La intrigante historia de Ramón Landajo, que se jactaba de ser “el alcahuete de Perón” y espiaba para él en la División H

Fue uno de los más férreos defensores del peronismo que encarnaba “el General”. Durante sus dos primeras presidencias se transformó en su espía. Estuvo con él en su exilio en Centroamérica. Conoció sus historias amorosas y se enfrentó con Isabel y López Rega. Amenazado de muerte por la Triple A, debió esconderse. Falleció en el 2012, y en sus últimos años vivía gracias al aporte de amigos y el sindicalista Gerónimo Venegas

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Perón, Landajo y la perrita Canela, del General. Un viernes 13 en Panamá
Perón, Landajo y la perrita Canela, del General. Un viernes 13 en Panamá

En el departamento porteño donde vivía Ramón Landajo, sólo tres cuadros colgaban de sus paredes blancas. Dos tenían fotos de su esposa, Simona Catalina “Lina” Bardo. Una de ellas estaba firmada por la gran retratista Annemarie Heinrich. El otro, un poco raído por la humedad, era de Eva Perón. Ambas mujeres se conocían de otro tiempo, cuando eran actrices.

Quizás los ambientes de su vivienda eran así, inmaculados, para contrastar con su pasado de espía. O, simplemente, de “alcahuete”, como le gustaba definirse una y otra vez entre risas. Y en su caso, nada menos que de Perón. Hasta sus últimos días, su tarjeta personal decía “Ayudante y Secretario del General Juan D. Perón”.

Lina lo había dejado el 8 de julio del 2005, después de una larga enfermedad. Quedó con sus dos perros, Catalina y Gerard y un trabajo discreto en UATRE, el gremio de los trabajadores rurales, conchabado por quien fue su secretario general, Gerónimo Venegas. Fueron estos, sus años finales, en los que alimentó un encono hacia los Kirchner. Especialmente hacia Cristina.

En ese living de la calle Paraguay -alquilado por la generosidad de manos amigas- ubicado a media cuadra de la Facultad de Medicina, Landajo me contó su vida pocos años antes de morir, lo que sucedió el 7 de septiembre de 2012, a los 83 años. De madre mexicana, Virginia Seprtién Oñate y padre vasco, Ramón Landajo Salazar, había nacido el 16 de septiembre de 1928. Pero bien se puede decir que su alumbramiento se produjo 14 años después.

“En el año 42 aprendí dactilografía en la Academia Pitman: 250 palabras por minuto sin errores. Mi padre se llamaba Ramón, como yo, y era dentista de Pedro Pablo Ramírez. En el mismo consultorio trabajaban los primos hermanos de Perón. Con mis habilidades como mecanografista empecé a trabajar en lo que un grupo de militares llamaban ‘un proyecto para presentar al gobierno’. Obviamente, allí no hablaban de la revolución que preparaban y que llevó a Ramírez a la presidencia. Entre ellos estaba el entonces coronel Perón, que llevaba la voz cantante. Yo tenía 15 años y todavía usaba pantalón corto. Ahí lo conocí…”

Perón lo deslumbró. Y muy pronto, cuando ya había pasado el 17 de octubre y era presidente, comenzó a trabajar directamente bajo su ala. “Cuando llegó su campaña presidencial empecé como todos: pintando paredes y repartiendo volantes. Después que ganó las elecciones no lo vi más. Mi vida se complicó un poco más tarde. Mi padre tuvo un cáncer terminal. Estaba muy enfermo, y lo único que pude hacer fue escribirle a Evita. Le pedí un trabajo y me llamaron a la residencia presidencial. Cuando llegué, lo primero que vi fue al General. No le gustó nada que le escribiera a Evita. ‘¿Por qué le escribió a la señora y no a mí?’. Entonces le dije lo que sucedía con mi padre. Y muy serio, me dijo: ‘Desde hoy, usted va a trabajar conmigo. Pero no me falle, sino olvídese de Perón. No me mienta ni me cambie la letra. Y acuérdese: usted ya no depende de nadie, sólo del Coronel Perón. La semana que viene vuelva por acá que le daré instrucciones’. De un cajón sacó 300 pesos y me los dió. Según él, era lo que necesitaba para vivir durante un mes”.

