Qatar 2022 tuvo en realidad dos sedes: un relato pasional sobre cómo fue vivir el Mundial en Argentina

En “Nuestro Mundial”, Andrés Burgo hace una crónica callejera de los festejos por la victoria de la Selección, en los que millones de hinchas coparon las calles y plazas del país con una alegría inigualable.

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Los festejos de Argentina campeón pusieron a 5 millones de personas en la calle. (Télam)
Los festejos de Argentina campeón pusieron a 5 millones de personas en la calle. (Télam)

En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.

Esta vez, quien permite que el lector eche un vistazo a la “cocina” de su último libro es el periodista deportivo Andrés Burgo, que acaba de publicar Nuestro Mundial. Editado por Aguilar, este libro es una crónica pasional y callejera sobre la victoria de Argentina en Qatar 2022, “el mundial que se jugó allá pero se sufrió y festejó acá”.

“¿Cuántos sintieron -como dijo Messi- que diciembre de 2022 fue el Mes de Nuestras Vidas? Esta Copa del Mundo nos sacudió a todos y a todas, a los futboleros de ley y a los que se suman cada cuatro años, pero en particular a las nuevas generaciones, desde los más pibes a los de 30, que primero agotaron las figuritas y luego tuvieron, por fin, su propia leyenda, su propia épica, su propio héroe”, escribe el autor.

A pesar de haber cubierto tres de los cuatro Mundiales anteriores (Alemania 2006, Brasil 2014 y Rusia 2018), Burgo no pudo viajar a Qatar para presenciar la victoria argentina. Es por eso que, en un principio, se negó a aceptar las distintas propuestas de escribir un libro sobre el tema. Hasta que se dio cuenta de que este Mundial había tenido dos sedes: una en Qatar, donde se jugó, y otra en Argentina, donde se sufrió y se festejó. Así, decidió escribir esa historia, la de los millones de hinchas que salieron a la calle para festejar -muchos por primera vez- la tercera Copa.

"Nuestro Mundial", de Andrés Burgo, editado por Aguilar.
"Nuestro Mundial", de Andrés Burgo, editado por Aguilar.

Cómo escribí “Nuestro Mundial”

Por Andrés Burgo

A uno de esos periodistas que son maestros sin pretender serlo, Pablo Llonto, luego reconvertido en abogado icónico en la defensa de los derechos humanos, le escuché opinar alguna vez que “los Mundiales no son de los periodistas sino de los jugadores”. No recuerdo el contexto en que lo dijo —a quién, para qué ni por qué— pero aún hoy, casi treinta años después, entiendo y coincido con el espíritu de una frase que, además, no se contradice con el deseo natural y profesional que los cronistas especializados en deportes —y que amamos nuestra profesión— tenemos para cubrir este tipo de competencias: también a mí me habría gustado viajar a Qatar 2022. De hecho, ya lo había hecho en tres de las cuatro Copas anteriores, Alemania 2006, Brasil 2014 y Rusia 2018.

A diferencia de otros oficios, el periodismo implica una transmutación permanente: el panorama es tan inestable que tres de los cuatro medios para los que había trabajado en el último Mundial bajaron sus persianas pocos meses después de Rusia 2018. Ya reconvertido desde hace años en freelance, salí a la búsqueda de medios periodísticos y económicos para trabajar en Qatar y no los conseguí aunque, también es cierto, no lo intenté demasiado: cada uno tiene su propio Mundial y esta vez era mejor quedarse en Buenos Aires. Podría haberlo lamentado más tiempo pero de inmediato me abracé a un motivo formidable para celebrar que en Argentina, aun trabajando para los medios en los que escribo a diario o periódicamente, viviría junto a Félix, mi hijo de 6 años, su bautismo en Mundiales.

De todas maneras, reconozco, tardé en engancharme con el Mundial: Argentina-Arabia Saudita fue un partido que esperaba pero no me desesperaba por un zumbido que, ya sobre el final del Mundial, unido junto al festejo desquiciado de las multitudes, quedaría minimizado, perteneciente a lo anecdótico, pero que en los meses previos a Qatar 2022 nos incomodaba a muchos.

A diferencia de los hinchas que como aves migratorias regresan puntuales cada cuatro años al mismo destino —ese Disney para adultos que son los Mundiales—, los espectadores que convivimos con el día a día del fútbol sufrimos cuando los dueños del circo y del teatro demuelen los templos que consideramos sagrados. La lista es larga: campeonatos de 28 equipos (Primera División) y de 37 (Nacional), actuaciones arbitrales que soplan en la misma dirección de los intereses superiores y reglamentos que cambian en medio de la temporada —se agregan copas, se anulan descensos, se cambian formatos—, como si los torneos fueran de las autoridades y no del fútbol.

