
Los japoneses lo hicieron primero. Mucho antes de la pandemia desatada por el Covid 19. El saludo sin apretón de manos ni besuqueo, reverencial hasta la lumbalgia, la economía de las palabras en la vía pública y los medios de transporte, el barbijo preventivo, el uso de guantes para taxistas, guardas y conductores de trenes. Por distintas razones: vestigios de la religión, costumbres adquiridas en la catástrofe, defensa contra la polución, los japoneses se anticiparon. Está claro que no hay en esto un don adivinatorio, de otra forma también habría que celebrar a los soldadores industriales, que utilizan la máscara y la distancia social de chispa desde siempre. Todavía tienen los japoneses el gentío de los trenes y la esquina de Shibuya para desmentir los méritos que les quieren adjudicar.
Pero inventaron los hikikomori, esos adolescentes que se niegan a salir de las habitaciones y pueden pasar décadas encerrados. Es un fenómeno que se conoce desde la década del 90 del siglo pasado, es el antecedente del encierro voluntario.
En este reconocimiento generalizado a Japón se intuye el deseo de compensarlos por tanta tragedia, por tanto sufrimiento: terremotos, tsunamis, bombas atómicas, accidente de central nuclear, Godzilla, Mishima, Murakami y Hello Kitty.
Lo cierto es que los hikikomori no han sido los primeros en aislarse voluntariamente. Basta recordar a los ascetas, o todavía a las monjas de clausura y se verá que, con fundamentos filosóficos o religiosos, hay confinados voluntarios en todas las épocas.
De todos ellos, los primeros que recuerdo y que despertaron mi curiosidad y simpatía son los que se desempeñaban como personal subalterno de los villanos de la serie Batman. En algún lugar de Ciudad Gótica, por lo general depósitos abandonados y reciclados como guaridas, malhechores como el Acertijo, el Pingüino, Gatúbela o el Guasón esperaban el momento propicio para dar algún golpe maestro. Antes y también después del golpe, los secuaces permanecían en esas guaridas, vestidos todos de la misma manera, ocupando su tiempo en tareas de mediana o ninguna importancia, solamente destinadas a distraerlos de forma tal que la irrupción de Batman los tomara por sorpresa. También tenían ellos sus razones para recelar de los murciélagos. Sometidos al paso del tiempo, los secuaces nunca pierden su carácter. Por el contrario, mientras estén allí, son secuaces, bandidos, aspirantes a malhechores. Son algo.
Más cercano en el tiempo, en 1992, en el episodio 47 de la cuarta temporada de la serie norteamericana Seinfeld, aparece el Bubble Boy (el niño de la burbuja) recluido en su habitáculo hermético y aislado del resto del mundo por razones de salud. Es la burbuja la que le confiere identidad, es el Bubble Boy y seguirá siéndolo mientras esté dentro de ella.
Igual los hikikomori y las monjas de clausura. El confinamiento les permite ser lo que son.
A diferencia del resto, que mientras aguardamos las medidas gubernamentales que nos digan qué podemos ser, no somos nada. Somos ex algo. Ex abogados, ex camareros, ex pilotos, ex músicos, ex contadores, ex empleados de comercios no esenciales, ex estafadores, ex escritores. Por ahora no somos nada. Después, sí importa del después, veremos.
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