La increíble vida de Eugenia Sacerdote de Lustig, la incansable investigadora que luchó contra los prejuicios de género

Las pasó todas e hizo de todo. Sufrió las persecuciones del fascismo en su Italia natal, luchó para ser admitida como alumna en medicina, se radicó en Argentina y brilló en la investigación del cáncer y otras enfermedades. Además, fue la primera en probar la vacuna poliomielítica en el país. Un 27 de noviembre de 2011, hace 10 años, moría la mujer que decía que iba a seguir trabajando hasta que le diera la cabeza

Compartir
Compartir articulo
Elena Sacerdote de Lustig dedicó toda su vida a la investigación y trabajó hasta avanzada edad. Fotografìa Revista Encrucijadas nº40 La Revista de la UBA)
Elena Sacerdote de Lustig dedicó toda su vida a la investigación y trabajó hasta avanzada edad. Fotografìa Revista Encrucijadas nº40 La Revista de la UBA)

El colectivo de la línea 80 cubre de Barrio Sarmiento, en La Matanza a Barrancas de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires. Era el que tomaba todos los días en el barrio de Belgrano una mujer ya anciana para ir a su trabajo en el Instituto de Oncología Angel H. Roffo. Se llamaba Eugenia Sacerdote de Lustig, era investigadora emérita del CONICET y de la Universidad de Buenos Aires, pionera en la técnica del cultivo de tejidos in vitro en el país y una de las primeras que experimentó, en su propio cuerpo, la vacuna contra la poliomielitis.

Nacida en Turín el 9 de noviembre de 1910, cuando terminó el liceo femenino tuvo la ”loca idea de continuar” estudios universitarios. Pero las puertas de la universidad solo se abrían a los egresados de los liceos masculinos. Con su prima Rita Levi Montalcini –premio Nobel de Medicina 1986- en un año frenético donde estudiaban 12 horas por día, rindieron todos los exámenes: latín, griego, matemática, biología, química, física. Al año estaban recibidas y podían entrar a la universidad.

Quisieron ingresar a medicina. A su madre, viuda, para tranquilizarla, le dijo que estudiaría matemática. Era inconcebible que una mujer se dedicase a la medicina. A la joven Eugenia le nació la vocación al descubrir cómo era un hospital por dentro cuando debió cuidar a un hermano que había sufrido un accidente. El ambiente la cautivó.

Con su prima lucharon contra todo. En la facultad eran solo 4 entre 500 varones, y tanto sus compañeros como los profesores nos las aceptaban fácilmente. Fueron objeto de todas las bromas pesadas imaginables (que en ese entonces no se llamaba bullying). Hasta llegaron a sobornar al portero para ingresar por una puerta lateral para evitar el acoso diario de sus compañeros.

Tenía 24 años cuando se recibió y debió defender su tesis con el escudo fascista prendido de su blusa. Trabajó en una cátedra de anatomía e histología, en 1937 se casó y al año siguiente nació su hija. Se mudó a Roma con la esperanza de conseguir empleo de médica.

Como toda su familia es de origen judío, cuando Benito Mussolini implementó las leyes de persecución racial, su marido Maurizio Lustig, ingeniero y su hermano perdieron sus empleos. A ella le inhabilitaron su carnet de médica. La única salida fue emigrar: no pudieron ir a Estados Unidos, que tenía los cupos cubiertos. Como la fábrica Pirelli, donde trabajaba su esposo, abriría una planta fundidora de cobre en Argentina, hacia allá fueron, luego de esperar meses una visa que costó una fortuna.

La doctora Lustig desarrolló durante décadas sus investigaciones en el Instituto Angel H. Roffo, donde se jubilaría
La doctora Lustig desarrolló durante décadas sus investigaciones en el Instituto Angel H. Roffo, donde se jubilaría

Finalmente, la planta en Argentina no abrió entonces, y su marido fue empleado en la Pirelli de Brasil y allí vivieron un año y medio.

