“Dinerman viene a la ciudad”, un cuento de Eduardo Berti

Infobae Cultura publica uno de los relatos que integran “Círculo de lectores”, libro editado este año por Páginas de Espuma

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"Círculo de lectores", de Eduardo Berti
"Círculo de lectores", de Eduardo Berti

Para Alberto Manguel

I

El señor Kobler, un anciano abogado húngaro con título de nobleza, coleccionaba libros y lectores y tenía una gran casa de campo a media hora de Budapest, consagrada por completo a albergar una biblioteca tan desbordante que, en vez de limitarse a ocupar aquel ámbito, continuaba en su domicilio fijo de la capital, suerte de anexo destinado a los libros de poesía y a los ensayos de interés general. Eso en cuanto a la primera y más usual de sus pasiones: los libros (que él prefería manidos y polvorientos); sin embargo, si en algo se había destacado Kobler, a tal punto que en Europa se hablaba bastante de ello, era por su colección de lectores. Esta segunda colección se diferenciaba de la otra, según sus propias palabras, porque no era «acumulativa». Si a casi nadie permitía Kobler manipular sus libros, los mismos que él abría y cerraba solamente con unos guantes especiales, dignos del más concienzudo de los cirujanos, la colección de lectores exigía un rito gregario que él celebraba nunca menos de dos veces por año y que contaba, desde luego, con un público selecto. Había en esos encuentros algo de exhibición de atrocidades, semejante a los espectáculos de Charcot. Era bastante sabido que, de joven, recién terminada la guerra, el señor Kobler había soñado con la medicina, pero su padre lo había obligado a estudiar abogacía. Tanto en el detalle sutil de los guantes para los libros como en la especie de tinglado que solía montar en su casa, en el centro de un altillo donde cabían veinte personas sin problemas, salía a relucir aquella vocación médica frustrada.

La colección de lectores constaba de unos treinta casos que, a lo largo de muchos años, Kobler había presentado con éxito a su auditorio. Por supuesto, los casos eran singulares: un hombre que solamente leía con el libro al revés, las letras patas arriba; una mujer a la que le bastaba con hojear el libro a toda velocidad para aprehender todo su contenido; un hombre para quien leer significaba tachar y, en consecuencia, acababa con páginas y páginas cubiertas de gruesos trazos: volúmenes «clausurados». Cosas así. A diferencia de otros coleccionistas de menor talla, que se limitaban a describir a tal o cual lector, como mucho exhibiendo fotografías de este o aquel, Kobler no estimaba haber sumado otra pieza de valía hasta que el nuevo lector no era expuesto a su auditorio, en el altillo de su mansión en el centro de Budapest. Si para ello había que pagar viáticos, Kobler pagaba. Los lectores, por lo común humildes y con problemas de diversa índole, solían agradecer el pago de un dinero más que esa hora de efímera gloria.

Un muy selecto círculo de libreros, editores, autores y –por qué no– periodistas componía el público de Kobler, que en los últimos dos años había llegado a rechazar incontables solicitudes de admisión, en su mayoría efectuadas por amigos o relaciones de los ya admitidos. Para obtener casos tan raros, Kobler se apoyaba en un equipo de cazalectores comandado por un cierto Ferencz Mickucz; un equipo tenaz, aunque algo inconstante, cuya búsqueda no sabía de fronteras. El señor Kobler había recibido hacía cuatro o cinco años la visita de una mujer capaz de leer dos libros en simultáneo, incluso en dos idiomas diferentes: la mujer había colocado un libro en cada rodilla y había pasado media hora en un extraño trance. El señor Kobler también había recibido, casi una década atrás, a un hombre que, a medida que avanzaba en la lectura de una novela, adivinaba lo que ocurriría en las páginas posteriores. Para evitar sospechas de los asistentes, Kobler había propuesto que uno de ellos llevase un texto especialmente creado para la ocasión y este hombre, no sin malicia, había pergeñado una trama sin pies ni cabeza, de arabescos impredecibles. El lector había empezado con titubeos, tal vez no estaba habituado a esa clase de ficciones, pero al llegar a la mitad había intuido el resto con exactitud.