Andrés Burgo, periodista deportivo y apasionado por el fútbol.
Andrés Burgo, periodista deportivo y apasionado por el fútbol.

También el flechazo para mi hijo, y les pasó a muchos chicos y chicas, fue progresivo. En la primera fase, Félix no permaneció más de cinco minutos frente al televisor, incluso menos: cuando llegamos a la casa de nuestros amigos para el debut ante Arabia Saudita a las 7 de la mañana y entendió que el plan era realmente ver jugar a la selección, lanzó un bufido: “Qué embooole”.

Ni siquiera pude abrazarlo o chocarle la mano cuando Lionel Messi convirtió el gol porque a los 10 minutos ya estaba divirtiéndose en su propio Mundial, o sea jugando en otra habitación con sus amiguitos: 90 minutos de fútbol en continuado le resultaban demasiado tiempo, como a la mayoría de los chicos de 6 años que en primera instancia no le encuentran el interés a un deporte que transcurre más tiempo en el deseo que en la concreción. Pero poco a poco, a medida que Argentina avanzaba y seguíamos juntándonos con amigos para las fases decisivas, nuestros hijos permanecían cada vez más minutos de los partidos frente a los televisores.

En el mediodía del 9 de diciembre, minutos después de que Félix llenara su álbum de figuritas del Mundial y un par de horas antes del cruce de cuartos de final ante Países Bajos, nuestro grupo de amigos de padres e hijos comenzaron a llegar a casa. Nos faltó calzarnos un traje ignífugo para resistir a toda la combustión que acumulamos desde temprano: la inutilidad del aire acondicionado para combatir los 37 grados, la bondiola braseada al horno durante tres horas, la continuidad de cervezas como en la barra de un all inclusive y la sorpresiva derrota brasileña ante Croacia antes de que nos explote en las manos un partido que trascendería el deporte.

Así como algunos seguimos recordando nuestra primera gran tarde de fútbol y otros el disco que los enamoró de la música o el libro en el que descubrieron su amor por la lectura, este Argentina-Países Bajos nació destinado a marcar, en lo futbolístico, a una generación. Entre las turbulencias de un partido que pareció jugarse en el Triángulo de las Bermudas, y con nuestro superhéroe bajo el riesgo de una derrota de la que ya no podría recuperarse —no habría más películas en la saga de Messi y las Copas del Mundo—, sería inevitable que algunos chicos lloraran por primera vez por fútbol.

Messi levanta la Copa en Qatar y Argentina se convierte en el rincón más eufórico del planeta. REUTERS/Carl Recine/
Messi levanta la Copa en Qatar y Argentina se convierte en el rincón más eufórico del planeta. REUTERS/Carl Recine/

Ya en el tiempo suplementario, mientras Argentina intentaba reaccionar a un empate neerlandés que nos había impactado de sorpresa, como los misiles que eluden a los radares antiaéreos, a uno de los pibes de nuestro grupo le rodaron un par de lágrimas. Tal vez se había aflojado varios minutos atrás y nadie lo había advertido porque, de tan hipnotizados, solo teníamos ojos para la tele: no veíamos un partido, veíamos Avengers, Chernobyl, Black Mirror. Cuando alguien lo advirtió y sus padres lo abrazaron y le preguntaron qué le pasaba, por qué se había puesto así, que dale, que no es nada, a sus seis años se refirió —palabras más, palabras menos— a su miedo a perder.

Los adultos apelamos a un mantra que decimos mucho y creemos menos, eso de “no importa si se gana o se pierde”, una salida de manual a lo fantástico que estaba ocurriendo, una nueva demostración de los Mundiales como pasaporte a uno de los primeros mundos adultos: nos recibimos de hinchas cuando un resultado nos condiciona el ánimo. La grandeza de ese partido contra Países Bajos fue que el fútbol entró por primera vez en una enorme cantidad de argentinos, en especial en los más chicos —pero no solo en ellos—, y se quedó ahí adentro: nadie olvidará su 9 de diciembre.

Minutos después de que Lautaro Martínez le diera la estocada final al toro naranja, abracé a Félix —que ya estaba correteando por ahí, todavía sin saber que lo que acababa de ver, aunque haya sido en partes, era un partido al que volvería decenas de veces en el futuro—, me despedí de mis amigos que recuperaban el aire y enfilé hacia el subte: debía ir al estudio de Radio Ciudad para trabajar en Era por abajo, el programa en el que participo los viernes por la noche y que comenzaría en una hora.

