La historia de la argentina que cambia vidas de niños en la India

En 2014, Agostina Di Stefano, de 34 años, se mudó a la Nueva Delhi. Conmovida por la realidad social, fundó una escuela a la que asisten casi 100 chicos. Su obra y cómo ayudarla.

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Agostina Di Stefano en Nueva Delhi
Agostina Di Stefano en Nueva Delhi

Por Paola Florio

Durante 7 años, cada día se subía al colectivo y recorría varios kilómetros para dar clases en escuelas públicas de barrios del conurbano bonaerense, como Villa Fiorito o Ingeniero Budge. Agostina Di Stefano, una profesora de inglés de 34 años, tenía una gran motivación: darles a sus alumnos algo más que clases de idioma.

Ella los acompañaba al médico, armaba talleres extracurriculares los sábados y les conseguía lo que necesitaban. Era feliz. Se puso de novia, quedó embarazada y nació Julia (5).

En 2014 su novio, Andrés Weisz (economista y coordinador de finanzas de la ONG Médicos sin fronteras) le propuso que lo acompañara a una misión solidaria.

"Cuando lo conocí él vivía en Haití y se trasladaba de país en país. Vino a la Argentina, tuvimos a nuestra hija y, al tiempo, me hizo la propuesta. Mencionó varios destinos que no me convencían demasiado, hasta que dijo 'India': le dije que sí, que dejaba todo para irme. Me fascinaba la idea de vivir allá, me parecía un país mágico para los primeros años de mi hija", cuenta.

Pero a Agostina no le fue tan fácil adaptarse. "Cuando llegué, el choque cultural fue muy fuerte y hostil. La gente solo habla el hindi, que es el idioma local, ni siquiera el inglés. Nueva Delhi es muy dura: hay mucha polución, basura en las calles, niños muertos de hambre, personas sufriendo, desnutridos y amputados. Para afrontar todo eso salí a buscar qué hacer, me revelaba tanta injusticia", recuerda.

El flechazo

Agostina recorrió distintas ONG para conocer sus proyectos y colaborar. Un día, junto a dos amigas francesas con los mismos intereses, llegó a Mothia Khan, un edificio abandonado que está ocupado (con permiso del gobierno) por familias muy pobres, de una casta marginada por la sociedad: no les dan trabajo, no los atienden en hospitales, no los reciben en los colegios y sobreviven vendiendo globos o juguetes en las calles, mendigando o empleados en condiciones de trabajo esclavo. Apenas entró, se enamoró.

"Vi a Chena, una nena de dos años que estaba muy mal: tenía una panza gigante por los parásitos, no podía caminar a causa de la debilidad y se arrastraba hacia nosotros porque quería comer. ¡Me volví loca! Aunque me recomendaron que no saliera sola porque era un barrio muy peligroso, fui corriendo a la farmacia a comprar un antiparasitario y se lo di. A las dos semanas cuando volví a verla, Chena ya estaba mejor. Me quedé por ella, supe que ese era mi lugar", dice.

Agostina comenzó a visitar a los niños de Mothia Khan a diario, les servía la leche y jugaba con ellos. Una mañana se le ocurrió llevar lápices de colores y dibujos para colorear.

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"Se volvieron locos, no solo pintaban los chicos sino también sus mamás. Algunos nunca habían agarrado un lápiz en su vida. Ahí entendí que tenían ganas, pero que nadie les daba una oportunidad, y se me ocurrió abrir una escuela. Encontré un lugar en la planta baja del edificio que podía servir como aula y nos unimos a Samarpan, una ONG local, para trabajar en conjunto. Conseguimos dos maestras que hablaban hindi. Abrí una lista de deseos en Amazon India y mis contactos (las personas que me ayudaban con mis alumnos del conurbano bonaerense) compraron útiles escolares, juegos de mesa y muchas cosas más, que me enviaron desde la Argentina. Así arrancó la escuela", explica.

Meses después, debido a que el ambiente era muy sucio y estaba lleno de ratas, Agostina y sus amigas alquilaron un departamento cercano y mudaron la escuela. Esa decisión benefició a todos.

"Nos costó, pero después de dos años, logramos que los niños se sienten a la mesa, presten atención y colaboren. Antes pasaban diez minutos y se iban. Ahora son otros niños. Los preparamos para que cuando vayan a la escuela oficial los acepten y no se burlen de ellos por cómo hablan, comen o caminan. En realidad, los preparamos para la vida", asegura.

