
Diciembre comprime el tiempo. En pocas semanas aparecen el balance, el cierre, la foto final. Y, casi sin darnos cuenta, una exigencia moderna: no alcanza con terminar el año; hay que mostrar y demostrar, que se terminó bien. El problema no es celebrar sino la idea, de que la celebración debe verse impecable, y que la emoción correcta es la felicidad pero en una forma idealizada, completa, sin manchas, sin grietas. Una felicidad que sirva para ser exhibida, quizás vivida, pero en segundo plano de importancia.
No es culpa de las redes sociales, no inventaron esa presión, pero sí son el gran amplificador. En Argentina, hacia fines de 2025 se estimaban 32,9 millones de identidades de usuarios de redes sociales (71,7% de la población).
Esa vidriera permanente convierte lo íntimo en ranking: quién viajó, quién brindó en lugares glamorosos, quién “cerró ciclos”, quién mostró una familia perfecta. La sensación de “todos están bien…pero yo no” se instala en los observadores: una consulta habitual.
Sin embargo, conviene una mirada desapegada del tema. La evidencia no sostiene una idea simple del tipo “redes = daño”, demonizando la tecnología. Los efectos sobre el bienestar del uso de redes suelen ser pequeños y muy dependientes del contexto y del estilo de uso; por ejemplo, no es lo mismo participar de forma activa que consumir pasivamente contenido ajeno.

Un estudio metanalítico sobre 141 estudios respalda estos datos. De manera resumida lo que todos estos estudios muestran es que no es la herramienta; sino el modo de usarla. El problema, entonces, no es la tecnología en sí misma sino el modelo emocional que subyace y que se volvió norma.
La pregunta no es si las redes son las culpables sino: ¿qué tipo de felicidad nos están vendiendo, y yo consumo, como norma? El ideal de la felicidad perfecta, es una felicidad impecable, exhibible, optimizada como si fuese un organismo al cual se le agregaron extensiones que naturalmente le son ajenas.
Como todo ideal imposible, produce dos efectos: ansiedad por alcanzarlo y vergüenza por no lograrlo. En su fórmula famosa, Baudrillard plantea que “el mapa precede al territorio”: es decir primero aparece el guion (la foto, la historia, el post), y después intentamos vivir a la altura de ese guion (Baudrillard, Simulacres et simulation, 1981).
La felicidad perfecta funciona como un ideal de rendimiento emocional. No alcanza con estar bien: hay que estar bien de un modo exhibible, de puesta en escena en lugar del real bienestar. Ese mecanismo se alimenta de un viejo y conocido fenómeno psicológico: la comparación social.

En redes, la comparación suele ser “hacia arriba”, con los que uno supone están en una mejor situación que uno. En la realidad, uno se mide contra versiones editadas de vidas ajenas, seguramente alejadas de su propia realidad.
Y cuando esa comparación se vuelve hábito, aparecen efectos previsibles: insatisfacción, sensación de atraso vital, ansiedad por “ponerse al día” y en algunas personas, una soledad subjetiva, que es la de estar con otros, pero sintiéndose fuera del grupo o anhelando otro escenario.
Además, diciembre es un amplificador emocional, si bien lo vemos en manifestaciones de violencia e intolerancia, también vivimos con mayor sensibilidad todo. En las fiestas clásicamente se espera que se relacionen con alegría, pero también traen duelos, tensiones familiares, presiones económicas y cansancio acumulado.
En una encuesta de la American Psychological Association (APA), casi 9 de cada 10 adultos dijeron sentir estrés en esta época por motivos como dinero, ausencias y conflictos.

Pero hay un giro útil y sano, y es cambiar el objetivo, la perspectiva: pasar de perseguir una felicidad perfecta, y aceptar una imperfecta, o más simplemente una alegría suficiente. Una forma de estar bien que no necesita actuación para existir. El gran psicoanalista inglés Donald Woods Winnicott, se refería en cuanto a la madre, a la necesidad de no buscar la madre perfecta, sino una lo suficientemente buena”
El constructo de algo suficiente frente aquello perfecto, puede ser uno de los anexos básicos para una buena salud mental. ¿Qué significa “alegría suficiente”? Es poder disfrutar algo sin exigirle que sea la respuesta o solución a todo; poder estar con otros sin convertir cada escena en prueba de que “uno está bien”; poder aceptar que el año fue mixto con sus luces y sombras y que, aun así, hay motivos legítimos para agradecer.
En clínica, muchas veces el progreso empieza cuando una persona reemplaza el ideal de “vida perfecta” por una idea más realista, más vivible, practicable y especialmente real. Una vida con momentos buenos y momentos grises, con amor y fastidio, con logros y deudas pendientes. No se trata de resignación sino de madurez.
Esa felicidad “imperfecta” tiene una ventaja y es que se puede hacer algo por ella. Algunos ejemplos son:

