
“La gente se movía de acuerdo a las inflexiones de mi voz”, decía Alberto Castillo. Y así era: el cantor tenía una entonación perfecta y una manera tan particular y divertida de interpretar, que invitaba a los tangueros a salir a la pista de baile. Se había recibido de médico, ginecólogo para más datos. Y también era actor. Pero su gran pasión siempre había sido la música porteña. Esa que perdió a uno de sus mayores referentes aquel 23 de julio de 2002, hace ya 23 años, cuando él murió.
Nació en Floresta, como hijo de un matrimonio de inmigrantes italianos compuesto por Salvador De Lucca y Lucía Di Paola. Era el menor de cinco hermanos y sus padres lo bautizaron con el nombre de Alberto Salvador, soñando con el momento de verlo convertido en un profesional. Pero, desde niño, él mostró su interés por el tango. “En esa época, Buenos Aires tenía la humildad de principios de siglo, con balcones desde los que se oían pianos somnolientos y, en cada barrio, había un pibe con un fuelle”, recordó en una ocasión.
Empezó a estudiar violín siendo muy chico, pero lo que más le gustaba era cantar. Y lo hacía en cuanta oportunidad se le presentara, así fuera para muy poca gente. Sin ir más lejos, fue cuando apenas había cumplido los 15 años que, durante una fiesta en la que actuó para sus amigos de secundario, el guitarrista Armando Neira lo “descubrió“ y lo invitó a sumarse a su conjunto como cantor.
Para su debut profesional, eligió el pseudónimo de Alberto Dual. Y mientras iba recorriendo orquestas como las de Julio De Caro, en 1934, Augusto Berto, en 1935 y Mariano Rodas, en 1937, fue alternando su nombre artístico con el de Carlos Duval. ¿El motivo? Su familia no sabía que se había lanzado como artista y el mandato decía que tenía que ser médico. De hecho, cuenta la leyenda que un día, mientras lo escuchaba cantar por Radio París sin saber que se trataba de su hijo, su padre le comentó a su esposa: “Canta muy bien, tiene una voz parecida a la de Albertito”.

En 1938, sin embargo, decidió dejar de lado los micrófonos para abocarse de lleno a su carrera universitaria, conformándose con cantar solo para su barra de compañeros de facultad. Tenía que convertirse en “el doctor” con el que sus padres soñaban, lo que por aquellos años representaba un ascenso en la escala social. Y no iba a darse por vencido hasta lograrlo. Sin embargo, un año antes de recibir su título, el tango volvió vibrar por sus venas cuando aceptó unirse a la Orquesta Típica Los Indios, que dirigía el dentista y pianista Ricardo Tanturi. Junto a ella grabó su primer disco, en 1941, en el que figuraba con el pseudónimo con el que al tiempo se convirtió en una verdadera figura: Alberto Castillo.
Lo cierto es que, pese a tener muy clara su vocación, nunca abandonó sus estudios. Se recibió en 1942 en la Universidad de La Plata. “Me acuerdo que, ese día, canté Corazón Arrabalero en Radio el Mundo”, señaló en una nota. Luego instaló su propio consultorio ginecológico en la casa de sus padres, al que calificó como “una rascada”. Y se dio el gusto de poner, tal como se usaba en la época, la placa de bronce en la puerta que decía que allí atendía el doctor Alberto Salvador de Lucca. Era médico de día y cantor de noche. Y se sentía cómodo combinando sus dos actividades. Sin embargo, a medida que las mujeres que lo escuchaban en la radio y suspiraban al oírlo interpretar sus canciones empezaron a “decubrir” su verdadera identidad, todo se complicó.
“¿Está lista señora?“, contó que le preguntó una vez a una de sus pacientes, a la que había mandado a desvestirse detrás de un biombo. Y la respuesta de la mujer lo dejó boquiabierto: ”Yo sí, doctor. ¿Y usted?“. En ese momento, el hombre entendió por qué su consultorio estaba cada vez más abarrotado de damas. Ellas no querían ver al ginecólogo de Lucca sino a Castillo, el cantor. ”Esas insinuaciones no me gustaban", reconoció en una entrevista, al explicar el motivo por el que llegado un punto optó por dejar de lado definitivamente la medicina.
Corría el año 1943 cuando se animó a comenzar su carrera como solista. Los militares de entonces censuraban sus letras y decían que no podía seguir cantando porque tenía “una voz demasiado arrabalera”, algo que ellos pretendían arrancar por la fuerza de la cultura nacional. Pero, lejos de desanimarlo, con esto le dieron mayor impulso para seguir adelante en su faceta de cantor. “Estaban en contra del lunfardo. Y yo seguí por amor propio”, reconoció de aquellos años donde el dinero le era esquivo pero su corazón desbordaba de pasión.

Tuvo la acertada idea de incorporar algunos candombes a su repertorio. El primero fue Charol, de Osvaldo Sosa Cordero. Y, dada la buena recepción que tuvo el género entre sus seguidores, continuó sumando títulos como el clásico Siga el baile, de Carlos Warren, que grabó en el disco De mi barrio sin imaginar que cinco décadas más tarde, en 1993, en un cruce de estilos y generaciones, formaría parte del álbum Fiesta Monstruo de Los Auténticos Decadentes, en el que aceptó colaborar reflotando su vigencia entre los más jóvenes.
Ya convertido en un ídolo popular, Alberto encontró el amor en los brazos de Ofelia Oneto, con quien se casó el 6 de junio de 1945. Del matrimonio nacieron tres hijos: Alberto Jorge, Viviana Ofelia y Gustavo Alberto. Para entonces, él también se había consagrado como un prestigioso letrista. Entre los temas de su autoría se pueden mencionar Yo soy de la vieja ola, Muchachos escuchen, Cucusita, Así canta Buenos Aires, Un regalo del cielo, A Chirolita, Dónde me quieren llevar, Castañuelas y Cada día canta más.
“Por esos años se respiraba otro ambiente, de tango. La gente hablaba nada más que de tango. Venía música foránea, pero así como venía se iba. Porque acá se le dio entrada a toda la música foránea. Pero siempre estaba la orquesta típica y su cantor”, contó Alberto en una oportunidad, recordando esos tiempos de gloria. La década del 40 fue, según su opinión, la mejor para la música oriunda del Río de la Plata que él representaba.
En esa época, además, Castillo incursionó en el rubro de la actuación. “Cuando empecé a filmar, comencé a ganar plata de verdad”, reconoció. Debutó en la pantalla grande en 1946 con Adiós pampa mía. Y luego formó parte de películas como El tango vuelve a París en 1948, Un tropezón cualquiera da en la vida en 1949, Alma de bohemio en 1949, La barra de la esquina en 1950, Buenos Aires, mi tierra querida en 1951, Por cuatro días locos en 1953, Ritmo, amor y picardía, en 1955, Música, alegría y amor, en 1956, Luces de candilejas, en 1958 y Nubes de humo, en 1959.

Tenía 87 años cuando fue internado en la Clínica Bazterrica de la ciudad de Buenos Aires a raíz de una neumonía, donde falleció. Decían que era arrabalero y jodón. Que en sus manos, el micrófono se movía como un péndulo. Y que siempre encontraba entre el público a alguien a quien mirar burlón cuando se preguntaba “qué saben los pitucos” en Así se baila el tango, tema de Elías Randal y Marvil que se había convertido en uno de sus caballitos de batalla sobre el escenario. “El tango es folclore del cemento. Si le hacés una radiografía a un porteño, vas a ver que es tanguero hasta la muerte”, decía sin titubear y hablando, sin lugar a dudas, en primer lugar de sí mismo.
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