
Cuando asumió Néstor Kirchner, Alberto Fernández como Jefe de Gabinete dejó libre al responsable de los discursos presidenciales. Recuerdo haberlo hablado con él, dado que reivindiqué el rol y la seriedad de quien ocupaba dicho cargo. La respuesta de Alberto fue: “Los discursos los voy a escribir yo”.
Entonces, aquel funcionario, muy respetable escritor y poeta, nunca más fue citado para cumplir su importante tarea. El bajo nivel que generó esa decisión sigue siendo una concepción de un personaje que tiene como ideología o, mejor dicho, por práctica, el pragmatismo y el progresismo.
Cito dichas creencias por ser dos miradas que poco y nada tienen que ver con la responsabilidad del cargo a ocupar. Pragmatismo era el de Néstor, tanto como el de Cristina o el de Mauricio Macri, continuadores de aquella tradición iniciada por Carlos Menem que imaginó la modernidad como la carencia de raíces y de destino, una frívola ruptura con todo lo construido por nuestros mayores.
Suponen que las formas son tan solo una molestia para su voluntad de ser “auténticos”, virtud de dudoso origen que de nada sirve en la política y mucho menos en la vida. La triste y patética insistencia en esa frivolidad del “idioma inclusivo” lo lleva a marcar en el absurdo de la palabra inventada la falta de contenido de las palabras acertadas. Para llamar la atención se puede trabajar con el talento y el esfuerzo o con el absurdo y la provocación.
Tengo muy presente haber leído al genial Octavio Paz cuando se refería a la ausencia de peso de lo indígena en nuestra visión de la historia, error que según él tendría complejas consecuencias. Ese pensador que alguna vez nos llevó, buscando semejanzas, a bucear en el complejo mundo de Rodolfo Kusch. Ese es el mal del supuesto “progresismo”, enfermedad propia de la pubertad, tiempo en el que se imagina que con solo cuestionar lo heredado se está generando lo nuevo.
Claro que el tiempo del poder debería corresponderse con el de la madurez, con esa etapa donde la reflexión ayuda a valorar la humildad y la duda, tiempo que deja de enamorarnos de las certezas.
Nuestra dirigencia política es una enorme burocracia con más recursos materiales que espirituales, con más adulación que autocritica, con esa mala mezcla de ignorancia con vanidad. Aquel escritor que el jefe de Gabinete hoy Presidente sacaba de sus funciones es hoy todavía mi amigo, también un gran poeta y muy respetado. Las consecuencias están a la vista, lo malo no es tan solo que improvisan, lo duro es que al hacerlo desnudan la pequeñez de su pensamiento. Y producen algo que siempre duele, que es eso que solemos llamar “vergüenza ajena”.
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