Agostina especifica que el trabajo que hacen junto a la ONG es integral, con asistencia social, alimentaria, médica, educativa y sanitaria. El próximo paso es sumar un grupo de apoyo para las mamás y las adolescentes para que sigan su camino: "ya aprendieron a leer, a escribir, van a la escuela, ahora queremos enseñar a que se cuiden, que conozcan sus derechos, lo que no les puede hacer la gente, lo que no tienen que permitir. Lo mismo para acompañar a las mamás, si tienen algún problema, si son golpeadas, si deben resolver algo legal porque no tienen conocimientos".
"Hago todo lo que está a mi alcance"

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En 2015 el panorama era alarmante: chicos con raquitismo extremo que no podían estar en pie y caminaban apoyándose en sus codos, llenos de parásitos y de erupciones cutáneas. También había muchas mujeres enfermas.

"Yo lloraba cuando me traían sus historias clínicas. Las empecé a acompañar al hospital: ellos les dicen 'intocables' por ser de casta baja y no las quieren revisar para no tocarlas. Como soy blanca, nos atendían rápido. Muchas veces, cuando los médicos miraban sus estudios me decían: 'no puedo creer que, con todo lo que tiene, esta persona se mantenga en pie'", dice Agostina.

Algunas vivencias le dejaron marcas imborrables: "Varios niños murieron en el camino, no los pude salvar. Pero a muchos otros sí, y ahora están geniales. Van a la escuela todos los días, ahí reciben su comida principal, corren, bailan, son felices". Una reflexión sobre el sentido de su tarea solidaria: "Muchos me dicen: '¿para qué los salvás si van a tener una vida terrible?' Pero eso no es así, no es que se duermen y mueren, sino que sufren muchos meses hasta que se van. Por eso es que hago todo lo que está a mi alcance para ayudarlos".

La historia de Sultana
Dentro de sus posteos, pudimos conocer a Sultana, una niña de nueve años que vive en Nueva Delhi con sus papás y sus siete hermanos. Sus papás tienen un pequeño puesto de comida en la calle y se turnan para que esté abierto las 24 horas.

Sultana y sus hermanos van a la escuela de lunes a sábados. Ella ama estudiar y asiste a la escuela de Agostina, pero un problema de salud no la deja ir a clases tanto como le gustaría. Cuando era una bebé, se cayó y se quebró una pierna. Sus padres la llevaron al hospital donde la atendieron, pero el hueso nunca soldó correctamente.

Con el tiempo la llevaron a más hospitales e incluso la operaron, pero nunca lograban corregir su problema, lo que derivó en una pseudoartrosis que hoy en día le da dolor y le dificulta caminar. Su enfermedad avanzaba tan rápido que pronto no iba a poder caminar por sus propios medios, así que luego de charlarlo con sus padres y meditarlo mucho, Agostina tomó las riendas de la situación y logró que operaran a la niña. Incluso alquiló una casa para ella y su familia, para que pasara el postoperatorio en un lugar limpio y cómodo, en el que pudiera evitar infecciones. "En total son 8 meses de recuperación, a Sultana le colocaron un ilizarov con la intención de corregir su pierna y ayudarla en su crecimiento. Ya sumó varios centímetros y el panorama es alentador. Tiene una maestra domiciliaria y sigue estudiando a diario para no atrasarse en la escuela. Fue una decisión difícil, pero a la larga cambiará la vida de Sultana", cuenta Agos.

Cómo ayudar
Al colegio Mothia Khan asisten 100 niños, muchos de ellos comen ahí. Hace poco les donaron ocho máquinas de coser y encontraron una maestra de costura: con su capacitación consiguieron trabajo para 30 madres, que confeccionan sobres y zapatos. Agostina las ayuda a venderlos a través de su cuenta de Instagram: @bonaerense. También se pueden comprar los productos (¡que son increíblemente bellos!) en la web: www.mothiakhan.org

Su otro proyecto
Cada día que Agostina iba a trabajar, lo hacía a bordo de un rickshaw (una bicicleta de tres ruedas manejada por un hombre, para el transporte de personas) y charlando con ellos, notó que todos estaban sumergidos en la pobreza más extrema. Se trata de hombres que trabajan más de 12 horas pedaleando una bicicleta de 70 kilos por poco dinero (un viaje puede salir 2 dólares) y casi todo lo que juntan lo destinan a alquilar el rickshaw y a enviarles plata a sus familias que viven lejos de Delhi. Algunos hasta duermen en la calle porque no les alcanza para una cama en una habitación. Pensó la forma de ayudarlos: comprando sus propios transportes. Ya lleva entregados 19 rickshaw. Cada uno de ellos cuesta 2500 pesos. Se puede colaborar mediante transferencia bancaria.

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