¿Quién se gradúa de la universidad?

Existe un intenso debate sobre el financiamiento de los gobiernos a la educación universitaria, ya sea a través de créditos subsidiados o cancelados, o a través de la gratuidad

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En Estados Unidos, menos del 45% de la población se gradúa de una carrera universitaria de 4 años de duración (iStock)
En Estados Unidos, menos del 45% de la población se gradúa de una carrera universitaria de 4 años de duración (iStock)

Hace unos días, la administración Biden volvió a condonar miles de millones de dólares en créditos que habían tomado jóvenes en Estados Unidos para asistir a la universidad. Una decisión muy discutida en el país, y que, creo, trae al debate interesantes perspectivas sobre la educación superior en Estados Unidos, pero también en América Latina. ¿Quién asiste a las universidades? ¿Es más progresivo que la financie toda la población o los estudiantes? ¿No debería haber evaluaciones comparadas de las universidades como las hay en las escuelas de todos los países? ¿Por qué es un tema que se debate tan poco en América Latina? ¿Qué presupuesto se destina? ¿Cuál es la salida laboral de los estudiantes?

Creo que estas preguntas son centrales para dar una discusión necesaria en la región, a la luz también de que los egresados universitarios son muy pocos y no parecieran aumentar, menos aún al ritmo de la necesidad que tienen todos los jóvenes de contar con educación superior para tener mejores oportunidades laborales.

En los últimos años, el debate sobre la formación se ve enriquecido por los cambios en el mundo del trabajo y la educación superior en general. Han surgido ofertas terciarias, acreditaciones que no requieren el título universitario. Al tiempo en el que ha aumentado la demanda laboral por capacidades y habilidades, como programación, marketing digital, o paralegal o paracontable, que generan desarrollo profesional y buenos ingresos sin pasar por la universidad. Aunque la brecha con quienes sí asisten a la universidad sigue existiendo.

En Estados Unidos, menos del 45% de la población se gradúa de una carrera universitaria de 4 años de duración. Y evidentemente, los graduados universitarios perciben en promedio mayores ingresos, tienen menor probabilidad de estar desempleados, y tienen vidas más estables económicamente. La desigualdad con los que no se han graduado de la universidad ha crecido en las últimas décadas.

Sobre la base de esta evidencia empírica, existe un intenso debate sobre el financiamiento del gobierno a la educación universitaria, ya sea a través de créditos subsidiados o cancelados, o a través de la gratuidad, ya que parece que se subsidia la educación de aquellos de mayores ingresos, lo que a su vez contribuirá a generar todavía mayor desigualdad con el resto de la población. El subsidio a la universidad, en el formato que sea, lo paga toda la población, incluido quien no puede acceder a la universidad, o quien decide otra carrera personal. Algo que no sucede en la educación obligatoria.

También es cierto que en Estados Unidos y en muchos países de la región, la decisión política de subsidiar la universidad tiene que ver con lo electoral. Las élites urbanas universitarias son la base electoral de muchos partidos, de izquierda y de derecha, lo que hace más difícil ir contra el status quo, y ese grupo de votantes.

Este fue exactamente el dilema que enfrentó Biden, que, si bien no había incluido en su campaña electoral la condonación de los préstamos universitarios, se vio presionado por los dirigentes de su partido que representan las élites urbanas educadas.

Pero razonablemente, la intervención del estado debería enfocarse en la cancelación de las deudas de aquellos estudiantes de bajos ingresos, y de quienes no hayan logrado graduarse, provenientes de familias más vulnerables. Justamente estos grupos son los que menos asisten a la educación superior en América Latina. Una minoría de ciudadanos que nacieron en situación de pobreza logran graduarse de la Universidad. El foco de la política educativa debería estar puesto en esos grupos, pero en la mayoría de los países no lo está, y más bien muchas políticas lo hacen más difícil, como la exigencia del título secundario, que no ayudan a ampliar la base de estudiantes de bajos recursos en las universidades.

Cualquiera sea la postura que uno tome en este debate, no podemos perder el objetivo: que la universidad sea verdaderamente universal, que todos los ciudadanos que quieran puedan terminar la educación superior, sea terciaria o universitaria, porque evidentemente es clave para progresar en las décadas que vienen. No suficiente, pero al menos necesario. Y aunque el foco no debe estar puesto únicamente en la universidad, sorprende el poco debate que existe en las propias instituciones para promover el acceso a más estudiantes. El debate universitario parece enfocado en su autonomía, los recursos, las carreras, pero muy poco en buscar soluciones innovadoras, o más abiertas en términos de acreditación para que más ciudadanos puedan acceder.

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