Una adolescente de 36 kilos y un secreto oculto detrás de la bulimia: “Fue una década de autodestrucción”

Stefani Jiménez tenía 11 años cuando empezó a cortarse el cuerpo. Al año siguiente dejó de comer y, pronto, a planificar atracones y luego vomitar. En el Día Internacional de la Lucha contra los Trastornos de la Conducta Alimentaria, la historia de una joven que llegó a tomar lavandina hasta que pudo ponerle palabras al trauma y salir adelante

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Tiene 26 años y hoy cuenta su historia públicamente por primera vez
Tiene 26 años y hoy cuenta su historia públicamente por primera vez

Stefani se sienta frente a la cámara de su teléfono y sonríe. Es la primera vez que va a hablar públicamente sobre el momento en que empezó a cortarse el cuerpo, los días en los que sólo consumió café, los años de atracones y vómitos escondidos en potes de helado, del día en que llegó a tomar lavandina para no tener que comer más. “La década -dice ahora- que pasé convencida de que me iba a morir así, vomitando”.

La sonrisa de hoy es un dato en esta historia, también el tatuaje de su brazo derecho habla por ella: es una jaula de pajarito con la puerta abierta, vacía.

En su brazo derecho tiene un tatuaje de una jaula abierta y vacía
En su brazo derecho tiene un tatuaje de una jaula abierta y vacía

“Lo primero fueron los cortes en el cuerpo, tenía 11 años”, cuenta Stefani Jiménez a Infobae en el Día Internacional de la Lucha contra los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA). Los cortes, a veces hasta con un bisturí, arrancaron en esa niñez y no fueron episodios aislados: se mantuvieron siempre en paralelo al trastorno de la alimentación que estaba por comenzar.

“Cortarme era mi forma de aplacar el dolor emocional. A veces querés callar tus pensamientos entonces reemplazás el dolor emocional por un dolor físico. De alguna manera te hace sentir otra cosa, te distrae”, arranca. Stefani era una nena silenciosa, “muy poco sociable” en la primaria, y fue en ese contexto que se refugió en su computadora y conoció a un grupo de chicas, “mis amigas de Internet”.

Así era ella en 2011, cuando tenía 16 años
Así era ella en 2011, cuando tenía 16 años

Con ellas empezó a juntarse de tarde en el Patio Olmos, en Córdoba, donde vive. “Una amiga en particular, que de por sí era flaca, estaba triste y decía ‘me veo gorda’. Todo el tiempo se ponía de perfil y se miraba el cuerpo”, recuerda. “Nuestros padres nos daban plata para merendar pero ella nunca compraba nada. Yo tenía 12 años y había aumentado de peso pero nunca le había prestado atención, hasta que empecé a mirarme como se miraba ella y a imitar esos comportamientos”.

La chica hacía publicaciones “pro Mía” (pro bulimia) y “pro Ana” (pro anorexia) y, Stefani, que le iba pisando los talones, se sumergió en ese universo y quedó atrapada.

“Los blogs ‘pro Mía’ o ‘pro Ana’ eran difíciles de encontrar pero cuando llegabas aparecía un mundo muy romantizado para que no te dieras cuenta de lo que estabas haciendo. Un mundo lleno de princesas, colorcitos y mandamientos, tipo ‘no comerás’ o ‘te pesarás todos los días’. También estaba lleno de frases tipo ‘no bajes tu cabeza princesa Ana, porque tu corona podría caer’”.

Las fotos que se sacaba en 2011
Las fotos que se sacaba en 2011

Era todo un trabajo ser parte: “A los 12, 13 años quedabas fascinada y asumías que la verdadera guerrera era la que nunca abandonaba. Había que estar días aguantando el hambre, vomitando, pero cuando podías pasar un día entero sin comer era todo un logro. El mayor placer era despertarme y tambalearme, una señal clara de que me estaba muriendo de hambre. Te hacían creer que así eras superior, que tenías el control sobre tu cuerpo. Te convertías en una guerrera...enferma”.

Con la plata que no usaba para comprar la merienda, Stefani empezó a planificar grandes atracones, por ejemplo, de galletitas. Después, claro, venían los vómitos. Pronto dejó de ver a esa amiga -”empeoró mucho y nos culparon a nosotros”- pero Stefani ya estaba adentro.

Los atracones estaban en una meseta cuando se cambió a un colegio de monjas. Ya había sufrido bullying en la primaria -”por mi peso, por mi color de piel, por usar anteojos”-, y volvió a suceder. Las otras chicas, también socializadas en la cultura de que no ser flaca era un horror, siguieron con los mandamientos.

“Si en vez de comerme un sándwich de miga en el recreo me comía dos me criticaban. ‘¿Pero te vas a comer dos?’. Terminé pensando ‘tal vez tienen razón, esto está mal’, y caí de nuevo. No podía cambiar mi color de piel, que es mi herencia familiar, ni dejar de usar lentes, entonces pensé ‘ser flaca es lo único que puedo controlar’”.

Usaba las remeras de Ben 10 de su sobrino de 4 años
Usaba las remeras de Ben 10 de su sobrino de 4 años

Nada, por supuesto, estaba bajo control: “No, yo vomitaba y lo escondía en potes de helado de tres litros debajo de la cama. Tenía estrategias para tirarlo después sin que nadie se diera cuenta pero un día vino una compañera y yo me había olvidado de tirarlo. Era un día de calor y, cuando entramos, el olor era insoportable”, cuenta.

