Que en paz descanse

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Velatorio de Néstor Kirchner
Velatorio de Néstor Kirchner

Hace exactamente diez años, cuando todos estábamos en casa esperando que nos censaran, Néstor Kirchner dejó de ser una persona, un hombre, un líder, para transformarse en un recuerdo. Como es bien sabido, un recuerdo es algo subjetivo, algo que alguien recuerda. El ser humano ya no existe, no habla por sí mismo, no interpela, ni rie, llora, sufre o disfruta. En su lugar, hay una tercera persona que lo recuerda y que le imprime al acto de recordar sus valores, sus prejuicios, sus vivencias, sus propias percepciones. Por eso, Nestor Kirchner –o cualquiera-- podría ser recordado de tantas maneras como personas lo recuerden.

Sin embargo, desde el mismo momento de aquella muerte, se puso en marcha un voluntarioso esfuerzo por imponerle una forma única a las millones de posibilidades que ofrecía ese recuerdo. En ese esfuerzo volutarioso –e inútil-- muchas cosas se empezaron a nombrar con el nombre del líder fallecido: rotondas, escuelas, comedores, asentamientos, puentes, centros culturales, represas, avenidas, canchitas de futbol, hospitales, salones de actos, autopistas, terminales, bibliotecas, aulas, túneles, campings, plazas.

Fue, por decirlo de manera respetuosa, una operación un tanto excesiva. Millones de personas estarán encantadas pero otras tantas tal vez no tengan ganas de encontrarse aquí y allá con tal o cual cosa que se llame Nestor Kirchner. El siguiente gesto en esa dirección se producirá en las próximas horas, cuando el presidente Alberto Fernandez, ex jefe de Gabinete de Nestor Kirchner, inaugure la estatua repatriada de Nestor Kirchner, frente al Centro Cultural Nestor Kirchner, algo que ayer fue muy valorado por Cristina Fernández, la viuda de Néstor Kirchner.

La estatua de Néstor Kirchner frente a la sede del Unasur en Ecuador. A su lado, Cristina Fernández de Kirchner. (Presidencia)
La estatua de Néstor Kirchner frente a la sede del Unasur en Ecuador. A su lado, Cristina Fernández de Kirchner. (Presidencia)

Semejante liturgia, como es lógico suponer, ha generado una liturgia de sentido opuesto. Kirchner es una de esas palabras que, en el debate público, solo admite miradas extremas. Se discute, aún, como si estuviera vivo, si fue un prócer o un ladrón, el hombre que supo o el que se derretía de tentación frente a una caja fuerte, el eternauta o el que ejecutó deudores morosos para hacerse rico.

Una pena. Porque Kirchner fue una personalidad relevante, alguien que de verdad dejó una marca y tal vez podríamos abordarlo como gente grande. Si olvidáramos por un momento a los feligreses y a los herejes, se lo podría recordar en la complejidad que tuvo como líder y como persona. En cualquier caso, signo de los tiempos, hay que ir con cuidado, porque adoradores y detractores se ponen en tensión ante cualquier palabra mal ubicada.

En principio, Néstor Kirchner fue un presidente democrático. Para la historia argentina eso ya es toda una definición. Llegó por el voto popular. Ganó elecciones, las perdió, reconoció cuando las perdió, y las elecciones se realizaron siempre en tiempo y forma. Cuando fue presidente no hubo presos políticos, ni exiliados, ni se cerraron medios de comunicación, ninguna persona fue torturada por sus ideas políticas.

Durante su Gobierno, además, se hicieron muchas cosas justas. Se conformó, por ejemplo, una Corte Suprema independiente, se terminó con la impunidad para los militares de la dictadura y, sobre todo, se puso en marcha una política económica que ubicaba, en un lugar jerarquizado, a las personas menos privilegiadas de la sociedad. Los años de Nestor Kirchner representaron un alivio para millones de argentinos angustiados por el maltrato que le produjeron ideas económicas injustas e inaplicables.

