Entre el aislamiento y el conventillo: el dilema de la convivencia en una sociedad que vive cada vez más sola

La soledad crece entre jóvenes que no pueden emanciparse y adultos mayores que envejecen sin compañía, mientras el modelo de vida individual se vuelve insostenible y obliga a repensar nuevas formas de convivencia intergeneracional

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Miles de jóvenes no pueden
Miles de jóvenes no pueden sostenerse solos en departamentos diminutos pero de alquileres carísimos. Miles de hombres y mujeres sufren la soledad y el aislamiento en casas que se fueron vaciando cuando los hijos crecieron y formaron sus propias familias (UAM/Europa Press)

Florencia sale de su cuarto apurada. Se quedó dormida y la primera clase ya debe estar por comenzar. Pero antes de salir pasa por el comedor, abre las cortinas y prende el televisor en el canal de la música.

-¿Cómo dormiste, reina? El día está precioso, creo que vuelvo después del mediodía. Pero quedó una tarta en la heladera.

María Isabel ya está repasando la biblioteca. Mueve uno por uno los portarretratos que no tienen polvo, pero sí recuerdos. “Dale, andá tranquila. ¿Tenés examen hoy? Cuidate, chiquita”.

Ella llegó de Pringles a La Plata, buscando alquilar una habitación para poder estudiar. Una de las nietas de Isabel le ofreció quedarse en lo de su abuela, una casa con demasiados cuartos vacíos. Desde entonces conviven y se cuidan.

La ecuación se repite menos de lo que la lógica indicaría. Miles de jóvenes no pueden sostenerse solos en departamentos diminutos pero de alquileres carísimos. Miles de hombres y mujeres sufren la soledad y el aislamiento en casas que se fueron vaciando cuando los hijos crecieron y formaron sus propias familias.

Como casi todos los procesos sociales y económicos, en el siglo XX pasamos del conventillo a la familia nuclear y de ahí a vivir solos como si esa fuera sin lugar a dudas la línea de progreso de la humanidad. Hasta que eso que buscamos desesperadamente, “estar solos”, se convirtió en un problema económico difícil de resolver para los jóvenes y una pandemia de salud mental para los adultos.

Hoy el sueño de la
Hoy el sueño de la autonomía se volvió un dilema. Buena parte de la juventud precarizada quiere irse de la casa familiar y no puede; y buena parte de los adultos mayores quieren dejar de estar solos y tampoco pueden (Imagen ilustrativa Infobae)

Los deseos cambian, y las ciudades también. Hoy el sueño de la autonomía se volvió un dilema. Buena parte de la juventud precarizada quiere irse de la casa familiar y no puede; y buena parte de los adultos mayores quiere dejar de estar solos y tampoco puede. Entre esos dos extremos —jóvenes atrapados en hogares multigeneracionales por obligación y adultos mayores atrapados en hogares unipersonales por falta de opciones— aparece la paradoja de nuestra época: convivimos demasiado poco. O demasiado mal.

Según el INDEC, uno de cada cuatro hogares en Argentina es unipersonal. Es la proporción más alta de la región y una señal de que estamos envejeciendo, teniendo menos hijos, separándonos más y viviendo más años. Pero también de que los vínculos se están organizando de otra manera: más fragmentados, más móviles, más frágiles.

La soledad deja huellas visibles. El Buenos Aires Times relató en un artículo publicado hace unas semanas la rutina de Norma, una mujer de 81 años que vive en Balvanera. Cada mañana abre la puerta del departamento solo para confirmar que el diario fue entregado. Es su manera de asegurarse que existe un afuera, que alguien pasó cerca. La periodista describe la televisión encendida todo el día para escuchar voces, y la mezcla de deseo y miedo cada vez que suena el timbre. La escena resume un clima emocional: la soledad como arquitectura cotidiana.

