El acuerdo con Washington luce incompatible con el programa de La Matanza

El Gobierno podría optar por seguir postergando el arreglo con el Fondo, profundizando la heterodoxia y la crisis

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Entre el 2011 y el 2017, finalizada la bonanza de los precios de los commodities, la Argentina vivió un ciclo económico de raíz política, en dónde los gobiernos “ajustaban” en los años pares y “desajustaban” en los años impares -años de elecciones-.

Sin embargo, a falta de reformas de fondo y un verdadero cambio de régimen organizacional, la tendencia general fue el estancamiento, con caídas modestas en los años pares y recuperaciones similares en los impares, siempre hablando del PBI total, y con reducción permanente del ingreso per cápita.

En este contexto, los desajustes de los años impares no alcanzaron para que el oficialismo ganara las elecciones del 2013 y del 2015, aunque sí le permitieron al gobierno del presidente Macri, con el shock de expectativas y el fuerte ingreso de capitales, ganar la elección de medio término del 2017.

Este ciclo de subas y bajas se interrumpió a partir del 2018. La crisis de deuda y el obligado ajuste posterior “armó” dos años seguidos de vacas flacas, 2018 -2019.

Después, la pandemia y la mala praxis macroeconómica, en medio de la falta de conducción unificada en la coalición oficialista, que ya describiera tantas veces desde esta columna, amplió la crisis al período 2020-2021.

Al igual que en el 2013 y el 2015, la recuperación de la economía de este año, después del desastre del 2020 no resultó suficiente para el éxito electoral del oficialismo. Por el contrario, el crecimiento 2021 se desacopló de los votos, y la coalición gobernante sufrió una de sus más grandes derrotas desde 1983 (a pesar de los festejos).

Ese desacople entre crecimiento del 9% y votos es seguramente multicausal -como diría Guzmán- pero, desde la economía, puede explicarse por la particular naturaleza de la recuperación.

En primer lugar, el crecimiento de este año apenas compensa el retroceso del 2020, el cual, a su vez, vino precedido, como se mencionara, por la caída 2018-2019. En segundo lugar, el uso del impuesto inflacionario como mecanismo central de cierre del déficit fiscal afectó a la “clientela” más cercana al oficialismo y puso en evidencia el gran problema estructural de la Argentina. Apostar al Estado como motor del crecimiento, generador de empleo y distribuidor del ingreso resulta en una pésima asignación de recursos.

El Estado argentino, en particular, se ha convertido en una máquina destructora de valor y ha acumulado tantos receptores de beneficios sociales que pese a crecer dicho gasto en valores absolutos y en porcentaje del PBI, le da a cada beneficiario individual cada vez menos, en términos reales.

Finalmente, el uso del confinamiento extendido como mecanismo de combate contra la pandemia del COVID-19, perjudicó prioritariamente, a empleadores y empleados del sector informal, en dónde la ayuda estatal no pudo compensar los cierres de establecimientos y en dónde sin convenios laborales y protección social, la inflación y el desempleo causaron y causan más estragos.

En síntesis, el rebote del año impar no alcanzó, entre otras cosas porque sin stocks previos, sin dólares suficientes en el Banco Central -pese al loto de la soja- y sin crédito externo, parte del gasto público lo financiaron los sectores de ingresos fijos con la inflación, es decir lo financiaron los propios receptores de subsidios, reduciendo el valor real de lo que reciben.

En los últimos meses, como estaba previsto, el Gobierno buscó compensar en parte dicho impuesto inflacionario con más “platita”, concentrada en la Provincia de Buenos Aires, o más precisamente, en la zona del AMBA dónde cada pesito extra podía ser más productivo electoralmente. Logró aumentar el caudal de votos respecto de las PASO, pero no fue suficiente.

Ahora se viene un nuevo año par, es decir un año de ajuste y, encima con la necesidad de tener un acuerdo “plurianual” con el FMI.

Surgen aquí dos problemas. El desajuste macro acumulado en el 2020-2021, obliga a una corrección machaza, en particular en el tema precios de los servicios públicos, que venían atrasados ya desde la última parte del gobierno de Macri y que, con la aceleración de la inflación de este año y la suba internacional del precio del petróleo quedaron aún más desfasados. Pero sucede que el precio local de la energía, dado que somos importadores netos, está, además, vinculado con el tipo de cambio, es decir subsidios y precio del dólar interactúan y se retroalimentan.

Y allí está el segundo problema, la necesidad de desarmar el Frankestein en que se ha convertido el mercado de cambios en la Argentina.

Respecto del primer tema, los subsidios a la energía, el Gobierno ya ha anunciado la segmentación, para que paguen más, en el AMBA, los sectores de más altos ingresos -no se sabe si además habrá una reducción del subsidio a la generación de energía que alcanza a todo el país- lo que podría reducir el déficit fiscal en un 1-1,5% del PBI. Sin embargo, esa reducción no será suficiente y habrá que insistir con un elevado impuesto inflacionario e inventarán, casi con seguridad, algún que otro impuesto nuevo.

Respecto del mercado de cambios, lo visto en esta semana anticipa que habrá un segmento “libre”, es decir sin intervención discrecional y opaca del Banco Central, y habrá que achicar la brecha, acelerando o dándole un salto al precio del dólar oficial (o una combinación de ambas cosas). El problema aquí es que con la cantidad de pesos estacionados -emisión postergada- en el Banco Central en forma de deuda remunerada que ya equivale, prácticamente, al 100% de los depósitos a plazo fijo en el sistema financiero, no se puede liberar la tasa de interés para intentar ponerle un techo al precio del dólar libre, generándole alguna oferta adicional.

En otras palabras, reconstruir un mercado del dólar libre con cierto equilibrio, es decir con algo más de oferta, sin confianza, sin incentivos genuinos, y sin tasa de interés no luce sencillo, y acelerar la devaluación del dólar oficial, sin un aumento de la demanda de dinero, y sin “tranquilizar” la tasa de inflación, tampoco. Y liberar la tasa de interés implica más emisión por los pagos de intereses de la deuda del Banco Central.

Supongamos, de todas maneras, que, caminando por la cornisa en materia cambiaria y monetaria, con cepos, regulaciones, controles, algunos incentivos sectoriales, un sendero de reducción del déficit fiscal, y metas lejanas en el tiempo de acumulación de reservas, hay un acuerdo con el Fondo.

En ese escenario, queda claro, que el bienio 2022-2023 se parece más al 2018-2019, que al 2020-2021. A menos que el Gobierno se juegue a un “shock de ajuste” en el 2022, para concentrar en el 2023 un desajuste electoral.

Pero un shock de ajuste, en lugar del gradualismo que se propone, en el actual contexto político y social, sin confianza y sin cambio de régimen, puede terminar en un descontrol nominal aún mayor.

Con gradualismo fiscal y en la política cambiaria y monetaria, la coalición oficialista se estaría resignando al “destino Macri 2019″. O, alternativamente, va en camino de una ruptura, o a incumplimientos sistemáticos con el FMI, en particular en el 2023.

Una tercera opción sería que, dado que el programa con Washington, a los ojos de al menos un sector del oficialismo, resulta incompatible con un acuerdo con La Matanza, el Gobierno decida seguir postergando el arreglo y prefiera nuevamente el default, profundizando la heterodoxia y la crisis.

Lamentablemente, la idea de que los políticos no se “suicidan” ha quedado claramente desmentida por la historia, al menos en nuestro país.

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