
Los maestros jasídicos enseñan que cada alma tiene un lugar único e irremplazable en el mundo. Que cada ser humano es una pieza fundamental en el mapa de la historia. Un engranaje en la máquina del tiempo. Cada nombre trae un propósito. Cada vida, un objetivo.
Es el alma el que porta ese mensaje, ese sentido único. Sin embargo, el alma está cubierta de diversos ropajes, por lo que no siempre alcanzamos a conocer íntimamente ese propósito exclusivo. Cubiertos de ropas varias, caminamos el tiempo sin enterarnos quiénes éramos al fin. Cuál era nuestro verdadero lugar, nuestro último y más íntimo yo. Las ropas pueden ser construcciones sociales, estereotipos varios, mandatos antiguos, búsquedas materiales, aspiraciones profesionales, pensamientos autoconstruidos, creencias de otros, compromisos inútiles, miradas ajenas, emociones tóxicas o tiempos perdidos. Ese caro vestuario que vamos comprando a lo largo de los años.
Quisiera compartirles tres historias. Conversaciones que viví en estas últimas semanas.
La primera es la del encuentro con un chico de unos 10 años. El pequeño tenía una mirada profunda y hermosa. Recuerdo que me descolocó por completo, cuando de pronto me preguntó acerca de cuál era el sentido de la vida. Su emoción transformaba el aire en un clima lleno de ternura. Un hallazgo. Un alma tan jóven -pensé- haciéndose las preguntas que de grandes olvidamos. Me perdí por un momento en mis recuerdos, intentando recordarme en su lugar, a su fresca edad. Me preguntaba a mí mismo si acaso me había hecho en aquél tiempo esa pregunta. Recuerdo que le dije que no hay un sentido de la vida, sino un sentido para cada vida. Y que el máximo y más valioso desafío era nunca dejar de ser un buscador.
Al día siguiente, me encontré charlando con una gran amiga a la que adoro. Ella tiene 90 años y sin casualidad mediante, me hacía la misma pregunta. Sólo que esta vez ella se preguntaba acerca del sentido de la vida, más que desde la búsqueda, desde la angustia. La angustia y el temor de nunca haber cumplido con una misión, en su larga vida. Me vi sorprendido de estar hablando del mismo tema con personas que se llevaban tantas décadas una de la otra.
Recuerdo haberle nombrado todas las vidas y las misiones que ella había alcanzado en todos estos años. La de sostener sola a sus hijos como madre y como emprendedora a la vez; la de haber cuidado en especial a uno de sus hijos, el cual llevaba una discapacidad dramática tantos años hasta vivir su dolorosa pérdida; la de haberse reinventado desde la resiliencia una vez mayor para volver a estudiar y recibirse; la de ingresar al mundo de la espiritualidad; y la de ayudar a otros en sus angustias. Y esa misma tarde, transformada ya en sabia, dándome consejos acerca de cómo disfrutar a esta edad, de lo más sagrado: del tiempo. Del exacto o poco tiempo que los demás te regalan, sin reclamar nada. De aprender a disfrutar de un plato de pastas los domingos aunque sea a solas, pero de la marca que más te gusta. O del placer que te genera un café en el bar de la esquina, con el sol acariciando suave en el rostro.
Con ella esa tarde descubrí que no hay un sentido para la vida. Sino varios sentidos. Sentidos para las varias vidas que vamos teniendo en el viaje.
La tercera historia sucedió esta última semana. Me encontré con un hombre de unos 45 años. Justo en la mitad del camino -de los años- entre mis otros dos encuentros.
En un momento de la charla, el hombre recordó a su padre. Me dijo que había fallecido hacía ya muchos años, unos 25 años atrás, cuando él y sus hermanos eran muy jóvenes. Sus ojos se tornaron vidriosos al instante. No podía contener la emoción al hablar. Intentaba decirme de manera entrecortada, que ninguno de ellos jamás había logrado dejar de emocionarse al recordar, no sólo la pérdida dolorosa, sino al hombre que su padre había sido. A la marca imborrable que había generado en ellos.
Me quedé un rato en silencio. Y luego le dije que me ponía en su lugar. Pero no en el lugar de él, que en ese momento me hablaba, sino en el de su padre. Porque yo, en este momento, tengo la misma edad en la que su padre partió, y mis hijos la edad que este hombre empapado en lágrimas tenía cuando su padre murió. Le dije que me preguntaba, si yo partiera ahora, si acaso los ojos de mis hijos se llenarían de lágrimas de esa manera, al recordarme dentro de 20 o 30 años. Con lágrimas de orgullo, con lágrimas de amor.
Vamos por la vida pensando en cumplir una gran misión, haciéndonos a la fuerza de un lugar, mientras el lugar y el propósito estaban en otro lado. A veces partimos quizá sin habernos enterado el lugar que habíamos logrado tener. Le dije que su padre, sin dudas, había logrado cumplir con su destino. Con su misión más irremplazable. Su padre era un engranaje indispensable en la historia para que él hoy, pueda inspirarse en la evocación de su marca y su mensaje, a través de esas lágrimas de amor.
A veces la vida se nos pasa, mientras estamos haciendo otra cosa. O viviendo otras vidas. O des-ubicados en otros lugares. Cada uno es una pieza única en el tablero de este juego. Un engranaje insustituible en la máquina del tiempo. Pero hay un lugar en donde podemos ver si acaso, estamos desplegando nuestro verdadero sentido. Nuestra misión más sagrada. Ese lugar queda en los ojos de los nuestros. En los ojos emocionados y orgullosos de los que nos han regalado para amar.
Amigos queridos. Amigos todos.
Cada uno tiene un lugar en el mundo. Una misión única, que ningún otro puede ocupar. A veces son varias, a lo largo de las varias vidas que nos regalan.
No hace falta vestirse con los vestidos de otros. Ni querer ser lo que no somos. Ni imitar a falsos ídolos. Sólo hay que mirar más profundo a través de los ojos vidriosos de nuestra alma, y descubrir cuál era ese lugar, ese refugio, donde sabernos nosotros mismos.
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