El INDEC profundiza esta fotografía en su Dosier Estadístico de Personas Mayores 2025: las mujeres de 60 años o más tienen mucha más probabilidad de vivir solas que los varones, y la cantidad de hogares unipersonales crece cada año. Un informe de Tejido Urbano, elaborado en 2025, lo confirma con números punzantes: en 2010 había 843 mil hogares conformados por una persona de 65 años o más; para 2022, la cifra alcanzaba 1,26 millones. El aumento más veloz ocurre entre quienes tienen 80 años o más, un dato que encendió alarmas sobre la soledad estructural.

“El maleficio de Japón llegó a España” titularon los medios de la península la semana pasada. En un pueblo cercano a Madrid, obreros de la guardia civil que iba a demoler una vieja casa encontraron el cuerpo de una persona fallecida hacía quince años. Nadie se había enterado. Nadie había notado su ausencia. La cuestión de la muerte en soledad se había vuelto moneda corriente en Tokio hace ya una década, al punto de obligar al Gobierno a generar políticas públicas para resolver. Desde chequeos generalizados por cámaras o guardias con las personas mayores, hasta un programa de departamentos compartidos entre jóvenes y ancianos.

Las mujeres de 60 años
Las mujeres de 60 años o más tienen mucha más probabilidad de vivir solas que los varones, y la cantidad de hogares unipersonales crece cada año (Imagen ilustrativa Infobae)

“No es mi abuela. Es mi roommate presentó un joven mostrando a una mujer de 85 años con la que comparte un pequeño departamento en Tokio, mientras ella le preparaba té y él intentaba reconfigurar un WiFi caprichoso. Se reían juntos, con la familiaridad de quienes conviven sin ser familia. Fue parte de la propaganda japonesa en Tik Tok. El video, que superó las millones de reproducciones, hizo visible algo que intuimos pero no terminamos de admitir: para que la vida funcione, no siempre alcanza con estar solos.

También se volvió viral un video de Instagram donde una joven le enseña a bailar una coreografía simple a una mujer mayor en un living angosto. La señora ríe, se equivoca, vuelve a intentar. Cuando finalmente termina la secuencia, dice: “No pensé que a mi edad iba a aprender algo nuevo con alguien tan joven”. La escena recibió miles de comentarios hablando de su “alegría contagiosa”. Sin decirlo explícitamente, mostraba lo obvio: convivir, aunque sea por minutos, modifica la vida emocional.

La evidencia internacional señala un camino posible. El Stanford Center on Longevity, en su informe The New Map of Life, argumenta que la longevidad del siglo XXI exige reconfigurar el vínculo entre generaciones. Separarlas —como se hace cuando los jóvenes viven en edificios completos de alquileres temporarios y los adultos mayores en residencias donde ningún niño entra— tiene efectos negativos en salud, bienestar y sentido de propósito. Integrarlas, en cambio, genera beneficios medibles.

Los documentales lo muestran con claridad. En Old People’s Home for 4-Year-Olds, una mujer llamada Iris, de más de 80 años, participa en una actividad de pintura junto a un grupo de niños pequeños. Al comienzo apenas puede mover el brazo; después de unos minutos mezclando colores con una niña, logra levantarlo con una amplitud que los médicos no habían visto en meses. La cámara captura ese instante en que la biología responde al vínculo.

La longevidad del siglo XXI
La longevidad del siglo XXI exige reconfigurar el vínculo entre generaciones. Separarlas tiene efectos negativos en salud, bienestar y sentido de propósito. Integrarlas, en cambio, genera beneficios medibles (Imagen ilustrativa Infobae)

En Present Perfect, filmado en un Intergenerational Learning Center de Seattle, aparece otra escena inolvidable: Evelyn, una mujer de edad avanzada, sentada entre niños que cantan. Una nena se acomoda en su regazo y le pide que entone una canción. Ella empieza a cantar despacio, después de semanas de silencio. La cuidadora, fuera de cámara, dice que no escuchaba su voz desde hacía un mes. Es el tipo de evidencia que no aparece en los informes técnicos, pero explica por qué los informes técnicos existen.