Como si fuese cualquier mañana de la semana laboral, pero esta vez después de las 19 y en feriado, los vagones comenzaron a llenarse, estación por estación, a medida que avanzábamos por la línea D desde Belgrano hasta el centro. Tampoco había hombres de traje o mujeres de vestido con el rictus serio ni escroleando en silencio sus teléfonos, sino jóvenes con camisetas de la selección que usaban sus aparatos para filmar los saltos y los cantos a los que ellos mismos se consagraban.

En su amplísima mayoría viajaban muchachas y muchachos de menos de treinta años, quienes el año anterior habían visto a la Argentina campeona por primera vez. El tren se bamboleaba, el maquinista debía conducir más lento de lo habitual y lo que habitualmente supone un viaje de 25 minutos terminó en 40, pero nadie se quejaba: la celebración era durante el camino y después seguiría en su destino, el Obelisco.

(Adrián Escandar)
(Adrián Escandar)

Me bajé en Tribunales, la estación anterior a 9 de Julio, y el carnaval subterráneo también estaba liberado a cielo abierto: personas solitarias, en pareja o en grupos —de a cinco, de a diez o de a treinta— desfilaban por la avenida Corrientes hacia el Obelisco y la convertían en peatonal. Lo que había comenzado casi porque sí, por obligación, después del triunfito contra México y del triunfo frente a Polonia (aquello de “las ganas que hay de festejar en este país”), y ya se había transformado en una procesión con más músculo luego del triunfazo ante Australia, ahora tras el megatriunfo frente a Países Bajos eran calles hechas Argentina.

No hay forma de comprobarlo pero es muy tentador suponer —y si me equivoco, peor para los datos— que no se había concentrado tanta gente en los festejos por los pases a las semifinales de los Mundiales anteriores. Cuando conectamos al aire con mis compañeros de programa, Ezequiel Fernández Moores y Ale Wall, ambos todavía en el estadio Lusail —reciclados esa noche más en corresponsales de guerra que en enviados deportivos—, no solo estaba ansioso por escuchar su voz desde el campo de batalla, sino también para contarles, aún mojado por la lluvia: “No se dan una idea del delirio que hay en el país”.

De ese viernes no nos iríamos igual que como lo habíamos comenzado. Lo que hasta la tarde habían sido partículas separadas y dispersas en el interior de casas, departamentos, PHs, casillas o mansiones, por la noche se convirtió en una gran causa nacional sobre calles de asfalto o de tierra, sin distinción de zonas de clase media, urbanizaciones cerradas ni barriadas obreras: el triunfo como masilla social.

A partir de la mañana siguiente, y en especial después de que Argentina saliera campeón del mundo, algunos amigos y colegas comenzaron a decirme “por qué no escribís un libro del Mundial”. Durante dos o tres semanas días les respondí que no, que no había estado en Qatar y que ya estaba al tanto de que saldrían muy buenos libros de colegas, hasta que en algún momento -¿todavía en las últimas horas de 2022, ya en las primeras 2023?- me convencí de que sí, de que había una historia para contar. El Mundial se ganó en Qatar –y toda mi admiración y hasta envidia para los hinchas y colegas que viajaron- pero tuvo dos sedes: también, o sobre todo, se vivió acá.

El ghostwriter de la célebre autobiografía de Andre Agassi, J. R. Moehringer, es -en contraste con su supuesto anonimato- un escritor fabuloso, premio Pulitzer. Uno de sus libros –de hecho, por el que el ex tenista se contactó con él para que le escribiera su vida- es El campeón ha vuelto, la supuesta reaparición como mendigo en las calles de Los Ángeles de un mítico boxeador estadounidense de los años 40′, Bob Satterfield.

infobae

Durante la escritura, Moheringer se preguntó infinidad de veces si valía la pena reconstruir esa historia que, se había convencido, podía no interesarle a casi nadie: no estaba seguro si Sattersfield ya había muerto –como decían muchos especialistas, aunque no podían comprobarlo- o si realmente era ese indigente que afirmaba ser, ante los transeúntes a los que les pedía monedas, aquel boxeador caído en desgracia. Y más aún: Moheringer se preguntaba “¿A quién puede importarle esta historia”, antes de llegar a la respuesta final, “A mí, a mí me importa esta historia”.

Aunque hayan pasado varios meses y es inevitable que el delirio comience a descender -aunque siempre permanecerá-, entendí que un relato callejero de Qatar 2022, individual pero colectivo, solitario o en familia, con amigos o con hijos, era una historia nuestra, la de los millones que nos quedamos en Argentina. La de Nuestro Mundial.

Así empieza “Nuestro Mundial”

De Qatar 2022, un Mundial intravenoso, que fluye por dentro nuestro, cada uno guardará su propio momento, una imagen personal de los días en que millones de argentinos y argentinas nos enajenamos por la selección y salimos a la calle, con o sin fanatismo previo por el fútbol: los que sabemos que Defensores de Cambaceres es un equipo de la D con camiseta roja, los que suelen sumarse en cada Mundial con puntualidad de año bisiesto y quienes por primera vez llamaron “pasión” a sufrir.

