
Una chica de diez años había perdido a su padre. Fue así, de un momento a otro. Estaba perfecto y se desplomó. Muerte súbita, dijeron los médicos…
Ella, que no sabía de qué se trataba la vida, tuvo que empezar entender de qué se trataba la muerte.
En medio del shock, se sentía inerte como una piedra, sin emociones.
Su madre, que no podía consigo misma, debía contenerla y acompañarla, pero no le salía. En el fondo, ¿cómo ayudar a otros cuando uno está todo roto?
La madre se sentía frustrada porque su hija no quería hablar del tema. Un día la niña le dijo una frase tremenda:
-Mamá, no quiero hablar de la muerte de papá, porque si empiezo a hablar me voy a poner a llorar, y si me pongo a llorar, no voy a parar más.
La madre quedó petrificada.
La muerte del padre había ocurrido durante las vacaciones, por lo cual la chica no tenía que ir a la escuela. Finalmente, pasó el verano y se tuvo que presentar al primer día de clase.
Si bien a la mayoría de sus compañeros y autoridades de la escuela las había visto en el entierro, en el fondo se sentía como un perro verde. Nadie lo decía pero ella percibía que era la pobrecita que había quedado huérfana de padre.
La directora le dio la bienvenida con especial calidez, al igual que varios profesores que había tenido en los años anteriores.
Fueron al aula y el maestro que les tocaba ese año era nuevo, así que no lo conocía ni de vista. Se presentó, contó cómo sería ese año en la escuela, hizo varias preguntas a los alumnos y se fue construyendo un diálogo ameno.
Cuando sonó el timbre y los chicos salieron al recreo, el profesor le hizo señas a la chica. Cuando se quedaron solos en el aula, cerró las puertas y se sentó en el pupitre de al lado de ella.
Le tomó ambas manos y mirándola a los ojos le dijo:
-No tengo respuestas para lo que te pasó, pero puedo llorar con vos.
La chica se emocionó muchísimo, y pudo expresar muchas de las lágrimas guardadas.
Eso pasó hace más de treinta años y ella me cuenta que esas palabras fueron profundamente sanadoras.
Al revés de lo que le pasaba con su madre y otros familiares, que aun con las mejores intenciones, en el fondo le exigían que se recuperara. Toda una ironía cuando ni ellos mismos lo habían hecho.
Con el profesor, en cambio, sintió que alguien validaba sus sentimientos -principalmente perplejidad y dolor- y no pretendía cambiarla, arreglarla, ayudarla… exigirla. Solo comprenderla, abrazarla, acompañarla. Sentía con ella.
Henri Nowen habla del ministerio de presencia, y aclara que no es nada fácil. Que nuestros deseos de ser útiles, de hacer cosas significativas, impresionantes, nos vuelve “productivos”, y en el fondo nos aleja de las personas. Nos desconecta de las emociones y sentimientos de los demás.
Nowen se pregunta si acaso la primera cosa que debiéramos hacer no es conocer a las personas por su nombre, compartir una comida y tiempo con ellas, escuchar sus historias y contarles las propias, y dejarles saber, con palabras, apretones de mano, abrazos -y yo agregaría “tiempo”-, que no solo nos caen bien, sino que sinceramente los amamos. ¿Qué hay más sanador que compartir, que tener una verdadera intimidad emocional?
Es imposible amar a alguien que no somos capaces de “verlo”. Necesitamos darnos tiempo para percibir qué le pasa, qué siente, qué necesita, en vez de ceder a nuestra compulsión por tratar de ayudarlo.
¿Y vos? ¿Sos capaz de ver, de conectar con lo que le pasa, a las personas que tienes a tu alrededor?
* Juan Tonelli es speaker y escritor. El texto es parte del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”. www.youtube.com/juantonelli
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