Hacer una evaluación de la política económica en curso y razonar con cierto grado de asertividad las decisiones del gobierno resulta hoy un ejercicio fatigoso, tanto por las circunstancias mundiales como por las características de los fracasos locales.
En el plano internacional, la pandemia, la crisis logística y la guerra en Ucrania marcan tres hitos recientes relevantes. Estos, y las medidas económicas y políticas tomadas por los países han provocado un clima de incertidumbre y de desasosiego a escala global. Asimismo, las tensiones en diversos planos ya existentes entre los Estados Unidos y China, y entre este último y los países vecinos, complementan un panorama global desalentador para inversores y analistas.
En el plano local, se están pagando en cómodas cuotas los errores de política macroeconómica iniciados en 2006. Estos pueden sintetizarse en políticas fiscales y monetarias expansivas en contextos de restricción de oferta y altos precios de los precios internacionales. Los complementan la lucha contra la inflación y pérdida de divisas mediante regulaciones ineficientes de los mercados y la incapacidad manifiesta de gestión del Estado en las áreas económicas críticas. Tanto la desconfianza en el país como las necesidades sociales son, en gran parte, resultado de aquellos errores.
En este complejo contexto transcurren las decisiones del gobierno argentino, en el que sobreabundan los desaciertos económicos. Ya marcaba el camino al fracaso que iniciar la gestión con la sola idea de resolver la cuestión de la deuda externa y el gradualismo.
Ahora bien, ¿por qué, si tal como se afirma, el país está “sobre diagnosticado”, fallan las políticas económicas de todos los gobiernos?
De los diagnósticos sobre la economía nacional, los lineamientos de política económica y los ensayos de justificación a posteriori, se pueden rescatar dos rasgos comunes. Por una parte, tienden a asignar responsabilidades a las condiciones internacionales, a cuestiones operativas nimias o al rol negativo de la oposición o de grupos de presión. Por otra, no indican el rol que juegan los enfoques dogmáticos adoptados enfrentados con la realidad económica y la evidencia empírica, los cuales, fuera de toda lógica, solo tendieron a radicalizarse y derivar en decisiones de política absurdas.
Por ello, sería un gran avance que la dirigencia política y sus asesores económicos abreven en el realismo para los diagnósticos y en el pragmatismo para el diseño, aplicación y ajuste de sus políticas. Estos son dos criterios fundamentales en la política económica porque se destina a agentes que deben tomar decisiones concretas sobre cosas reales, no teóricas, y en la Argentina, no en Australia o Colombia.
En ese marco, las preguntas que sobrevuelan hoy el país y los centros de poder internacional son si el gobierno ha girado hacia este tipo de enfoque, como lo indican algunos analistas, y si el próximo gobierno lo sostendrá, más allá de los cambios de política que realice.
Sobre el primero, más por las notables restricciones económicas que enfrenta que por convicción, se observa cierto giro al realismo y al pragmatismo, pero siempre cuestionado y frágil. En cuanto al próximo, no se lo puede evaluar razonablemente, debido a su diversidad, falta de consistencia interna de cada frente, y los antecedentes poco positivos que varios de sus dirigentes y economistas tienen al respecto.
¿Cuál es el riesgo que corremos? Que, si no se erradica el vicio de sindicar al mundo o a los opositores de los problemas del país, o se cae en algún tipo de dogmatismo económico desconectado de la realidad local y de las razonables posibilidades económicas y sociales, los argentinos no recuperarán la confianza y el desarrollo sostenible seguirá siendo una quimera.
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