María Estela Martínez de Perón junto al Delegado de Perón John William Cooke y los colaboradores Americo Barrios y Ramón Landajo.
María Estela Martínez de Perón junto al Delegado de Perón John William Cooke y los colaboradores Americo Barrios y Ramón Landajo.

Pero no fue tomar notas ni aprovechar sus habilidades como dactilografista lo que Perón le pidió a Landajo. Lo que buscaba de él era otra cosa: que sea sus ojos y oídos. Contaba Landajo que las instrucciones que le dieron fue “hacer la calle. Caminar, como se dice en la jerga… Mire, hay muchos que dijeron que yo fui espía o un agente confidencial (reía al contarlo). Pero lo mejor que me dijeron fue haber sido el alcahuete de Perón. Esa es como una medalla”.

En definitiva, según narraba el propio Landajo, su trabajo era “escuchar lo que se decía de él. Averiguar algunas cosas… Yo lo hacía, porque para probar que había estado, le tenía que llevar los tickets a Perón, ya sea el gasto de un café. ¿Sabe cómo nos llamaba? La División H, porque es muda. El General nos tenía a varios haciendo lo mismo. Lo malo es que estábamos en negro, no figurábamos en ninguna lista. Eso a la larga me perjudicó, no tengo ni jubilación”

Lo que no aceptaba Landajo era que lo llamaran “delator” ni “batilana”. Se escudaba en vericuetos semánticos para definirse. “Yo informaba, y es muy distinto. Lo tomaba como una tarea de lucha, como un compromiso con Perón. Quien sabe en esta época, con más experiencia, quizás pensaría de otra manera. Pero tenía 18 años, y la verdad es que la gente con la que trabajaba, que era bastante mayor que yo, no me prestaba mucha atención”.

Al parecer, Landajo era eficaz. En aquella charla en su living, se despachó con algunas de sus andanzas. “Hubo mucha gente que se quedó sin un puesto en el gobierno, porque había peronistas que hacían negociados. Yo le avisaba a Perón y él tomaba nota. También sobre los negociados que hacía Juan Duarte. Bah, eran favores los que hacía Juan… era un boludo alegre nomás. Pero después que yo contaba, cumplir esos favores con sus amigos se le hacía difícil”. Sus tareas no se limitaban sólo a los opositores. “Me mandaba a ver qué hacían algunos punteros peronistas. Yo llegaba y pedía trabajo… ¡Hasta lavé escaleras para ver cómo conspiraban contra Perón! Los punteros me querían afiliar, pero el General me dijo que no lo hiciera”.

El circuito que frecuentaba Landajo se le había hecho una rutina. Consistía en sentarse en un bar y parar el oído. Uno de esos lugares era el café La Marina, ubicado sobre Diagonal Norte. “Escuchaba a los muchachos extranjeros que recibían cheques en dólares. Yo daba letra, y después se hacían los procedimientos por tráficos de divisas. En ese lugar conocí a Reynaldo Pastor, un conserva que era contrera. Pero cuando se lo comenté a Perón, me dijo que era un buen opositor. Al poco tiempo, Perón me pidió que, por la relación que tenía con Pastor, me afiliara a la Juventud Demócrata Cristiana. ‘Vea que hacen, porque están conspirando en mi contra’, me dijo. Tenían un local en la calle Rodríguez Peña. Me llevó el propio Pastor ahí. Pero no pasaba nada grave, decían lo mismo que en cualquier círculo antiperonista. Perón me decía que ‘en algunos casos, con mucha razón’. Ahí conocí a Solano Lima”. A la vuelta de los años, éste último fue el vicepresidente de Perón en su tercera presidencia, en 1973.