II

Cualquier coleccionista se habría sentido muy orgulloso con semejantes ejemplares; sin embargo, últimamente habían llegado toda clase de rumores a oídos de Kobler: se comentaba en Budapest que la mitad de los casos, por no decir la totalidad, eran falsos; se deploraba que la colección no hubiese contado jamás con un lector nacido en Hungría. Esto último, creían muchos, era lo más vergonzoso. Sus más fieles cazalectores, como Mickucz o Szálasi, intentaron serenarlo: los rumores eran fruto del despecho y procedían de personas que Kobler no había admitido en el círculo. Para tapar las bocas de sus detractores y convencer del todo a sus simpatizantes, Kobler no solo se propuso dar con el más extravagante de los lectores del mundo, sino que a sus auxiliares les ordenó que este debía ser húngaro: de padres, de abuelos y hasta de bisabuelos húngaros. Su plan incluía invitar, de manera sorprendente, a los postulantes que había rechazado.

Por lo común, los cazalectores telefoneaban una vez al mes o le pasaban un informe por escrito. «Me han hablado de un extraño caso en Berlín, viajo mañana», indicaban. Si alguna que otra pista pronto demostraba su falsedad, abandonaban la pesquisa de inmediato. Los cazalectores, por cierto, no tenían la mejor reputación; cada tanto, uno de ellos desaparecía por un rato (Kobler pensaba que llevaban vidas medio disolutas), pero demostraban buenas intenciones y en conjunto resultaban eficaces.

El señor Kobler sabía que lo solicitado esta vez era un lector mucho más específico. Sin embargo, no perdía las esperanzas. Tan solo al cumplirse tres meses empezó a inquietarse un poco. Más grave fue cuando un asiduo miembro de su público quiso saber con qué «nuevo ejemplar» pensaba deleitarlos. Le respondió una vaguedad y, acto seguido, se refugió entre sus libros, que tenía un poco olvidados. Eran las once de la noche, si no ya las once y media, cuando el teléfono sonó en la casa de campo de Kobler y este se abalanzó a atender sin quitarse los guantes con que manipulaba las páginas. La voz grave de Ferencz Mickucz se oía más ansiosa que nunca:

–Tengo a Dinerman, ¡lo tengo! No podemos dejar que escape otra vez.

Kobler no recordaba haberle dado a Mickucz ni a ningún cazalector el número telefónico de su casa de campo. Pero la palabra mágica, el apellido Dinerman, le hizo olvidar ese detalle.

Dinerman era, en rigor, el motivo por el que Kobler había empezado a coleccionar lectores. Todo era culpa de un libro llamado Lector in fabula, una suerte de historia de la lectura que poco y nada agregaba a las preexistentes, salvo un anexo apasionante, lleno de casos insólitos. De esos casos, uno solo aludía a una persona viva: un tal señor Dinerman, a quien el autor del libro había visitado.

III

Dinerman tiene tres manías. La primera: solo lee libros que compra a pasos de su casa, siempre en el mismo comercio. La segunda: los libros se van agrupando en una gran biblioteca por riguroso orden de llegada, de arriba a abajo y de izquierda a derecha, y es así como él los lee. La tercera: lee dos veces cada libro, una de principio a fin y otra en el sentido inverso, aunque no letra por letra, sino palabra por palabra. De esta forma, si una novela concluye con «Rastignac fue a cenar a la casa de madame de Nucingen», él se niega a dar por cerrado el asunto y continúa leyendo que «Nucingen de madame de casa la a cenar a fue Rastignac», sin detenerse hasta haber desandado todo el libro.

La más extraña de sus manías es, desde luego, la última. Aunque conviene expresarse con cautela: resulta incorrecto decir que Dinerman lee «dos veces» ya que no hace distingos de esa clase y, aun cuando habla de un «camino de ida» y otro «de vuelta», se trata de una sola lectura para él.

