Escuelas públicas: la presencialidad ausente

Si los estudiantes no acude regularmente a los establecimientos educativos, no solo pierden contenidos académicos, sino también la capacidad de generar hábitos, de ordenar sus vidas, de desarrollar una sociabilidad adecuada, de perseguir un objetivo y de intentar superarse. Así, la igualdad de oportunidades queda reservada para el relato

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Roxana vive en una localidad del conurbano bonaerense. Tiene tres chicos que van a la escuela secundaria, dos son hijos suyos y el tercero vive con ellos porque la madre lo abandonó. Desde los primeros días de marzo, ella o su marido van periódicamente a la escuela de su barrio a preguntar si hay novedades sobre el comienzo de las clases. El viernes 19 recién obtuvo algo de información: dos de los chicos tendrían clases una semana cada cinco, el otro “todavía no estaba definido”.

Casos como este se replican y reproducen en distintos distritos. Hay municipios donde ninguna escuela logró acumular veinte horas de clase desde el 1 de marzo a la fecha. Un jardín de infantes provincial que empezó las clases este lunes, arrancó con dos burbujas de cuatro alumnos cada una, cuando la matrícula es de 250. Habilitaron sólo dos aulas de las cinco que tienen, dejando una como sala de aislamiento en caso de detectar un caso positivo.

El referente de un hogar de día con sede en un municipio de la zona oeste que trabaja con unas 100 familias, comenta que los chicos siguen yendo entre 10 y 12 horas diarias porque las escuelas no abrieron.

A escasas cuadras de esos lugares, los alumnos de los colegios privados son más afortunados. Comedores, bibliotecas y SUMS han sufrido modificaciones para transformarse en aulas y así aprovechar al máximo los espacios disponibles para cumplir con los protocolos y garantizar las clases presenciales. En general, la presencialidad no baja del 50% respecto a la carga horaria original. La ecuación es simple, sin clases no hay alumnos, sin alumnos no hay ingresos. Los padres exigen que se garantice el servicio educativo y, directivos y dueños hacen el mayor esfuerzo.

En las escuelas públicas, lamentablemente, no sucede lo mismo. Mientras los docentes cobran sus sueldos con rigurosa puntualidad, son muy pocos los que están preocupados por asegurarse que los chicos puedan volver. Sobran excusas de las autoridades educativas para justificar semejante violación del acceso al derecho a la educación: que las aulas son chicas, que los alumnos son muchos, que no hay personal para cubrir a los que no pueden trabajar. La misma dependencia que genera los protocolos es la que sabe que en la mayoría de los casos son incumplibles. La igualdad de oportunidades queda reservada para el relato.

Mientras tanto, los chicos se embrutecen. No hay otra palabra, acá no valen los eufemismos como “alejamiento de la continuidad pedagógica” o cualquier otro con el que quieran camuflar esta situación dramática. Son chicos que no solo pierden contenidos académicos, sino que también pierden la capacidad de generar hábitos, de ordenar sus vidas, de desarrollar una sociabilidad adecuada, de perseguir un objetivo, de intentar superarse.

Pero esta ausencia de escuela afecta también a toda la comunidad. Las madres de esos mismos chicos se quejan si las bolsas de comida que les entregan no están completas, pero ya no exigen que sus hijos aprendan. Los establecimientos educativos se han transformado en centros de distribución de asistencia.

Funcionarios atrincherados detrás de escritorios, inspectores y directivos que prefieren evitar la confrontación para no tener problemas, son parte de este silencio cómplice. Mientras tanto la brecha se agranda, y los chicos de las escuelas públicas quedan cada vez más atrás. No podemos seguir mirando para el otro lado.

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