Feminista en falta: “Ellas hablan”, un acto de imaginación femenina

En la película de Sarah Polley, un grupo de mujeres de una colonia menonita debate cómo seguir adelante después de años de violencia machista. La pregunta admite tres opciones: ¿deben quedarse y perdonar, quedarse y luchar, o irse para siempre? Pero tal vez tengan menos alternativas de las que piensan

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Una escena de Ellas hablan, la nueva película de Sarah Polley protagonizada por Rooney Mara
Una escena de Ellas hablan, la nueva película de Sarah Polley protagonizada por Rooney Mara

El miércoles me desperté con un mensaje de Zahra por Instagram. Zahra es iraní, vive en Teherán con su marido y su hijo de seis años y hablamos por primera vez en agosto de 2021, cuando el Talibán tomó Kabul. Zahra no se llama Zahra, pero ya entonces me pidió que resguardara su identidad por temor a las represalias: estaba segura de que el destino de las afganas era el mismo que el suyo y el de sus compatriotas y de que sólo era cuestión de tiempo para que la amenaza del terrorismo anti-mujeres avanzara también sobre Irán.

Exactamente un año después, en septiembre pasado, volvimos a hablar a diario: el asesinato de Mahsa Amini, una joven a la que la policía de la moral torturó hasta dejarla en coma con el supuesto fin de “reeducarla” por no usar el velo como indica la ley islámica, extendió las protestas en todo el país y se difundió en las redes, donde miles de mujeres quemaron sus hijabs y se cortaron el pelo en solidaridad. Pero la patrulla seguía matando a jóvenes en las marchas y Zahra estaba aterrada.

Si antes me había dicho que las mujeres eran “las agentes del cambio en Medio Oriente”, y por eso también “las primeras en pagar las consecuencias”, ahora le preocupaba que el fundamentalismo tuviera un blanco directo: “Yo crecí en esta cultura y estoy acostumbrada –me escribió en una de nuestras conversaciones por Telegram–, pero las chicas de las nuevas generaciones no la aceptan. Y todo lo que me daba esperanza en ellas, ahora me llena de pánico: los talibanes ven a las mujeres y a las niñas como esclavas sexuales, arrancan de sus familias a niñas de doce años y las violan. Las obligan a parir los hijos de esas violaciones y las matan. De eso son capaces, de ese terror”.

Cuando esta semana medios independientes como la BBC difundieron que desde noviembre último los fundamentalistas tiraron gases tóxicos en colegios que admiten mujeres en todo el país –provocando síntomas de envenenamiento en alrededor de 650 niñas–, en una evidente reacción ante las protestas y un intento deliberado por forzarlos a cerrar, el pánico de Zahra se transformó en una decisión concreta y apremiante: “¿Podés ayudarme a dejar el país con mi hijo? La República Islámica nos va a matar a todos y yo tengo la responsabilidad de salvar la vida del niño que traje a este mundo”.

Todavía sin saber demasiado qué hacer con el mensaje de Zahra ni cómo ayudarla, entré en la privada de Ellas Hablan (2022), una de las candidatas al Oscar para el próximo domingo 13. En algo más de cien minutos, la película de Sarah Polley me llevó a un contexto despojado y distinto –la de un grupo de mujeres de una comunidad religiosa que decide en un granero cómo seguir adelante tras años de violencia machista–, pero, en esa abstracción, las circunstancias eran las mismas.

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Otro momento de ellas hablan, que recrea un hecho real: las violaciones fantasma de las mujeres de una comunidad menonita en Bolivia
Otro momento de ellas hablan, que recrea un hecho real: las violaciones fantasma de las mujeres de una comunidad menonita en Bolivia

El planteo parece simple, pero, en su sutileza, resulta mucho más complejo que tantísimas historias plagadas de corrección y buenas intenciones que no logran ir más allá del dilema sobre la impunidad y las formas de impartir una justicia siempre demorada. Basada en la novela homónima de Miriam Toews (2018) sobre las llamadas “violaciones fantasma” en una colonia menonita en Bolivia ocurridas durante un período de al menos cinco años, entre 2004 y 2009, en Ellas hablan, el foco está puesto en qué hacer después de la violencia: ¿nada, es decir, quedarse y perdonar?, ¿quedarse y pelear?, ¿irse?

Las respuestas a estas tres preguntas no son (ni pueden ser) lineales y se desarrollan dentro del “acto de imaginación femenina” que presenta la película. La misma imaginación salvaje a la que los violadores adjudicaron los ataques para los que dormían a sus esposas, madres, hermanas, sobrinas e hijas con tranquilizantes usados para ganado. Por la naturaleza religiosa de sus comunidades –cuenta Toews, que también creció en una colonia menonita– estas mujeres ni siquiera hablaban de sus cuerpos, por eso no sabían nombrar lo que les hacían y tenían miedo de contarlo. Les tomó años decidirse a hablar entre ellas y comprender que lo que les pasaba era tan real como común a todas. Es un recorrido conocido aún para mujeres que nacimos en situaciones menos desfavorables.

