La relación de Rosalía con la religión católica es cultural, estética y biográfica, más que doctrinaria o militante. Nunca fue una artista confesional, pero el catolicismo atraviesa su obra de manera persistente, igual que en la de gente como Leonard Cohen o Nick Cave.
Rosalía creció en Cataluña, en un entorno social donde el catolicismo es parte del paisaje cultural. Ha dicho en entrevistas que fue educada en la tradición católica, aunque no se define como practicante. La religión aparece más como herencia simbólica que como fe organizada.
En su obra, desde su primer disco, Los Ángeles, el imaginario católico es central. En la iconografía (vírgenes, martirios, espadas, velos, procesiones, lágrimas), el lenguaje (culpa, redención, sacrificio, pecado, expiación), y la gestualidad/estética (poses que remiten al dolor sacro o a la santidad barroca). Todo esto no es casual, el catolicismo español, especialmente el andaluz, ofrece un repertorio visual y emocional muy potente, cercano al flamenco y a la tragedia. Es una obviedad, pero está clarísimo que Rosalía bebió mucho de esto y es donde están sus principales referencias musicales y estéticas.

En su segundo disco, El mal querer, inspirado en una novela medieval (Flamenca), el catolicismo funciona, además, como una especie de marco moral opresivo, donde el sufrimiento femenino aparece sacralizado, el amor romántico se presenta como martirio y la violencia se legitima simbólicamente mediante la culpa y la obediencia.
La obra de Rosalía puede leerse como una arqueología sensible del tiempo. Cada disco abre una capa histórica distinta y la hace resonar en el presente mediante lenguajes musicales contemporáneos. En ese movimiento se juega algo más que una experimentación estética, es una búsqueda de sentido en una época que perdió sus rituales, pero no su necesidad de trascendencia.
Los Ángeles instala desde el inicio un vínculo con la muerte. No como final, sino como umbral. El flamenco aparece allí no solo como género musical, sino como archivo emocional de una cultura atravesada por el duelo, la persecución y la intemperie histórica. La muerte no es decorado: es estructura. Rosalía toma esa tradición –forjada por comunidades romaníes desplazadas, vigiladas, expulsadas– y la trae al presente sin ironía, con una sobriedad casi litúrgica. El pasado no es nostalgia, sino herida activa.
Con El mal querer, el gesto se vuelve más explícitamente político. Al dialogar con la novela anónima El Roman de Flamenca, ella reactualiza una obra medieval censurada por subversiva, no por herejía teológica, sino por atreverse a pensar a la mujer como sujeto de deseo, inteligencia y autonomía. El medioevo deja de ser pasado remoto para volverse espejo incómodo.
Motomami rompe con toda ilusión de continuidad. El cuerpo irrumpe, fragmentado, expuesto, performático. Es el disco de la carne, del pulso, del presente absoluto. Pero incluso allí –en su aparente secularización– subsiste una lógica ritual de repetición, mantra, trance, descarga. El cuerpo ya no se sacrifica sino que se afirma. Pero la pregunta por el sentido no desaparece, solo se desplaza.
Ese desplazamiento encuentra su forma más radical en Lux. Rosalía no se apoya en una tradición musical específica, sino en una constelación espiritual. Santas, místicas, poetas y pensadoras atraviesan el disco como presencias, no como citas eruditas. Hildegarda de Bingen, Juana de Arco, Santa Olga de Kiev, Santa Rosa de Lima o Simone Weil no aparecen como modelos de virtud, sino como figuras de intensidad. Mujeres que pensaron, crearon y actuaron desde una espiritualidad encarnada, conflictiva, muchas veces dolorosa.
Lux no es un álbum religioso en sentido doctrinario. Es, más bien, un intento de recuperar una dimensión espiritual después del colapso del dogma. Rosalía no predica, no afirma verdades, no ofrece redención. Pregunta. Duda. Oscila entre lo terrenal y lo astral, entre el deseo y el desapego, entre la voz desnuda y la orquesta monumental. La estructura en movimientos, el uso de múltiples lenguas, la centralidad absoluta de la voz construyen una experiencia que remite menos al concierto pop que al rito.
La clave está en la idea de receptáculo. Frente a la narrativa heroica, Lux propone otra lógica: no la conquista, sino la contención; no el clímax, sino el proceso; no el Yo, sino la apertura. La espiritualidad que emerge no es la del poder, sino la de la vulnerabilidad. No la del triunfo, sino la de la entrega.

Cuando Rosalía canta en “Reliquia” que “mi corazón nunca ha sido mío, siempre lo doy”, no enuncia una sumisión, sino una ética. El amor, en esta obra, no es posesión ni fusión, sino distancia compartida, como escribió Simone Weil. Amar es aceptar la separación. Creer, acaso, también.
Vivimos en un tiempo que desarmó los grandes relatos, pero no produjo equivalentes capaces de organizar el sentido. Lux aparece ahí: no como un regreso conservador a la fe, sino como un intento de reinscribir lo espiritual después de su colapso.
Que una de las artistas pop más influyentes del mundo vuelva, una y otra vez, a Dios -aunque sea por fragmentos, restos, preguntas- no es un dato estético menor. Es un síntoma. Dice menos sobre la fe personal de Rosalía que sobre el vacío simbólico de la época que la escucha.
En un presente saturado de tecnología, velocidad y ruido, Lux no ofrece respuestas, pero sí una pausa. Una luz tenue, no cegadora. Rosalía no vuelve a la fe de sus orígenes, sino que la atraviesa, la fragmenta y la reconfigura. No reza, canta. No dogmatiza, busca. Y en esa búsqueda, su obra deja entrever una pregunta que sigue abierta: qué forma puede tomar hoy lo sagrado cuando Dios ya no organiza el mundo, pero el mundo sigue necesitando sentido.
[Fotos: Columbia Records vía AP y archivo]
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