Se mofaba de todo. Y solía bromear con su propia muerte. En especial, después de que en el 2001, se animó a contar en su programa de radio, El parquímetro, que había contraído HIV. “¿Cuál es el colmo de un sidoso?”, le preguntó entonces Fernando Peña a sus oyentes. “Ser alérgico al AZT”, le respondieron desde la mesa. Y luego todos rieron. Porque, aún en los peores momentos, él sentía que había que reír. Y porque, a pesar de la adversidad, pensaba que todavía tenía un largo camino por recorrer.
Sin embargo, en 2004 y después de una neumonía, el multifacético actor anunció que había decidido dejar de tomar el cóctel que lo ayudaba a convivir con la enfermedad. “Claro que me importa morir, pero más me importa vivir bien”, había dicho entonces, cansado de los efectos adversos de la medicación. Y discontinuó su tratamiento. Finalmente, el 17 de junio de 2009, con apenas 46 años de edad, falleció a raíz de un cáncer de hígado agravado por su cuadro general en el Instituto Fleming de Belgrano.
Hijo del periodista deportivo José Pepe Peña y la actriz María José Malena Mendizabal, Fernando había nacido el 31 de enero de 1963 a la medianoche en Montevideo, Uruguay. “Día incómodo, hora incómoda, inoportuno, como siempre”, diría él mismo en su biografía. Y agregaría algunos detalles dignos de un culebrón, ya que según explicó sus padres lo concibieron en París, en medio de su luna de miel, pero allí mismo decidieron separarse cuando su madre descubrió una infidelidad por parte de su pareja.
Así las cosas, Peña creció en una casa que su mamá alquiló por la zona de Carrasco, mientras que su padre que viajaba seguido por trabajo a la Argentina lo visitaba los viernes. En 1970, se mudó a Buenos Aires junto a parte de su familia y empezó a estudiar en el Saint Andrew’s School. Sus primeros empleos fueron como maestro de inglés y profesor de equitación. Hasta que comenzó a trabajar como auxiliar de vuelo en American Airlines y, en 1994, un pasajero muy particular lo descubrió y le cambió la vida: Lalo Mir.
Es que Fernando no podía controlar su capacidad innata para encarnar a distintos personajes. Y, cuando estaba hablando por el altavoz del avión como la cubana Milagros López, el locutor pidió conocerlo. Pensaba que era una azafata, pero se encontró con él. Y así fue como, poco después, Peña terminó debutando en Tutti Frutti, FM del Plata. Aunque pasó mucho tiempo antes de que el público supiera que, detrás de la voz de esta mujer caribeña que llegó a tener su propio programa, La vereda tropical, en Radio del Plata, en realidad estaba este hombre.
De a poco, los personajes que salían de la imaginación de Peña se fueron multiplicando. Así vieron la luz Martín Revoira Lynch, Roberto Flores, La Mega, Palito, Mario Modesto Savino, Delia Dora de Fernández, Dick Alfredo y Rafael Oreste Porelorti, entre otros. Eran sus “criaturas”. Y eran capaces de interactuar entre ellas e, incluso, de interrumpirse como si ni su propio creador pudiera controlarlas. De hecho, de no haber sido por Hugo Guerrero Marthineitz, quien lo instó a contar que era él quien estaba detrás de todas ellas, quizá Fernando nunca lo hubiera blanqueado. Aunque se hubiera privado de la posibilidad de llevarlos al teatro, como lo hizo más tarde, con obras como Esquizopeña o Mugre, entre tantas otras.
A algunos les resultaba divertido, a otros, agresivo. Era, sin lugar a dudas, un provocador, aunque él renegara de esa palabra. Y no todo el mundo estaba preparado para su desparpajo. De hecho, el COMFER se cansó de multarlo por sus exabruptos al aire tanto en Metro como en Rock & Pop. Cuando se sentía agobiado, solía escaparse a descansar a algún hotel cinco estrellas. También se dedicaba a escribir, un poco buscando la forma de desahogarse. Llegó a publicar tres libros: Gente como uno, Gracias por volar conmigo y A que no te animás a leer esto. Le gustaba pasar tiempo con sus perros. Hablaba sin tapujos de sus adicciones. Guardaba las cenizas de su madre, fallecida en el ‘97, en una urna a la que recurría a diario. Y solía tratar de descifrar en terapia los misterios del amor y el desamor.
“Alguna vez le preguntaron a Buda qué era lo que le sorprendía más de la humanidad. Y su respuesta fue: ‘Los hombres, que pierden la salud para juntar dinero y luego pierden el dinero para recuperar la salud y, que por pensar ansiosamente en el futuro, olvidan el presente de tal forma que acaban por no vivir ni el presente ni el futuro. Viven como si nunca fuesen a morir y mueren como si nunca hubiesen vivido’”, dijo en una oportunidad.

Hasta la semana previa a su partida, Peña condujo su programa de radio de Metro 95.1 desde su casa. Y, un mes antes, había estado protagonizando Diálogo de una prostituta con su cliente, obra que cada noche le dedicaba a su madre y a su abuela, Gloria Bayardo, quien había actuado con Mirtha Legrand en El tercer beso y le había inculcado la pasión por poetas como Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez. “Sin arte, yo hubiera sido un puto triste”, comentaba luego de cada función.
Sabía que se había contagiado en 1987, porque su novio tenía HIV. Pero sus problemas de salud empezaron recién en el 2000 y en más de una oportunidad estuvo complicado. “La gente que vive apasionada muere joven. Yo imagino así mi suicidio: voy a ir en el auto, a 80 kilómetros por hora, feliz y distraído, y me voy a llevar una columna por delante”, decía cuando su enfermedad estaba todavía controlada. Y, cuando le detectaron un cáncer terminal, decidió que su “legado” iba a ser desdramatizar la muerte. Por eso quería que su despedida fuera divertida, que nadie llorara y todos rieran. Y así fue: sus restos fueron velados en la Legislatura porteña, donde hubo música electrónica, millones de lentejuelas y una botella de whisky junto al ataúd.
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