El pene sin atributos: anticipo de “Anatomía humana”, de Andrés Neuman

En su nuevo libro, el autor argentino radicado en España realiza un recorrido poético, político y erótico por el cuerpo. Infobae Cultura publica un capítulo a la manera de adelanto

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“Anatomía sensible” (Páginas de Espuma), de Andrés Neuman
“Anatomía sensible” (Páginas de Espuma), de Andrés Neuman

La responsabilidad histórica no le permite asumir su gloriosa nimiedad. A semejanza de un texto ilegible por exceso de cercanía, sus misterios son frontales. Se esconden a gritos.

El poder del pene –y, muy en especial, su inoperancia– radica en la terquedad del epicentro. Como esas pequeñas ciudades que se sueñan a cargo de un país, este apéndice con ínfulas nace en estado de alerta, se reproduce por semiótica y muere sin salir de su error. Lleva toda una vida descubrir la ironía del pene, que convierte cada imagen en un autorretrato.

Hay quienes lo detentan al estilo de un cetro: su monarquía es menos absoluta que breve. Otros lo consideran pilar de su existencia, lo cual tiende a combarlo. Para algunos representa un viejo tronco, asociación que propicia comportamientos leñadores. Los amantes del motor visualizan quizás una palanca. Sus aceleraciones arriesgan al piloto y, con frecuencia, su sentido del freno. Los racionalistas lo sintetizan en una transversal propensa a las intersecciones.

Los malentendidos acerca de la erección –muy al contrario que ella misma– parecen no tener fin. Declarar que el miembro relajado se halla en reposo lo reduce a una suerte de larva, o a un invertebrado preparándose para hibernar. Lo cierto es que nunca duerme: lo desvela el puntual campanario del testículo.

Cuando el pene prospera, cuando escala, nos provoca un asombro inaugural. Este principio no se circunscribe en modo alguno al miembro propio. Ni la más severa de las carmelitas ni el más homófobo de los censores lograrán reprimir, frente a este efímero despertar, un instante de interés. Pataleos, escarnios o repulsas vendrán después a socorrer al testigo. Pero ya será tarde para que la retina olvide.

Junto a la gravedad y la rueda, probablemente el coito sea una de las obviedades más extrañas de las que tenemos noticia. Los forcejeos arrancan en su gramática. ¿El miembro ejerce de sujeto, objeto o circunstancial? ¿Cuántas voces pasivas exige una voz activa? Ebrio de propiedad, el diccionario delira que penetrar equivale a poseer. Acaso penetrar, como ser penetrado, signifique transformarse en el otro.

Sus edades proponen un carnaval de metamorfosis. El pene bebé nos saca la lengua: es pura travesura y exabrupto. El adolescente incurre en cierto afán olímpico. Abusa del entrenamiento, obsesionado con el podio. Menos competitivo, el maduro dosifica su esfuerzo y ritualiza sus descansos. El pene anciano se mece entre la introspección y la retrospectiva. Bajo su fragilidad cobija una última infancia, donde cada caricia es una madre.

La memoria del miembro supera a su tamaño. En otras palabras, crece con su capacidad de evocación. Los hay de dimensiones pobres y recursos cuantiosos. Notables en rango y escasos de sintonía. El justo medio obtiene consenso en las alcobas. Su única objeción es la falta de acontecimiento: se trata de la talla de casi todo el mundo.

En términos de perspectiva, el pene longilíneo señala un horizonte al que no llega. El ancho agolpa su enjundia en la región central, a semejanza de algunos nudos marineros. Su gravidez no impide la altura de sus expectativas. El cuneiforme mantiene un aire mitológico, entre el centauro y la viñeta hindú. De tallo ascendente y glándula explosiva, el modelo nuclear apuesta por la intimidación. Fracasa cuando agrede. Indefinidas querencias desvían al oblicuo, que hace de parabrisas en el éxtasis.

Andrés Neuman (Anto Magzan)
Andrés Neuman (Anto Magzan)

La fruta primordial que emerge del prepucio no tiene temporada. Sufre podas por razones sanitarias, religiosas o estéticas. El glande resume la contradicción del miembro; se oculta y exhibe en la misma medida. También duales, aunque rara vez simétricos, los testículos bifurcan su legado. La relación del huevo con su par recuerda a dos mellizos compartiendo habitación: el parecido los une, el espacio los enfrenta. Su interior emula el griterío de los átomos.

Las manchas en la superficie del pene vienen siendo analizadas por diversas disciplinas. La cartografía investiga sus conflictos limítrofes. De acuerdo con la astronomía, detectar vida inteligente en ellas supondría un pequeño paso para la humanidad, pero un gran alivio para el hombre. Según las artes plásticas, sus interpretaciones resultan menos reveladoras que la esperanza de encontrarles algún sentido.

Ecuaciones aparte, un pene rasurado gana en aerodinámica lo que pierde en amortiguación. Las modas en este aspecto pueden irritarnos tanto como las depilaciones. Baste consignar que los progresos se relacionan con la variedad en las costumbres, más que con la hegemonía de cualquiera de ellas.

Toda eyaculación se debate entre la última línea, el punto final y el silencio inoportuno. Copioso ejercicio de neurosis, quiere ser meta y aspira al aplazamiento. Ilumina de pronto lo desconocido igual que una linterna en el bosque. Su identificación con el orgasmo la simplifica gravemente: varias glorias pueden preceder a la descarga, o esta sobrevenir sin amago de aquellas.

Nadie cuestiona que el onanismo forma parte de nuestra cultura ancestral. Su artesanía ha acompañado los aprendizajes familiares, las jornadas de estudio, los eurekas científicos. Entre sus inventos figura el placer de la ausencia.

Antropólogos, urólogos y mirones coinciden en que orinar de pie perpetúa su visibilidad y supremacía pública. El falo, qué duda cabe, atraviesa nuestras leyes. Convendría aclarar si las fecunda o las violenta.

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