- Retrasar la exhibición en redes. Vivir primero la experiencia sin pensar en el posteo, y publicar después, si es que se necesita hacer. Esa postergación de la pulsión, rompe el reflejo de convertir la experiencia en contenido y obliga a una pregunta básica: “¿cómo lo viví?”, en lugar de “¿cómo se ve?”. O “cuantos lo vieron o dieron likes”. En otros casos, el desgaste no vendrá de “estar en redes”, sino de estar en redes como espectador permanente.
- Diseñar un ritual pequeño y propio. Las sociedades tradicionales ordenaban el tiempo con gestos: la mesa, el brindis, visitas, llamadas. La modernidad los reemplazó por un consumo de estímulos. Recuperar un gesto propio, una caminata después de cenar, cocinar con alguien, llamar a una persona específica, significativa, escribir sobre algo que estoy agradecido. En realidad son recetas de hace siglos, pero “lo viejo también sirve”.
- Pasar de la comparación, la exhibición, al vínculo. Del “¿cómo estoy frente a otros?”, a “¿con quién comparto o me gustaría compartir lo que vivo?”. Son dos constructos conceptuales distintos. Cuando el fin de año se vive como ranking, nuestra mente nos juzga. Cuando se vive como vínculo, la mente recupera otros circuitos más ligados a la percepción del otro empáticamente, y no como juez que nos cuestiona.

Por otro lado, lo que se finge no se procesa. La felicidad perfecta, cuando funciona como máscara, impide elaborar lo que duele; y lo no elaborado vuelve en irritabilidad, explosiones emocionales diversas o esa tristeza/vacío de enero cuando “ya pasó todo” y uno queda sin estímulos nuevos. La felicidad imperfecta, en cambio, permite algo más sano: estar bien sin negar y a pesar de lo que sentimos que falta.
Es cierto, no hay que idealizarlo: hay familias difíciles, hay duelos, hay gente que la pasa mal. Precisamente por eso, el objetivo razonable no es la perfección ideal, sino una noche suficientemente buena, un encuentro posible, un cierre honesto y sincero con uno mismo.
En cuanto al “balance total”, en vez de buscar el gran veredicto del año, que puede derivar en cruel autocrítica, probar un cierre también parcial y hasta quizás insatisfactorio, por ejemplo, tratar de detectar qué nos hizo bien, qué nos desgastó, y qué vale la pena repetir. Ese trabajo de reestructuración cognitiva, hasta usando un diario, puede ser de suma utilidad. Ese camino no se declama, sino que es un programa de trabajo marcado por constantes decisiones pequeñas.

Preguntas que nos pueden orientar son:
- ¿Qué me drenó energía de manera repetida y ya no quiero normalizar?
- ¿Qué vínculo, acción, práctica etc., por pequeña que sea, me hizo bien y merece continuidad?
- ¿Qué ideas sobre mí y los demás sostuve este año, y cuál fue el resultado de ellas? Esto puede ser una expectativa exagerada o, por el contrario, algo que fuí capaz de sostener y dio buen resultado.
Este tipo de cierre es tradicional, en su espíritu. Es decir, ordenar, agradecer, reconocer límites y, por otro lado, es moderno y práctico en su forma breve, aplicable, sin solemnidad. También es más compatible con una vida adulta real actual en la cual hay de todo: trabajo, cansancio, conflictos, incertidumbre, y no por eso es sinónimo de infelicidad.
En cuanto a las fiestas, una noche “suficientemente buena” vale más que 20 posteos/ fotos editadas perfectas. Esta última deja la resaca y el ruido de lo carente de autenticidad que en algún momento inevitablemente nos asalta. Lo anterior deja memorias reales, no imágenes y representaciones ilusorias. Y seguramente no saldrá perfecto, pero quizás eso sea la garantía de que es real.
Y eso, para un fin de año tan intenso, basta.
Es suficiente.
* El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista
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