La belleza del día: “El jilguero”, de Carel Fabritius

En tiempos de incertidumbre y angustia, nada mejor que poder disfrutar de imágenes hermosas

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"El jilguero", la pieza de
"El jilguero", la pieza de Fabritius, se encuentra en el Museo Mauritshuis de La Haya

El jilguero es un óleo sobre lienzo del pintor holandés Carel Fabritius, pintado en 1654. El cuadro, un pequeño óleo sobre madera, (33,5 por 22,8 cm) exhibe una luz tangible y una equilibrada composición, según la crítica, más oriental que europea. La obra forma parte de la colección permanente del museo Mauritshuis —donde también están entre otras grandes pinturas La joven de la perla de Vermeer y La lección de anatomía del Dr. Tulp, de Rembrandt—. Las tres obras fueron pintados en la edad dorada, la primera mitad del siglo XVI, de la llamada escuela de Delft, una ciudad del sur de Holanda situada a medio camino entre Rotterdam y La Haya. En el año 2000, la pintura de Fabritius fue restaurada.

En el cuadro aparece un jilguero a tamaño real con una pata atada por un cordel. Fabritius usa la técnica del trompe l’oeil, un engaño deliberado, una ilusión óptica que el artista consigue en este caso espesando la pintura en la figura del pájaro. En la época, solían capturar esta ave para tenerla como mascota y se las entrenaba para que bebiesen de un recipiente escondido en el interior del refugio de madera o para que llevasen en el pico granos de alimento hasta las manos de los dueños.

Se cree que la pintura estaba destinada para una familia de La Haya apellidada “De Putter”, que quiere decir jilguero en neerlandés. La obra perteneció al Caballero Joseph-Guillaume-Jean Camberlyn, y a sus herederos en Bruselas. En 1865, terminó en París en manos de Étienne-Joseph-Théophile Thoré, quien la vendió al Hôtel Drouot en 1892. El 27 de febrero de 1897, Abraham Bredius la compró para el Mauritshuis, la famosa galería real de pinturas por 6.200 francos.

La pintura está rodeada de misterio: la tabla sobre la que está pintada es demasiado delgada, hay signos de pequeños clavos en las cuatro esquinas, lo que a algunos historiadores les hizo pensar que se trataba de una obra de encargo para el rótulo de algún tipo de tienda o comercio, y la firma y la fecha están pintadas en un tono levemente menos brillante que la pared de fondo, lo que casi impide verlas a no ser que el espectador se aleje unos metros del cuadro.

Fabritius fue un artista reconocido en vida y tuvo un destino trágico ya que el mismo año en que pintó El jilguero decidió no ir a la concurrida feria que se celebraba el lunes 12 de octubre de 1654 en La Haya y a cambio eligió quedarse en su estudio en Delft porque debía terminar un retrato.

Poco antes del mediodía se registró, a una manzana de la casa del pintor, la explosión de 30 toneladas de pólvora que estaban alojadas en un antiguo convento. La deflagración fue enorme y se escuchó a cien kilómetros de distancia. Prácticamente todo el casco urbano de Delft quedó en ruinas. Murieron centenares de personas —nunca se precisó la cifra—y hubo miles de heridos. Aunque lo sacaron vivo de los escombros, Fabritius murió poco después. Tenía 33 años y con la destrucción del estudio se perdieron casi todas sus obras. Sólo se conservan unas 18 y parte de ellas eran ejercicios juveniles que realizó bajo la tutela de Rembrandt.

La pintura El jilguero tiene un papel principal en la celebrada novela del mismo nombre de la estadounidense Donna Tartt de 2013, ganadora del Pulitzer en 2014 y adaptada al cine en 2019 por John Crowley. La novela de Tartt ( Mississippi, 1963) es una de las mayores ficciones en lo que va del siglo, con una historia que la guía y con decenas de pequeñas historias aledañas y reflexiones sustantivas sobre la vida, el arte, la amistad y el amor que fluyen en cada uno de sus capítulos. La tragedia está presente desde el vamos. “Me encontraba aún en Amsterdam cuando soñé con mi madre por primera vez en mucho tiempo”, dice la primera línea de esta novela voluminosa, abrumadora y extraordinaria que ningún amante del arte y la literatura debería dejar pasar.

La novela arranca con su protagonista adolescente, Theo Decker, viviendo con su madre en un pequeño departamento de Nueva York; su padre ha desaparecido y nada saben de él. Madre e hijo tienen una relación intensa, entrañable. Llueve fuerte el día en que, mientras esperan que pase algún taxi vacío, deciden entrar al Metropolitan Museum para ver una muestra de pintura holandesa: allí verán el cuadro favorito de su madre, el que da el título a la novela, la pequeña pieza pintada por Carel Fabritius en 1654 que hoy es nuestra belleza del día.

Discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer, a quien legó “la cualidad de la luz”, Fabritius murió a los 32 años en una explosión en Delft, como le cuenta la madre al hijo en la novela mientras mira, extasiada, la primera obra de la que se enamoró cuando era pequeña, ese tiempo en el que se quedaba horas sentada junto a su cama, mirando en un libro la reproducción de la pequeña y hermosa ave encadenada. Esto sucede momentos antes de la explosión de una bomba en el museo que hará estallar en pedazos el edificio y también la vida del propio Theo, quien huye llevando la cotizada pieza y comienza un viaje por ciudades (Nueva York, Las Vegas, Amsterdam), casas (la de la familia Barbour, la de su padre, la de Hobie) y ánimos (el desamor de la orfandad, el conocimiento del oficio de restaurador, el sube y baja de las drogas, los vínculos con distintas mafias) que dura más de diez años y en el cual la verdadera búsqueda sigue estando dentro suyo.

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