Kobler sabía de memoria los nueve párrafos consagrados a Dinerman en Lector in fabula.

Por qué Dinerman lee así desde hace más de cuarenta años es un misterio absoluto. ¿Acaso alguien, por error o mala fe, le indicó que era lo correcto? ¿O acaso Dinerman es un autodidacta que infirió equivocadamente las reglas del buen lector? Existe una tercera explicación, un tanto más improbable: Dinerman creció y se educó en una ciudad extranjera donde parte de la población leía en hebreo; puede ser que a la distancia –él es un hombre distante: pudoroso y respetuoso– viera a los que leían en hebreo y a los que no y entendiese que unos y otros leían en un mismo idioma.

Alguien dirá, a todo esto, que aún más grave que el «método Dinerman» es la actitud de la gente, que no le avisa que lee «medio» libro en vano. Pero ha corrido el rumor de que es una suerte de sabio. Hasta se habla de descubrimientos asombrosos. Y ya se sabe que muchos, ante la conducta de un sabio o de un genio, no hacen más que encogerse de hombros.

En todo caso, es una pena que Dinerman, tan renuente, nunca hable de sus lecturas. Si no lo hace es porque estima que podría emplear leyendo ese tiempo precioso, pero las muy raras veces en las que su calvo librero consiguió arrancarle algo sobre el libro que llevaba bajo el brazo (Dinerman vive con un libro bajo el brazo, siempre bajo el brazo derecho porque es zurdo) oyó decir que «a partir de la mitad la acción decae», que «el epílogo es confuso» o que «el autor, llegado un momento, se puso a experimentar».

Hemos escrito que Dinerman habla de dos caminos, a los que llama «ida» y «vuelta». A su juicio, la sapiencia de los libros reside ahí: ellos encarnan para él una hermosa metáfora, una metáfora insuperable del hecho de existir, y todo libro es como una gran montaña; en un comienzo se hace arduo de escalar o de abordar, ya que es urgente hacer pie, entender a los personajes, instalarse en la red de acciones; pero una vez que se ha alcanzado la cumbre, la cima de comprensión (generalmente en la mitad, ha observado Dinerman), todo se vuelve luminoso, como una persona en sus plenas facultades. Luego viene, por supuesto, el trecho «de vuelta», el descenso, y aquel mundo familiar parece ahora ensombrecerse, desmigajarse. Todo es más arduo, el paisaje se rarifica, los personajes se ven bastante extenuados, tanto o menos que el autor.

Dinerman ha oído decir que todos o casi todos los escritores corrigen más los inicios que los finales y que detrás de este hecho hay una razón muy simple: lo que escribieron con mayor antelación fue sometido más veces al proceso de reescritura. Desde entonces él sostiene, convencido, que un autor demuestra su aptitud en el «camino de vuelta». Y que lo mismo ocurre con los traductores. Dinerman habla bien inglés y, tiempo atrás, al revisar la traducción de una novela de Walter Scott, encontró errores muy graves en la «segunda parte».

El señor Dinerman tiene el hábito de subrayar los libros, pero siente un gran fastidio cuando, en su camino de vuelta, le resulta muy pedestre un pasaje que marcó a la ida, maravillado. La decepción que le suscita este reencuentro llega a veces a eclipsar el goce sentido al derecho.

Muchas novelas empiezan de manera convincente, otras de modo extraordinario. Dinerman sabe de casos más o menos célebres, como «Éramos cuatro: George, William Samuel Harris, yo y Montmorency» (Tres hombres en un bote de Jerome K. Jerome, cuyo nombre puede leerse «dinermanamente») o el inicio de Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen». Lo más arduo, sostiene él, pasa por recomenzar. Y en tal sentido ningún libro lo conmueve como el Ulises de Joyce, cuyo reinicio es un ejemplo de música y vigor: «Yes will I yes said I yes and mad like going was heart his and yes perfume all breasts my feel could he…».