Holanda lo mostró con un experimento famoso: la residencia Humanitas, donde estudiantes viven gratis a cambio de acompañar a personas mayores. En una crónica del Guardian, el estudiante Jurrien enseña a una residente de más de 90 años a usar videollamadas. Ella intenta varias veces antes de lograrlo. Cuando aparece la cara de su nieta en la pantalla, la mujer llora y abraza al joven. El personal del hogar afirma que esas interacciones “rejuvenecen más que cualquier terapia”.

En España, el programa Convive —seguido de cerca por El País— recuperó una escena que se volvió emblemática. María, de 72 años, abre la puerta a Blanca, una estudiante de Medicina que convive con ella. Sobre la mesa, una tortilla recién hecha. “Ya no desayuno sola; si tardo en bajar la persiana, Blanca me toca la puerta”, dice María. Blanca agrega: “Me recuerda que no todo pasa por la universidad; hay vidas que se sostienen con pequeños rituales”. Es una síntesis perfecta de lo que está en juego: no se trata de reemplazar a la familia, sino de inventar formas de compañía.

En los cohousing intergeneracionales, nacidos en Dinamarca y hoy presentes en más de veinte países, cada persona tiene su casa privada pero comparte talleres, cocinas, patios, actividades. No es volver al conventillo: es diseñar comunidad con reglas claras y participación voluntaria. En Suecia y Noruega, donde estos proyectos están consolidados, disminuyen las internaciones, mejora la actividad física y aumenta el bienestar subjetivo. En ciudades como Barcelona o París se impulsa el coliving para combinar jóvenes y mayores en edificios donde el alquiler baja y la red sube. Y en Madrid, la cooperativa Trabensol, visitada por medios como Cadena SER, muestra que la vejez compartida puede ser un acto de libertad: gente que eligió envejecer con amigos, sin renunciar a su casa ni caer en la institucionalización tradicional.

Argentina, sin embargo, sigue aplazada en esta conversación. Las experiencias aparecen sueltas, sin marco, sin planteo colectivo ni ningún tipo de regulación.

La sala de juegos de
La sala de juegos de Trabensol, la cooperativa de viviendas para mayores ubicada en Madrid que muestra que la vejez compartida puede ser un acto de libertad (Trabensol)

En un reportaje de La Voz del Interior, una estudiante de Córdoba que convive con una mujer mayor dentro de un programa comunitario cuenta que, al volver de la facultad, la encuentra sentada con dos vasos de limonada. “Así charlamos un rato y se me pasa la tarde”. Y la mujer agrega: “Desde que llegó, la casa volvió a tener pasos”. La frase podría ser epígrafe de una política pública.

Pero existe un marco legal para el cohousing, ni incentivos para remodelar edificios en microcomunidades urbanas, ni políticas de vivienda que permitan unir a quienes necesitan espacio con quienes necesitan compañía. El sistema de cuidados —familiar, feminizado y desigual— no alcanza para sostener una longevidad que ya está acá. Las políticas habitacionales siguen pensadas para la familia nuclear, pero la familia nuclear ya no explica la vida de casi nadie. Mientras tanto, la arquitectura multiplica unidades pequeñas, cada vez más inaccesibles, en las que la soledad no es una circunstancia: es un diseño.

La convivencia que viene exige un cambio cultural además de un cambio urbanístico. Exige aceptar que vivir solo puede ser un derecho, pero no tiene que ser un destino obligatorio. Que compartir no implica perder autonomía. Que la privacidad no se obtiene aislándonos del mundo, sino pudiendo entrar y salir de él con apoyo real. Las nuevas generaciones, que ya no imaginan la casa como un refugio cerrado sino como un nodo de vínculos, quizás estén más preparadas para ese salto que las anteriores.

Al final, el dilema no era elegir entre el conventillo y el aislamiento. Era recuperar algo de lo que cada modelo ofrecía: el ruido vital del patio, la intimidad del cuarto propio. Tal vez el futuro sea una síntesis que todavía no tiene nombre: una convivencia donde la red no asfixie y la soledad no enferme. Un espacio donde la autonomía no sea soledad y donde la compañía no sea invasión.

Un lugar —o varios— donde convivir sea posible sin que nadie pierda la llave de su propia vida.

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