Cuando llegó a la Argentina no consiguió que la facultad de Medicina le reconociese su título italiano. Tampoco tenía validez sus estudios primarios y secundarios. El matrimonio con la pequeña hija alquilaba un departamento en la calle Chirimay, en el barrio de Caballito. Cuando fueron naciendo sus otros hijos, no tuvo tiempo para estudiar nuevamente todas las materias y pensó que podía hacer investigación, porque no exigían título habilitante. Comenzó en la cátedra de Histología y Embriología. Primero trabajó ad honorem y luego cobró un sueldo magro. Dos años después fue nombrada ayudante de cátedra.

En 1947, el director del Instituto Ángel Roffo le propuso investigar sobre células cancerosas cultivadas, algo que ella ya había hecho en Italia. Tres años después fue empleada en el Instituto Malbrán para cultivar sobre células vivas. Así repartía sus días entre estos dos institutos.

Trabajando en el Malbrán, la sorprendió la epidemia de poliomielitis. Diagnosticaba con células vivas, con el enorme riesgo de contagio que eso suponía. Lo hacía hasta la medianoche junto a su técnica, Catalina. Todos los días morían niños y ella mandó a sus hijos a vivir con unos parientes al Uruguay, donde viajaba el sábado por la noche y regresaba el domingo.

Cuando Argentina sufrió la epidemia de poliomielitis, para vencer la reticencia a la vacuna, dio el ejemplo y se la aplicó ella y a sus hijos.
(AGN)
Cuando Argentina sufrió la epidemia de poliomielitis, para vencer la reticencia a la vacuna, dio el ejemplo y se la aplicó ella y a sus hijos. (AGN)

La Organización Mundial de la Salud la envió becada a Estados Unidos y al Canadá a interiorizarse de los estudios que desarrollaba Jonas Salk, donde experimentaban con monos. A su regreso se propuso convencer a las autoridades sanitarias de que había que probar la vacuna en personas. Como encontró resistencias, quiso dar el ejemplo. Se vacunó ella y a sus hijos.

En 1958, a raíz de un conflicto gremial renunció al Malbrán y cuando el rector de la UBA Risieri Frondizi llamó a concurso de profesores para todas las facultades, se presentó para el cargo en la cátedra de Biología Celular, en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. El propio rector le mandó el reconocimiento de su título de médica. De todos los premios y reconocimientos que recibió, para ella ese fue el más importante, según confesó años más tarde.

El 29 de julio de 1966, la fatídica noche de los bastones largos, había ido a la búsqueda de un teléfono público para avisar a su familia que llegaría tarde por una reunión que habría entre profesores. En su ausencia, la policía detuvo a todos. Volvió a quedarse sin trabajo.

Ganó el concurso de jefa del departamento de Investigaciones Oncológicas en el Roffo, donde se jubiló en 1986. Asimismo, se desempeñó como investigadora del Conicet, donde llegó a ser distinguida como emérita. Su marido falleció en 1970.

Todos los días tomaba el colectivo de la línea 80 hasta el Instituto Roffo. La empresa de transporte la declaró pasajera ilustre.
Todos los días tomaba el colectivo de la línea 80 hasta el Instituto Roffo. La empresa de transporte la declaró pasajera ilustre.

Primero fue un tumor en un ojo que se trató en Estados Unidos. Luego una maculopatía degenerativa familiar la dejó ciega. Reemplazaba la lectura con cassettes que le enviaban periódicamente y era socia de una biblioteca de ciegos. Amigas que le leían publicaciones especializadas la mantenía informada de los avances de la ciencia.

Tenía 90 años cuando se propuso estudiar los mecanismos de enfermedades neurodegenerativas como el Alhzeimer, junto a neurólogos y bioquímicos. En una entrevista periodística le preguntaron hasta cuándo iba a seguir: “Hasta que me de la cabeza”.

Siempre recordaba que cuando terminó la escuela primaria en Italia, como premio la llevaron a conocer un cine. Fue a ver una película que le quedó grabada de por vida: contaba la historia de un muchacho italiano que viajaba a la Argentina a buscar a su madre, que se ganaba la vida como cocinera. La historia le conmovió hasta las lágrimas y no podía imaginarse que décadas después ella haría historia en investigación científica en ese lejano país donde hasta una la línea de colectivos la distinguiría como pasajera ilustre.

SEGUIR LEYENDO: