
En un país donde la velocidad cotidiana suele borrar lo esencial, la fotografía tiene una capacidad silenciosa, pero profunda: devolvernos aquello que dejamos de ver. No es solo un acto técnico ni una simple captura del instante. Es, muchas veces, una forma de amor. Y, quizá sin proponérselo, un gesto de resistencia frente al olvido.
El Perú es un territorio de contrastes, y también de excesos: exceso de belleza, de historia, de abismos, de culturas que conviven y se rozan sin conocerse del todo. Somos un país que alberga 84 de las 117 zonas de vida del planeta, un mosaico improbable que en pocas horas puede llevarnos de un desierto absoluto a un bosque donde llueve desde todos los siglos. Esa diversidad —a veces celebrada, a veces ignorada— merece más que una mirada rápida: exige contemplación. La fotografía abre precisamente ese espacio.
Dicen que las imágenes se procesan miles de veces más rápido que las palabras. Puede ser cierto, pero lo verdaderamente decisivo no es la rapidez, sino la huella. Un retrato de un pastor en Ayacucho, la sombra de una duna en Ica, la vibración del altiplano al mediodía o el silencio de un lago andino tienen la capacidad de atravesarnos más directamente que cualquier discurso. Tal vez porque, en su aparente quietud, contienen historias que no siempre sabemos contar.
En mis recorridos por el país he aprendido que fotografiar no es “mostrar un paisaje”, sino acercarse a un territorio que, aun siendo propio, sigue siendo desconocido para la mayoría. No es casual que, aunque más del 75% de los peruanos viva en zonas urbanas, la mayor riqueza cultural siga respirando en espacios rurales y remotos. Fotografiar estos lugares es, entonces, un modo de tender un puente: entre quien mira y lo que ha sido olvidado, entre lo visible y lo esencial.
El Perú es reconocido como uno de los 17 países megadiversos del mundo. Pero esa palabra —megadiversidad— no pertenece solo a los informes oficiales: habita en los gestos cotidianos. Está en el color de los tejidos en Cusco, en el sonido de una quebrada en Ancash, en la ceremonia íntima de preparar pan en un horno de barro. La fotografía intenta traducir esa inmensidad hecha de detalles mínimos. Cada imagen es, de alguna forma, un acto de gratitud.
La UNESCO afirma que las prácticas visuales forman parte del patrimonio cultural inmaterial cuando fortalecen la identidad colectiva. No sé si mis imágenes alcanzan esa dimensión, pero sí sé que la fotografía permite que un país se mire a sí mismo con una sinceridad que pocas veces tolera en otros ámbitos. Nos obliga a detenernos. Nos invita a sentir. Y, sobre todo, nos recuerda que somos más que nuestras urgencias diarias.
A veces me preguntan si la fotografía cambia algo. No tengo una respuesta absoluta. Lo que sí puedo afirmar es que cambia al que mira, y también al que la hace. Cambia la relación con el país. Cambia el modo de caminarlo. Cambia la forma de quererlo. Fotografiar el Perú es descubrirlo una y otra vez, en una especie de reencuentro permanente: entre la realidad que vivimos y la belleza que insiste en aparecer pese a todo.
Si la fotografía es un lenguaje, entonces es también una forma de cuidado. Una manera de decir: esto somos, esto existe, esto merece ser visto. Tal vez allí radique su poder más profundo. En un país que a veces se desconoce a sí mismo, la imagen ofrece la posibilidad de reconocernos. Y, en ese reconocimiento, de volver —aunque sea por un instante— a sentir orgullo, pertenencia y asombro.

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