Más aún: en diciembre del 2007, cuando entregó el Gobierno, la mayoría de las personas estaban mejor que en mayo de 2003, cuando lo recibió. Para un presidente argentino, es un montón.

Pero ese mismo hombre, al mismo tiempo, desbordaba de ambición: económica y política. Hay algo muy oscuro en la manera en que manejaba el dinero, en la rapidez en que hizo una fortuna familiar gigantesca e inexplicable, en la forma en que su gente administró millones y millones de pesos ajenos. Julio De Vido, José López, Ricardo Jaime, Lázaro Baez, Roberto Baratta, son solo algunos nombres que fueron lo que fueron gracias a su jefe, a su promotor, a su mentor, que se llamaba Nestor Kirchner. El que no está preso está procesado y el que no, condenado. Todo su período quedó manchado por la palabra corrupción, que no fue un invento de la prensa hegemónica, claro que no, sino una práctica muy comprobada.

Néstor Kirchner y Julio de Vido. (NA)
Néstor Kirchner y Julio de Vido. (NA)

La ambición política, además, lo llevó a pensar en la idea del poder eterno. En este caso, consistía en intercambiarse en el sillón de Rivadavia con su compañera, Cristina, hasta que, tal vez, fuera el turno de Máximo, el hijo de ambos. En ese derrotero, algunas cosas se fueron perdiendo: el superavit fiscal, la estabilidad de precios, la autonomía energética, la soberanía nacional que implicaba no estár desesperados por la necesidad de tener dólares y, también, la convivencia. De repente, todo empezó a ser un ellos o nosotros y se instalaron, progresivamente, la intolerancia, la sospecha, y el odio. Hasta Alberto Fernández fue víctima de todo eso.

¿Cuál es el resultado de la suma algebraica entre sus virtudes y defectos? Eso depende de los valores de cada uno. Pero hay una pregunta central que debería rodear su recuerdo. En estos días, apareció un libro titulado “El hombre que cambió todo”. ¿Fue, realmente, el hombre que cambió todo? ¿Es la Argentina un país mucho mejor que el día en que Kirchner llegó al poder? ¿Es más justa, más integrada, más rica? Y si no lo es, ¿qué responsabilidad le cabe? ¿Los barrios humildes están mejor que entonces? ¿hay menos villas de emergencia? ¿hay más cloacas, más urbanización? ¿superamos la restricción externa? ¿El futuro ofrece más esperanzas que en el 2003?

Se podrá decir que los medios hegemónicos, que los grupos concentrados, que la oligarquía, que los gorilas, que Macri, que la clase media, que Magnetto. Pero, ¿de verdad no tuvo ninguna responsabilidad ?¿Por qué no pudo con ellos? ¿No hizo ningún aporte a que las cosas terminaran tan mal? ¿De verdad que no? Son preguntas que tienen consecuencias políticas concretas. Porque quien no vea que Kirchner no cambió todo, que fue muy poco lo que cambió desde el 2003 en este país, y no todo para mejor, quien no se anime a analizar por qué falló en ese intento o cual fue su aporte para que los sueños no se concretaran, tal vez no encuentre caminos alternativos porque ni se preocupe por buscarlos.

Kirchner fue un buen presidente, a juzgar de quien escribe esto. Pero no cruzó la cordillera de Los Andes, no hizo el gol contra los ingleses, no descubrió el bypass. ¿Por qué su nombre nombra más cosas que el de San Martín, Maradona o Favaloro? En esa vana ambición de eternidad –de él, de los suyos--, en esa imposición, en ese equívoco, en ese síntoma, tal vez se puedan encontrar algunas de las razones que explican el país de hoy, tan diferente del que soñaría cualquiera –pobre, dividido, desigual, hostil, inseguro-- diecisiete años después del comienzo de una aventura que generó muchas ilusiones y que podría haber terminado mucho mejor.

Diez años después: qué en paz descanse.