Ramón Landajo durante una entrevista (youtube)
Ramón Landajo durante una entrevista (youtube)

En una de sus últimas entrevistas, con el periodista Ignacio Otero, contó otro delicado encargo que le hizo Perón en 1952. “Me preguntó: ‘Landajo, su mamá es mexicana, ¿no? Bueno, se va para México…’” Según Landajo, el gobierno de aquel país formaba parte de una conspiración internacional para derrocar a Perón. “Allá me hice pasar por gorila, para desenmascarar a los antiperonistas. El ex presidente mexicano Miguel Alemán Valdés, amigo del General, me puso en el departamento de publicidad del diario Novedades, que era de su propiedad. Después de un tiempo de estadía empecé a tener mucha confianza con el embajador argentino Lucas de Olmos, que era conservador. El creía, gracias a mi camuflaje antiperonista, que yo era igual que él y me abrió las puertas de la embajada. Ahí conocí al Che Guevara, que, como muchos otros argentinos, había escapado de Guatemala a México luego del derrocamiento de Jacobo Arbenz. Guevara era totalmente contrario a Perón, pero las órdenes que venían desde la Casa Rosada eran de ayudarlo de todas maneras. Así que lo hice entrar como fotógrafo de Novedades y de ahí saltó a la agencia Prensa Latina.”

Después del golpe militar de 1955, Perón debió exiliarse. Cuando arribó a Panamá después de una breve estadía en Paraguay, Landajo lo siguió. Alguna vez escribió de puño y letra lo que encontró en aquel país: “En esos días (Perón) contaba únicamente con esporádicas visitas del que fuera embajador de su gobierno ante Panamá, el doctor Pascali, además de la presencia de Vitorio Radeglia, un sujeto de pésimos antecedentes,que se había colado en el avión que lo llevó al exilio a Panamá, y que le fuera presentado por el mayor Cialcetta, uno de sus ayudantes en la Presidencia de la Nación. Radeglia, se supo luego,-aunque ya estaba alertado el General- era agente de los servicios argentinos, que como otros mercenarios, vendía información a la recién nacida CIA de los Estados Unidos y a la KGB comunista. Su misión era mantener informados sobre las visitas y correspondencia que recibía el General, ejerciendo control sobre sus movimientos. Comprobada su dualidad, agentes de la FBI, que también vigilaban al derrocado mandatario argentino, lo denunciaron. Con la llegada de Isaac Gilaberte a Panamá, se pudo desprender del informante gorila…”.

Así quedó un séquito acotado, que incluía, además de Landajo, a su chofer (Gelaberte) y una cocinera llamada Flora. En la charla en su living, mientras sus dos perritas lo rodeaban, Landajo prosiguió: “Perón, aunque pensaban que se había llevado una fortuna, tenía muy poca plata. Yo llegué el 17 de noviembre a la ciudad de Colón. Estaba en el hotel Washington y me pidió que me quede con él. Lo vi abatido. Enseguida se mudó a una casa muy modesta. Se había enterado que estaba Raúl Lamuraglia, un textil perjudicado por el peronismo, que tenía la intención de matarlo. Por suerte, eso fue abortado”. El gobierno panameño le puso un guardaespaldas: Omar Torrijos, que años más tarde fue presidente de su país.

Para animar a Perón, lo agasajaban con fiestas y, claro, le presentaban mujeres. Landajo contaba siempre que los grandes amores del ex presidente fueron Aurelia Tizón (su primera esposa, “mi pasión”, como definía) y Evita (“la hoguera que me mantuvo encendido”, señalaba). Con Isabel, dice su secretario, no era tan elogioso: “Decía que era ‘el ladrillo caliente que entibia mis pies’”. Pero lo interesante es el relato de su relación con la norteamericana Eleanor Freeman, que sucedió poco antes de conocer a María Estela Martínez. “Ella era una turista a la que llamábamos La Gringa. Se conocieron porque Perón le acercó fuego para encenderle un cigarrillo. Estuvieron saliendo durante un tiempo”. Desde luego, a La Gringa también la investigaron. Supieron que era una vendedora de un comercio de Chicago y que no tenía ningún interés por la política. Según Landajo, la relación naufragó por culpa del Departamento de Estado de los Estados Unidos, que desparramó rumores que el séquito de Perón la tenía secuestrada e hizo que la familia de la joven lo denunciara. “Un día desapareció -contó-. Se la llevaron a su casa de vuelta. Perón tiró la bronca, pero no podía hacer nada. Después conoció a Isabel...”