“Después del atracón sentís culpa y cuando vomitás sentís alivio, mental y fisiológico, aunque lo único que hay ahí es autodestrucción. Cuando dejás de comer, en cambio, no hay ni siquiera alivio. Estás irritable, te duele la cabeza, la panza, tratás mal a todo el mundo, especialmente a los que te quieren”, lamenta.

Aunque muchos ven a las chicas con trastornos de la alimentación como superficiales a las que sólo les importan sus cuerpos, ser flaca era apenas la cáscara. “Cuando te preguntan por qué hacés esas cosas es tan difícil de explicar que lo fácil es decir ‘es que quiero ser flaca’. Pero ser flaca es la punta del iceberg, debajo suele haber algo más”, explica.

Se refiere a situaciones traumáticas que pujan por salir -abusos sexuales, padres violentos o con abuso de sustancias, bullying-, también a trastornos de la salud mental, como la depresión o un trastorno obsesivo compulsivo.

“Como vos estás en ese bucle tóxico, te llevás todo por delante, decís ‘no lo voy a hacer más’, y al rato otra vez estás tirando la comida o vomitando. La gente que te quiere ayudar se decepciona, siente impotencia, se cansa, piensa que lo hacés a propósito, que sos una caprichosa. Es doloroso para todos, eso lo entiendo recién ahora. Lo más difícil es asumir que no es un capricho ni depende de tu voluntad: es un trastorno de la salud mental”.

En 2013, cuando tenía 18 años. "En las fotos romantizaba la enfermedad con todo lo que copiaba de Internet", dice
En 2013, cuando tenía 18 años. "En las fotos romantizaba la enfermedad con todo lo que copiaba de Internet", dice

Volvió a cambiarse de colegio pero siguió por el mismo camino, ahora pegada a una amiga sana pero que nunca tenía hambre. “Terminó siendo la amiga perfecta para mis conductas autodestructivas”: la chica con la que pasaban tardes enteras con un vaso de agua y un chupetín. “Le mentía, le decía que tenía ganas de caminar, pero todo era parte de un plan malévolo que estaba en mi mente para quemar más calorías”.

A los 17 años la internaron por primera vez: había tomado lavandina. “Quería que me quemara la garganta así no tenía que comer nunca más”, cuenta. Fue muy difícil sostener en una clínica y con vigilancia esa red que había tejido -dónde tirar la comida, cómo esconder el vómito-, pero lo logró.

Su vida “ya era un caos total”: había dejado la facultad, “ese año me la pasé vomitando café, que era lo único que ingería”. A los 18 Stefani llegó a los 36 kilos: la edad de una adolescente, el cuerpo de una nena. Sus pechos no se habían desarrollado, pasó un año y medio sin menstruar, la médica que la vio le advirtió que no iba a poder tener hijos.

A los 19 todavía era una adolescente en el cuerpo de una nena
A los 19 todavía era una adolescente en el cuerpo de una nena

Para ese entonces apareció otro síntoma: empezó a relacionarse “sexualmente con cualquiera, yo me veía a mí misma como un objeto sexual”. El embudo se había puesto demasiado estrecho: Stefani no paraba de cortarse el cuerpo, los pensamientos suicidas la estaban acorralando, tenía una depresión grave. Fue ahí que la internaron por segunda vez, ahora en una clínica psiquiátrica.

Fue recién ahí, ya a los 19 años, que pudo hablar por primera vez del abuso sexual que había sufrido en su infancia. En los flashes hay un amigo de su hermano que iba a su casa a jugar a la computadora, “y cada vez que venía hacía que me sentara en su falda y hacía movimientos extraños. Yo tenía 3, 4 años, ellos veintipico, yo pensaba que era un juego. Hubo muchas situaciones así, también sacaba el pene y me lo mostraba”.

Poder hablar, sin embargo, no resolvió el problema mágicamente. “Al principio, las conductas autodestructivas aumentaron. Hablar me reavivó un montón de traumas, empecé a cortarme y a vomitar más que nunca, estaba mucho más inestable. Estaba todo el tiempo pensando en eso: ¿nadie se había dado cuenta? ¿mi hermano estaba ahí o no estaba? ¿dónde estaba mi mamá?”.

"Yo tenía asumido que me iba a morir vomitando, pero no fue así", dice
"Yo tenía asumido que me iba a morir vomitando, pero no fue así", dice

Dice ella que, en su caso, los tratamientos específicos para la bulimia y la anorexia -donde hay que registrar en una libreta todo lo que se come- no le sirvieron. Sí la terapia grupal e individual con psicólogo, psiquiatra y medicación, porque los trastornos de la salud mental no se arreglan con voluntad ni con “pilas”.

Fue su psiquiatra - “la persona que me tuvo fe”- quien la ayudó a entender que eso de “garchar con cualquiera” podía tener que ver con la desvalorización que suelen sufrir algunas sobrevivientes de abuso sexual, eso de sentirse “un objeto sexual”. Para muchas, además, lleva años desarmar la creencia de que tuvieron la culpa, de ahí la autodestrucción. “Fue muy aliviador poder hablar de esas situaciones traumáticas”, dice ella ahora que tiene 26 años y lleva casi cinco “bien”.

“Yo tenía asumido que me iba a morir vomitando, sentía que para mí no había futuro, que no tenía escapatoria, incluso llegué a estar orgullosa de eso: me iba a morir flaca, todo un logro”, cierra. “Pero no fue así. Ahora disfruto de las comidas con mis amigas, hago deporte, soy vegana. He tenido recaídas, sí, no es todo mágico, pero las recaídas son parte del proceso. Cuando me pasa eso miro para atrás y veo la diferencia: ahora si sé que puedo estar bien”.

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