IV

Los cazalectores pensaban que atrapar a Dinerman equivalía a ganarse el favoritismo de Kobler. Dos de ellos habían estado muy cerca de conseguirlo o, por lo menos, eso habían asegurado. El mayor inconveniente era que, tras varios intentos fallidos, el señor Dinerman sabía que era objeto de una pesquisa y se había vuelto más esquivo e inhallable.

Kobler estaba aún en su casa de campo cuando, dos o tres días más tarde, hubo un segundo llamado de Mickucz. La voz se escuchaba alterada, como si el viejo cazalectores hubiese bebido de más. El diálogo, así y todo, fue bastante normal.

–He hablado con Dinerman. Acepta si después lo dejamos tranquilo.

–Dígale que sí, que sí… –se excitó Kobler.

–Eso hice sin consultarlo, señor.

–¿Y entonces?

–Hay un detalle: los honorarios… El triple de lo acostumbrado. Aunque me dijo que por eso, si usted lo desea, está dispuesto a decir que su abuela era húngara y que él se siente uno de los nuestros.

–¡Magnífico! –exclamó Kobler–. Cierre ya mismo el trato y pídale que venga en tres semanas.

Esa noche, de regreso en Budapest, Kobler no pudo dormir. ¡Dinerman en su colección! Apenas Mickucz confirmó la fecha exacta en la que este llegaría a la ciudad (tenía miedo a los aviones, solo se desplazaba en tren), Kobler mandó a imprimir unas tarjetas lujosas, a modo de invitación, y entre los destinatarios incluyó a quienes habían pedido una vez ser parte de la concurrencia. Pronto empezó a rondarle la siguiente idea: con Dinerman le pondría un broche de oro a su colección. Tras semejante lector todo sería declive.

V

A diferencia de otros invitados, el señor Dinerman había pedido llegar a Budapest dos horas antes de su presentación. Después, sí, pasaría una semana en un lujoso hotel del lado de Pest, como lo fijaba el contrato.

Mientras Mickucz aguardaba en la confitería de la estación terminal, el señor Kobler ponía orden, sin ayuda de nadie, en el altillo. No tenía sirvientes que pasaran la noche. No toleraba la presencia permanente de nadie en su mansión. Cada tanto una cocinera o una empleada doméstica venían a quitar el polvo o a preparar un buen plato, cobraban un dinero y se iban. Solo eso.

La concurrencia fue más puntual que otras veces. Curiosamente, notó Kobler, los más asiduos se mezclaban sin conflicto con los nuevos. ¿Había una excitación mayor que en los encuentros precedentes o era él que, de puro ansioso, veía las cosas así? El bullicio hizo que Kobler oyera el teléfono solo al cabo de unos minutos. Era Mickucz desde la estación. Su voz se oía, de nuevo, como empapada de alcohol.

–Es raro, son las siete y media… El tren llegó a las seis y cuarto, pero Dinerman no está por ningún lado.

–¿Se fijó bien? ¿Llamaron por el altavoz?

El cazalectores repuso que era una excelente idea. Pero minutos después volvió a llamar:

–No está… No vino, no sé…

–¡Me lo temía! –exclamó Kobler–. ¡Fue un error permitirle viajar solo!

Mickucz quiso replicar, pero no pudo.

Kobler cortó enfurecido y, cuando quiso darse cuenta, estaba como un actor subido en su propio tinglado. Cada asistente lo observaba con un ojo, mientras con el otro buscaba la silueta de Dinerman.

–Es un… vulgar estafador –titubeó Kobler, sin demasiada noción de lo que hacía–. Prometió venir. Pidió dinero, el triple de lo habitual. Todo por adelantado. Y, por supuesto, no vino… Si su abuela fuese verdaderamente húngara, ¡pero no! Seguro que en estos momentos se ríe de todos nosotros mientras cuenta los billetes…

La asistencia empezó a abandonar el lugar. Los primeros en irse fueron los enemigos de Kobler, muchos de ellos sin dignarse a disimular sus sonrisas. Ciertos asiduos concurrentes soltaron unas palabras de consuelo que exasperaron más al anfitrión. A estos últimos les confió una sospecha que acababa de asaltarlo: tal vez Dinerman se había aliado con el bando rival.

