bosque de Zbylitowska Gora y fusilados en medios de llantos, gritos y desesperación. No puede haber nada que se acerque más a una escena dantesca que eso. Luego fueron depositados en las fosas cavadas en medio del bosque.

August Hafner, comandante nazi presente en el lugar, alguna vez, años después de la masacre, contó: "Los niños iban siendo traídos al medio del bosque en un tractor. Los bajaban a la fuerza, los alineaban y luego les disparaban en la nuca. Iban cayendo uno a uno en la fosa. Los sonidos eran indescriptibles: nunca olvidaré esas escenas por el resto de mi vida, es muy duro vivir con eso. Recuerdo muy especialmente a una pequeña niña pelirroja que me agarró de la mano cuando pasó por al lado mío. Ella también fue ejecutada".

En la actualidad, luego de atravesar unos estrechos y sinuosos caminos se ingresa al bosque. Las fosas se alojan en medio de los árboles altísimos.

En medio del predio se encuentra un monumento con un gran honor y que pide por el honor de las víctimas que yacen allí.

De allí derivan algunos senderos que recorren un par de pendientes y que llevan hasta las fosas. Las hay cercadas de azul y otras de cercas blancas. Las primeras corresponden a judíos y judías. Las blancas a polacos. Pero hay una más que rebalsa de dibujos, juguetes, velas y fotos. Es la fosa de los niños masacrados por los nazis.

El equipo de rodaje de Marcha por la Vida estuvo ayer en el lugar. Mario Borovich, su director de contenidos y guionista, expresó: "Mientras miro las fosas no puedo dejar de preguntarme cómo la humanidad es capaz de semejante salvajismo".

"Es imposible estar ahí sabiendo lo que ocurrió, sin preguntarnos por qué. Y no alcanzan las explicaciones, sobre todo al ver la fosa donde están los niños. Ese espacio conmueve inevitablemente. Es el lugar donde cualquier intento de explicación de los hechos se vuelve más frágil que las hojas secas que contrastan el verde del bosque donde están las fosas", dijo emocionado.

Por su parte, Victoria Bornaz, productora ejecutiva y fotógrafa, narró su experiencia: "Pensar en el martirio de los más pequeños hace que se te cierre el estómago. Nadie puede pasar por aquí sin sentir la injusticia, un profundo dolor y con preguntas sin respuestas".

"Pienso en mi hijo Amadeo, pienso en sus manitos y en su sonrisa y en él veo a la de todos esos niños que no pudieron seguir viviendo. Camino un poco entre los árboles, escucho un ratito el viento, me seco las lágrimas y me voy con el compromiso de hacer todo lo posible en cada oportunidad que se me presente para que la sonrisa de un pequeño sea más duradera".

El clima de congoja, recogimiento y dolor perpetuo que atraviesa ese bosque es difícil de transmitir. El silencio se impone. El silencio clama por justicia. Ese silencio grita de manera permanente, en un alarido que no se apaga nunca, que no se olvide a esos chicos. Que ese recuerdo sea el que impida que la barbarie vuelva a suceder.
(Fotos: Archivo Walter Von Reichenau y Victoria Bornaz)
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