
Al filo de la muerte. Las carreras de autos de la primera mitad del siglo pasado fueron el coqueteo más cercano entre el hombre y la tragedia. No sólo se convertían en héroes quienes podían calzarse una corona de laureles, la hazaña también abarcaba a los que tenían la fortuna de terminar alguna competencia. La máxima expresión de la velocidad en la época de pre guerra fueron los Grandes Premios europeos, el prólogo de lo que luego se formalizó como Fórmula 1, en donde se hilvanaron historias cargadas de coraje y heroísmo.
Lucy Schell era hija de un industrial estadounidense que había decidido cambiar el lujo y la comodidad que disfrutaba gracias a la riqueza familiar para alistarse como enfermera durante la Primera Guerra Mundial. Con la paz nuevamente en Europa, la vida de Schell siguió transitando por caminos no menos peligrosos y desafiantes: la joven se convirtió en piloto de carreras, compitió en el prestigioso Rally de Montecarlo y además fue pionera en romper con las convenciones de aquellos tiempos e intervenir en una disciplina puramente masculina.
Eran épocas en donde las Flechas de Plata de Mercedes-Benz y Auto Union impulsadas por Adolf Hitler iban en ascenso y arrasaban cada vez con mayor frecuencia en las grandes competencias del continente. Alfa Romeo, Maserati y Bugatti había cedido terreno y no contaban con un apoyo tan desequilibrante como el que aportaba el Gobierno alemán. Justamente, el terreno de la competición era uno los predilectos por el Führer para demostrar la supremacía de la nación. En 1933, cuando recién llegaba al poder, Hitler claramente anunció que el Tercer Reich iba a dominar los Grandes Premios. El objetivo se estaba logrando de la mano de los desarrollos de Ferdinand Porsche, los aportes económicos a Mercedes y Auto Union, y la contratación de los mejores pilotos de la época.

En materia de automovilismo, Hitler contaba con los consejos del experimentado piloto Hans Stuck, a quien había conocido por intermedio de su chofer. En las butacas de sus Flechas de Plata se turnaban y destacaban Rudi Caracciola y Bernd Rosemeyer, los pilotos más veloces de los años 30, pero también contaba con Tazio Nuvolari y Hermann Lang. El poderío alemán en pista era prácticamente imbatible. Prácticamente…
Cuentan las crónicas de la época que las habilidades conductivas de un tal René Dreyfus estaban a la altura de las de Caracciola o Rosemeyer, o tal vez incluso por encima. Pero la prometedora carrera de aquel piloto había quedado en las sombras por su herencia judía. Aquella condición había excluido a Dreyfus de los equipos más poderosos. En 1938 los caminos de Schell y Dreyfus se cruzaron.

Schell, que ya tenía ganado su lugar en un mundo de hombres a fuerza de talento, había decidido encarar un objetivo desafiante: derrotar a los nazis con su propio equipo, financiado con parte de su fortuna. La marca que eligió para que provea los autos, a priori, no era la que auguraba el mayor de los éxitos: la francesa Delahaye. Aquella era una pequeña empresa principalmente conocida por producir vehículos sólidos y contundentes, en su mayoría camiones. Para la marca, de las más humildes de entonces, el mundo de las carreras podía transformarse en su propia salvación.
El encargado de subirse a esos monoplazas toscos, tal cual la elección de Schell, fue René Dreyfus. El joven piloto venía con la confianza golpeada tras un accidente sobre una Bugatti en donde había estado muy cerca de la muerte, y por la pérdida de varios amigos en distintos circuitos. El fascismo, además, ya lo había bajado de las butacas de Maserati, Alfa Romeo y Mercedes. Empezaba entonces un camino de redención para él, para una marca que buscaba evitar la desaparición y para una menuda mujer que desafiaba los límites.

El Gran Premio francés de Pau, en el inicio de la temporada de 1938, fue entonces el escenario de una de las historias más emblemáticas y simbólicas de la época. Tanto Nuvolari como Lang, dos de los pilotos más rápidos en las pruebas, no pudieron largar ese día por problemas en sus autos. El destino entonces dejaba en un mano a mano al moderno Mercedes W154 de Caracciola contra el obsoleto Delahaye 145 de Dreyfus. Fueron 100 vueltas en más de tres agónicas horas de carrera: el Delahaye de Dreyfus aventajó a los alemanes de Mercedes en 1’51’’, y además su compañero de equipo, Gianfranco Comotti, terminó en tercera posición. Solo seis autos consiguieron finalizar la carrera. El piloto judío desplazado por el nazismo, abanderado de la hazaña, podía de rodillas al imperio alemán y lo ridiculizaba ante toda Europa.

Aquella fue la última gran victoria de René Dreyfus, fallecido en 1993, pero de extensa trayectoria y presencia en el mundo de la Fórmula 1. Compitió hasta el año 55 y frecuentó numerosos eventos hasta su vejez, incluidas charlas con Juan Manuel Fangio. Lucy Schell continuó con su equipo de carreras, siempre fiel a Delehaye, y se encargó de conseguirle la ciudadanía estadounidense a Dreyfus. El hijo de Schell, Harry, heredó el ADN de su madre y llegó a competir en 56 Grandes Premios de Fórmula 1, en donde consiguió dos podios, pero falleció en un accidente durante el Gran Premio del Reino Unido, en Silverstone.
“Faster” es un libro del periodista estadounidense Neal Bascomb que cuenta en detalle esta historia épica. Francia contra Alemania. Delahaye contra Mercedes. Dreyfus contra Caracciola. Y la hazaña de una mujer que supo cómo derrotar a la “Caballería del futuro” de Hitler. Siempre al filo de la muerte.
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