La batalla oficialista en la era de la posverdad

En su cuarta versión, el kirchnerismo reformuló la estrategia con el objetivo de siempre: controlar la opinión pública. ¿Cómo le fue?

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El presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Kirchner durante la apertura de sesiones ordinarias del Congreso, el 1° de marzo de 2023. REUTERS/Tomas Cuesta
El presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Kirchner durante la apertura de sesiones ordinarias del Congreso, el 1° de marzo de 2023. REUTERS/Tomas Cuesta

Una de las cosas que dejó el período 2003-2015 fue la devoción de parte de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner por controlar la opinión pública. El surgimiento de nuevos medios de comunicación, la frustrada Ley de Medios, el manejo discrecional de la pauta oficial y tantas otras acciones oficialistas durante aquellos años no bastaron para lograr el cometido: manejar qué se dice, cuándo se dice, cómo se dice y por dónde se dice.

La estrategia implementada en la “década ganada” se puso en práctica a partir de la construcción de un relato maniqueo de la realidad, que tuvo como pilar fundacional la utilización de los medios públicos, el surgimiento de medios paraoficiales y la inédita aparición de los autodenominados periodistas militantes. El plan parecía perfecto, pero el avance de las nuevas tecnologías le jugó en contra al oficialismo.

En aquel entonces le nació un competidor no previsto en un principio, que fueron las redes sociales, las que no solo le dieron voz a quienes no la tenían, sino que también le dieron visibilidad a aquellos eventos que se intentaron invisibilizar desde el poder. Alcanza con recordar las históricas manifestaciones del 8N o el 18A a las que, en un principio, solo teníamos acceso vía Twitter o Facebook.

El cacerolazo del 8 de noviembre de 2012, recordado como 8N
El cacerolazo del 8 de noviembre de 2012, recordado como 8N

En los cuatro años fuera del poder -entre 2015 y 2019- el desprecio por los hechos fácticos, la aversión por el dato y el fanatismo por controlar lo que se dice fue algo que, pese a las falsas credenciales de moderación presentadas en la última campaña nacional, el actual oficialismo no modificó. Sin embargo, el mundo cambió y frente a esto, el cuarto gobierno kirchnerista, barajó y dio de nuevo en la pelea a dar: en la era de la posverdad, y ante la imposibilidad de controlar la oferta de creadores de mensajes y, por ende, una reconfiguración de la conversación pública, el oficialismo buscó como objetivo principal imponer la propia interpretación de los hechos, sin importar lo que suceda. Una suerte de gobierno de la interpretación mientras transcurre el gobierno de la no gestión.

Tal como ocurre en la política económica oficial -por nombrar solo un área- la mirada anacrónica de la realidad también se manifiesta en la relación con la conversación pública. La devoción por controlar la opinión pública -que es muy distinto a controlar la agenda pública- devino en la política pública de la desinformación.

Si en la “década ganada” hubo una construcción de medios paraoficiales que oficiaban de emisores para reproducir el propio relato, ahora son los propios funcionarios los que desinforman sin importar los hechos fácticos. El método consiste en, a partir de un problema, realizar un diagnóstico y reproducir una versión propia hasta lograr la instalación definitiva en la opinión pública.

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Este modus operandi se reprodujo durante los más de tres años de gestión que lleva el Frente de Todos gobernando el país. Se observó desde el primer escándalo de magnitud que tuvo el gobierno cuando hubo un reparto discrecional de las vacunas contra el Covid hasta nuestros días. En el medio, hay múltiples ejemplos. Uno de los últimos es la victimización e instalación de una supuesta proscripción a Cristina Kirchner o la campaña de #MacriMufa, la cual continuó incluso durante todo el Mundial.

En la implementación de la política pública de la desinformación no importa que no haya ningún tipo de impedimento legal y que CFK sí pueda ser candidata, si así lo desea. O que Argentina gane el Mundial con la presencia del ex presidente en cancha. Lo que sí importa es adoptar la versión oficial y repetirla hasta que la mayor cantidad de gente crea que es verdad.

Pese a los desmedidos intentos oficialistas, la nueva estrategia fracasó. Y fracasó desde lo político hasta lo comunicacional. En primer lugar, por las numerosas internas que existen en el seno del oficialismo. Ni el recambio de gabinete con la llegada de cuadros con “volumen político” hizo que las diferencias se dirimieran puertas para adentro. En segundo, por la frustrada gestión que empeoró todos los índices existentes. Frente a este escenario, los errores en materia de comunicación fueron imposible de evitar porque, una vez más, no es la comunicación, sino la política.

La novedosa inclusión de una vocera tampoco ofreció mejores resultados, más bien lo contrario. En lugar de construir los consensos necesarios para gobernar, más aún en la era de la pospandemia, la portavoz se dedicó a construir enemigos y su rol pasó del intento de darle vida a una narrativa oficial a las constantes críticas a los medios y a la “derecha”, entre otros. Además, tuvo la compleja tarea de reinterpretar y morigerar cada uno de los furcios a los que nos acostumbró durante estos tres años Alberto Fernández.

En resumidas cuentas, la tesis kirchnerista recuerda a la teoría nietzscheana sobre la preponderancia de las interpretaciones por sobre los hechos y lo que planteaba Foucault, quien apoyaba a Nietzsche, pero agregaba que el poder era la capacidad de instalar la propia interpretación como verdad. A juzgar por el filósofo francés, solo resta rendirse ante la evidencia del fracaso y ver la transición hacia el ocaso.

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