Según le contó Landajo a Juan Bautista Yofre en el año 2010, “Isabel llega a Panamá en el mes de diciembre con el Ballet Joe Herald”... En el mismo reportaje, señaló que al ballet “se lo había armado la SIDE con la finalidad que una de las chicas entrara en el círculo íntimo de Perón”.

El siguiente destino del destierro de Perón fue República Dominicana. “Allí estaba el dictador Rafael Trujillo, alguien al que hasta Perón le tenía miedo. Lo grababan todo el tiempo. Un día, Canelita, la perrita caniche que tenía, casi destroza un almohadón con el que estaba jugando. Una mucama entró volando y se llevó el almohadón: tenía un grabador ahí. En Dominicana, Gelaberte y yo, que cumplíamos la misma función. Ahí nos peleamos además con Isabel, porque conocíamos las trampas que le hacía al General. De todos modos, a Perón lo seguí viendo en Madrid”.

Ramón Landajo en sus últimos años (Youtube)
Ramón Landajo en sus últimos años (Youtube)

Sin embargo, uno de los enemigos que reconocía ya había tomado vuelo propio junto a Perón en Puerta de Hierro, y el acceso no era sencillo. Es fácil adivinar el personaje. “Yo me llevaba bien con todos, con excepción de López Rega y su Triple A. Él me había condenado a muerte”.

Cuando Perón regresó al país, Landajo trabajaba junto al gobernador bonaerense Oscar Bidegain. “Estuve en el palco de Ezeiza con él. Yo era secretario de información... digamos que era la SIDE de la provincia de Buenos Aires. Revisé el palco, porque sabía que la vida de Perón no estaba garantizada en ese acto. Sabía que lo iban a querer matar cuando llegara. Fui armado ahí, pero no tuve necesidad de disparar nunca. Los primeros tiros llegaron desde los árboles cercanos al palco y de un lugar que se estableció como centro de operaciones y logística, el Hogar Escuela, que fue ocupado por el Comando de Organización de Brito Lima bajo órdenes del coronel Jorge Osinde”.

A pesar del encono que en sus últimos años profesó contra Néstor y Cristina Kirchner, Landajo contó que cuando estaba junto a Bidegain, “los Montoneros me venían a apurar para que les sacara nombramientos, pero hablaba con ellos. López Rega ya los había empezado a matar. Le aseguro que cuando yo podía ayudar a los que eran peronistas, lo hacía”. De aquellos años en La Plata, señalaba que “por supuesto teníamos fichado a Néstor Kirchner, que era militante de la Tendencia, y también a Cristina. Toda la información de inteligencia de la provincia me llegaba a mí. A todos los estudiantes y a los que trabajaban en la gobernación los teníamos identificados. Lo hacíamos para que no hubiera un desdoblamiento de los puestos políticos. Eso sucedía muy seguido. Kirchner estaba con Carlos Kunkel. Pero no era peligroso ni de primera línea. Esas fichas fueron quemadas antes de que se fuera Bidegain (Nota: debió renunciar los primeros días de 1974). Yo sabía bien lo que era ser perseguido”.

Al poco tiempo, el 1 de julio de 1974, Perón falleció. “El dúo satánico de López Rega e Isabel le apuró la muerte. La última vez que estuve con él fue el 8 de mayo del ’74. Me envió a Japón con una misión que tenía que ver con la deuda externa. Y me dijo ‘Estoy rodeado por delincuentes, traidores, simuladores, ambiciosos, incapaces y alcahuetes’. Después me quedé sin trabajo. Isabel me consideraba un enemigo. Yo había conocido la tortura en los ’60, cuando regresé a la Argentina y me detuvieron. Cuando López Rega tomó el poder real del gobierno me alertaron que la Triple A me iba a matar. Una amiga de mi señora, radical, llamada María Inés Irigoyen, me escondió 15 días en su casa. Cuando una semana después la quise visitar para agradecerle, me enteré que estaba en la morgue del Hospital Rivadavia. La habían asesinado. Igual hicieron con mi sobrina en Santa Teresita, pero eso fue en la época del proceso…”

Cuando me fui de su departamento ya era bien entrada la noche. Mi última pregunta fue si se había arrepentido de algo.

–De nada -me dijo-. Si volviera a vivir, querría que fuera así.

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