VI

La mansión del señor Kobler estaba totalmente a oscuras. Mickucz pulsó el timbre un par de veces, en vano. Hasta se atrevió a gritar:

–¡Señor Kobler, señor Kobler!

Aquello era preocupante. ¿Y si había ocurrido algo malo?

En el destacamento policial le explicaron que únicamente los bomberos podían derribar la puerta. Los bomberos replicaron que ellos solo echaban abajo alguna puerta si había humo o fuego visible, a menos que existiese una orden judicial. Un cerrajero le pidió una suma exorbitante y dijo:

–Es la tarifa nocturna. Después de las ocho y media de la mañana resultará más barato.

Mickucz había gastado más de la cuenta en la cafetería de la estación terminal. De sus pasiones como bebedor, la más notoria era el whisky. Y la verdad es que no había buscado mucho a Dinerman: había mirado el reloj en un momento, había pedido un whisky con hielo, otro más, y también tres, había oído un lejano alboroto en el hall de la estación y, al mirar de nuevo el reloj, había caído en la cuenta de que eran las siete y pico de la tarde.

El cerrajero, al cabo de una larga pero siempre amable discusión, aceptó cobrar la tarifa diurna a cambio de hacer su trabajo a las siete de la mañana. A nadie pareció llamarle la atención que dos hombres desconocidos violasen la puerta principal de una de las casas más distinguidas del vecindario.

Adentro, todo era silencio. Había tantas habitaciones que era como extraviarse en un laberinto. El cerrajero gritó de pronto:

–¡Una luz!

Subieron por la escalera.

–Déjeme a mí –dijo Mickucz con voz solemne y abrió una puerta entornada. Entonces vio al señor Kobler, boca abajo sobre una alfombra mullida. En la mano derecha tenía un guante raro y a escasa distancia, también sobre la alfombra, yacía un libro: Lector in fabula.

Aunque parecía muerto, respiraba. Con ayuda del cerrajero lo trasladó a un hospital. En el trayecto, mientras el cerrajero le pedía al taxista que se saltara los semáforos porque era un caso de vida o de muerte, Mickucz notó que los labios del señor Kobler temblaban. Acercó la oreja y creyó oír:

–Vulgar estafador… vulgar estafador…

Un médico les dijo que Kobler estaba delicado.

–Una descompensación. Una hora más y moriría…

El cerrajero no se iba de su lado, como si fuera un pariente o un amigo del señor Kobler.

–Es mi culpa –dijo cuando Mickucz menos lo esperaba–. Yo tendría que haber cobrado anoche la tarifa normal. El pobre hombre pasó siete horas de más en ese estado. ¿Y si eso provoca su muerte? ¿Se da cuenta de lo que hice?

El cazalectores intentó consolarlo y caviló que el cerrajero, allí a su lado, venía a salvar el honor de la humanidad. No todos eran «vulgares estafadores» como el bribón de Dinerman.

–Lo invito a tomar algo mientras atienden al señor Kobler.

Fueron al bar del hospital y pidieron dos cafés, una vez que el mozo les explicó que no servían alcohol por tratarse de un centro de salud.

Bastante por casualidad, hojeando un diario puesto al alcance de todos, Mickucz vio una noticia en la sección policial: «Viajero se niega a descender en la estación terminal. Pese a la intervención de los agentes de seguridad, el viajero se negó a ceder su plaza al pasajero que debía hacer el trayecto en sentido opuesto argumentando que su viaje solo se había cumplido a medias porque…».

No tuvo que seguir leyendo. «Es él, ¡Dinerman!», razonó, «dime cómo lees y te diré cómo viajas…».

–Ahora entiendo… Ahora está claro –dijo con una especie de gesto triunfal.

El cerrajero, que pedía un segundo café, lo miró a la espera de una explicación. Mickucz estaba pensando: «Ojalá que el señor Kobler se despierte de inmediato. Debo leerle esta noticia».

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