El punto de quiebre para ellas fue en 2009, cuando dos hombres que vivían y dormían a su lado en la colonia fueron descubiertos mientras intentaban entrar a la casa de una mujer para violarla. En su confesión, esos hombres implicaron a muchos otros varones de su entorno y admitieron haber atacado sexualmente en sus propias casas a por lo menos otras 300 mujeres y niñas de entre 3 y 65 años.

La trama del film de Polley omite regodearse en los hechos –a los que alude apenas mostrando cómo las protagonistas despiertan con moretones entre las piernas o en un charco de sangre– para iluminar el debate posterior al anuncio de que los violadores van a volver al pueblo y las mujeres deben perdonarlos o irse sabiendo que les será negado el ingreso al reino de Dios. Lo que propone el libro de Toews es el ejercicio de darle una “respuesta imaginaria a un evento real”.

Y, otra vez, tiene sentido que la imaginación cobre tanta importancia. Como dice Ona, el personaje interpretado por Rooney Mara, una mujer que quedó embarazada a causa de estas violaciones: “Las mujeres no tenemos voz. No tenemos a dónde volver. Hasta los animales están más seguros que nosotros en sus casas. Todo lo que tenemos son nuestros sueños. Así que por supuesto que somos soñadoras”.

Junto a Mara, un elenco que se completa con –y se sostiene sin más artificios que– las actuaciones de Claire Foy, Jessie Buckley y Frances McDormand, entre otras, se aboca entonces a considerar opciones. Cada una tiene razones irreprochables e intransferibles para sostener sus puntos de vista ahora que alguien va a tomarlos en cuenta (ellas mismas, como esas agentes del cambio de las que me hablaba Zahra): de la furia de la mujer cuya hija fue violada en su propia cama y cree que, si fueron tratadas como animales, tal vez también deban responder como animales; a la resignación amarga de la que se acostumbró a los golpes de su marido y teme que quedarse o irse a esta altura de lo mismo.

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Una mujer protesta en Irán por la muerte de Mahsa Amini, de 22 años. La agencia que distribuyó la foto aclaró que la imagen no fue tomada por un empleado suyo y que la obtuvo fuera de Irán (AP Foto/Middle East Images, archivo)
Una mujer protesta en Irán por la muerte de Mahsa Amini, de 22 años. La agencia que distribuyó la foto aclaró que la imagen no fue tomada por un empleado suyo y que la obtuvo fuera de Irán (AP Foto/Middle East Images, archivo)

Una pregunta se impone entonces con la claridad que quizá los feminismos no alcanzamos en la aventura urgente de la última gran ola, el post #MeToo o #NiUnaMenos: “¿Cómo queremos que sea nuestra colonia, cómo queremos ser en caso de que ganemos?”. Esa es la clave de todo, dice una de las mujeres del granero: “Tenemos que pensar más en por qué luchamos que en qué es lo que queremos destruir”.

Habrá reproches cruzados hasta que entiendan que asumir la parte que les toca por la crianza de varones que las relegaron y abusan de ellas no puede significar volverse violentas y mucho menos unas contra otras. Admitirán que no todos los varones son monstruos, pero hay un modo de ver el mundo que las incluye hasta a ellas, y es el que las priva de vivir libres y seguras en su propio pueblo, en sus propias casas.

Al final, como Zahra, concluirán que deben irse porque quedarse es imposible. Y entenderán que es falso que tuvieran opciones. Nadie elige perder la libertad y la seguridad a manos de fanáticos, nadie elige ser violada ni obligada a cubrirse para no “provocar” a los hombres con la “desnudez” de su pelo. Al final, como Zahra, decidirán llevarse a sus hijos varones para educarlos de otra manera, en una fe que no los mate ni los vuelva abusadores. Encontrar alguna forma de Justicia es sólo una parte de lo que les espera: primero está sobrevivir, sanar y aprender a ser libres. Primero tienen que irse.

Es un acto de imaginación femenina, el acto de darle voz a las que no la tuvieron nunca. Zahra tiene 38 años y, como Oma en la película, pasó toda su vida bajo la ley de un fundamentalismo misógino. Igual que las mujeres de Ellas Hablan, Zahra no tiene más que sus sueños. Lo más lógico del mundo es que sueñe con la libertad, con la suya y la de su hijo. Con una vida libre de violencia. Lo más lógico sería que esto no fuera sólo un ejercicio imaginario.

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