El partido debut fue una derrota para Argentina, frente a Arabia Saudita. Hubo preocupación y un pedido de confianza por parte del gran capitán. AP
El partido debut fue una derrota para Argentina, frente a Arabia Saudita. Hubo preocupación y un pedido de confianza por parte del gran capitán. AP

No me refiero a las imágenes lacradas en eternidad de los futbolistas en Qatar, como Lionel Messi sosteniendo la Copa del Mundo con la firmeza con la que los padres sujetan a sus hijos en su primera vuelta en calesita, el Dibu Martínez coreografiando con un meneo de hombros de Mick Jagger el penal errado por el francés Aurélien Tchouaméni o la foto que los tatuadores hayan grabado más veces sobre la piel de los fanáticos.

Tampoco hablo de los magníficos murales que se pintaron en nuestras ciudades y pueblos, ya en los días siguientes al Mundial, o de las gigantografías, calcomanías y stencils que pasaron a decorar de celeste y blanco la vida urbana: Messi y Diego Maradona abrazados, “qué mirá' bobo andá pa’ allá”, las tres estrellas, la Copa del Mundo. Ni, tampoco, aludo a los videos, stickers, reels o gifs protagoniza dos por hinchas anónimos y luego viralizados, como los jóvenes que recrearon el gol de Ángel Di María a Francia en una playa bonaerense, o el hombre que, con un brazo inmovilizado, la cabeza vendada y mientras lo trasladaban en camilla hacia una ambulancia durante el maremágnum del regreso de los campeones al país, no dejó de cantar ni agitar su brazo ileso.

A lo que apunto, por la imagen de cada uno en el Mundial, es a un instante personal, interior, aunque nos rodearan multitudes, de esos en los que el presente se congela y nos fotografiamos a nosotros sin cámaras ni celulares —y Qatar 2022 provocó eso, la suspensión del tiempo, un bloque arrancado al contexto de la vida—: un hijo revelando un interés futbolero que hasta entonces no le había brotado, el delirio callejero con amigos o en la soledad ficticia de la multitud compartida, un regreso a la infancia en la que los goles eran el centro imaginario de la Tierra, un susto porque el corazón pareció bombear demasiado rápido, el televisor apagado porque ya no se aguantaba más, una limpieza profunda de la casa con el oído atento a los gritos de los vecinos, un abrazo de los que ya no abundan con los padres.

Tal vez el momento más infartante de la final más infartante de la historia de los Mundiales. REUTERS/Molly Darlington
Tal vez el momento más infartante de la final más infartante de la historia de los Mundiales. REUTERS/Molly Darlington

Mi flash preferido de Qatar 2022 es un festejo junto a mi hijo, Félix, de 6 años, en el edificio de Barrio Norte en el que vimos a la selección parir el título del mundo junto a un grupo de familias amigas desde el jardín de infantes al que nuestros hijos habían concurrido. Acorde a una final contra Francia que habría desencajado de los nervios hasta a un gurú de la India, me abalancé sobre Félix y quedamos tendidos sobre el piso, yo con los ojos húmedos, él riendo.

Que había perdido el eje varios minutos antes, desde que Kylian Mbappé empató 2 a 2, me quedaría claro a la noche siguiente cuando Daniela, la mamá de Ciro —amigo de Félix—, nos visitó en casa y a mi pregunta, con real interés, de con quién había visto el partido, le siguió la respuesta más inesperada: “Con vos, boludo, ¿me estás jodiendo?”. Estefi, mi mujer, me insistía desde hacía 24 horas en que me había visto dormir al comienzo del alargue pero yo me hacía el desentendido, le decía que no, que cómo podía ser, hasta que tuve que rendirme tras el nuevo testimonio: era evidente que, en algún momento de la final, me desconecté.

Entonces terminé de comprender que, aunque mis recuerdos del 18 de diciembre de 2022 me acompañarán como un sol de medianoche —al igual que a infinidades de argentinos—, también en algunos pasajes quedé en blanco y perdí ciertos registros. Pero aun entre los loops de un partido reconvertido en una montaña rusa, el calor de un Mundial en verano y el alcohol con el que intentaba mantener a salvo el sistema nervioso central, no olvidé cómo, primero en el gol de Messi que nos ponía 3 a 2 a falta de 13 minutos, y después en el penal de Gonzalo Montiel que abría una caja de felicidad atemporal, corrí hacia Félix y me desparramé sobre él, moqueando lágrimas por primera vez, a mis 48 años, por la selección argentina.

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