
En el año 2000, mientras buena parte de América Latina aún debatía cómo mantener en pie las ficciones reguladoras heredadas de regímenes autoritarios o de modas keynesianas mal entendidas, España hizo algo que para muchos enamorados de las castas gremiales parecería impensado: desreguló el corretaje inmobiliario.
Lo hizo sin gradualismos, sin rodeos y sin necesidad de campañas de sensibilización ni pactos institucionales con las corporaciones. Lo hizo por decreto. Y paradójicamente, al hacerlo, dejó en claro que el verdadero orden no surge del control, sino de la competencia genuina.
El Real Decreto-ley 4/2000, firmado por el entonces presidente José María Aznar, eliminó de cuajo la exigencia de título universitario y la obligatoriedad de pertenecer a un colegio oficial para operar como agente inmobiliario. Sin diplomitas, sin escudos, sin rituales de iniciación.
Cualquiera que tuviera conocimiento, experiencia o simplemente ganas de ganarse la vida podía ofrecer sus servicios libremente. Sin un tribunal disciplinario mirando por encima del hombro, sin una cuota mensual que pagar por derecho a trabajar, sin la validación sacrosanta del número de matrícula detrás del apellido.
¿El resultado? No hubo caos. No hubo colapso. No hubo estampida de estafadores ni apocalipsis habitacional. Lo que sí hubo fue más dinamismo, más competencia, más diversidad de modelos de negocio, más oportunidades reales para emprender, más innovación y una reducción sustancial de los costos de intermediación.
Mientras algunos vaticinaban una especie de “inmobiliariogedón”, como ocurre hoy en una suerte de ridículas campañas del miedo, el mercado español simplemente hizo lo que cualquier mercado hace cuando se le permite respirar: funcionó mejor.
La medida no surgió de la nada. Fue la respuesta directa a una economía que mostraba rigidez. El gobierno entendió que liberalizar no era regalarle el sistema a los aventureros, sino devolverle la soberanía a los ciudadanos. Entendió que la idoneidad no se garantiza con papeles, sino con reputación, y que el consumidor no necesita que lo protejan de sí mismo, sino que lo dejen elegir.
El sector inmobiliario en Argentina
En Argentina, seguimos atrapados en una lógica invertida: para vender una propiedad se necesita un título universitario, una matrícula, una colegiación, un dios pagano que nos bendiga desde el altar del expediente, y una cuota mensual que a veces parece más castigo que respaldo.
El gobierno provincial de Entre Ríos ya solicita una licenciatura de cinco años en Corretaje inmobiliario, algo tan absurdo como extremo, teniendo presente que en países libres la misma actividad recibe instrucciones de hasta nueve días. En nombre de la profesionalización, los propios actores preparados en pocas semanas crearon un sistema corporativo que expulsa, encarece, uniformiza y empobrece la oferta, todo en nombre de una “calidad” que nadie puede explicar, pero que todos están obligados a respetar. Como si la mediocridad adquiriera categoría ética por el solo hecho de haber sido sancionada por ley.
Lo curioso es que los mismos que se espantan ante la idea de desregular en Argentina, aplauden el modelo español cuando vacacionan en Madrid o firman un contrato de alquiler en Valencia. Allá no se sienten inseguros. No preguntan si el agente tiene matrícula. No exigen ver un diploma. Simplemente confían, porque el sistema funciona. Porque en un entorno libre, los malos desaparecen solos y los buenos prosperan sin pedir permiso.
La desregulación española no fue un salto al vacío: fue un acto de sentido común. Fue una decisión política con consecuencias económicas. Fue, sobre todo, una apuesta a la madurez cívica de su sociedad. Y es hoy una referencia ineludible para cualquier país que quiera abandonar la inercia corporativa y caminar hacia un mercado verdaderamente libre.
Argentina puede seguir atrapada en su laberinto regulatorio, o puede mirar hacia los casos de éxito como España y entender que el futuro no se construye blindando privilegios, sino soltando cadenas. Que no hay mejor regulador que la competencia, ni mejor garantía que la libertad. Que el Estado no necesita autorizar a nadie para trabajar, y que el consumidor no necesita permiso para elegir.
Desregular no es desproteger. Es confiar. Y si España lo hizo hace más de veinte años, sin tragedias ni traumas, entonces la pregunta ya no es si se puede. La pregunta es, simplemente, ¿por qué no lo hicimos antes?
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