Cuando la dicotomía era religión o independencia

En Argentina hubo tres curas opositores al movimiento emancipador iniciado el 25 de mayo de 1810: Rodrigo Antonio de Orellana, Benito Lué y Riega y Nicolás Videla del Pino

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Nicolás Videla del Pino, primer obispo de Salta. Aunque era argentino, tomó
partido por la causa española. Belgrano ordenó su destierro.
Nicolás Videla del Pino, primer obispo de Salta. Aunque era argentino, tomó partido por la causa española. Belgrano ordenó su destierro.

El 30 de enero de 1816, justo cuando en Mendoza el General San Martín organizaba su Ejército de los Andes, el papa Pío VII (el mismo que fue secuestrado y llevado a Francia por Napoleón) promulgó su encíclica Etsi Longissimo Terrarum.

A través de la misma pidió a los católicos de toda América oponerse a los movimientos emancipadores de las colonias españolas y defender la causa del rey de España, Fernando VII.

El pontífice les habló a “los venerables hermanos, a los arzobispos, a los obispos y a todos los queridos hijos del clero de la América sujeta al Rey Católico de la España”.

Reclamó de parte de la grey católica “no perdonar esfuerzo para desarraigar y destruir completamente la funesta cizaña de alborotos y sediciones que el hombre enemigo sembró en esos países”.

El Papa les dijo además que “fácilmente lograréis tan santo objeto si cada uno de vosotros demuestra a sus ovejas con todo el celo que puedan los terribles y gravísimos perjuicios de la rebelión, si presentan las ilustres y singulares virtudes de Nuestro carísimo Hijo en Jesucristo, Fernando, Vuestro Rey Católico, para quien nada hay más precioso que la Religión y la felicidad de sus súbditos”.

Aunque basó su exhortación en el mandato bíblico de “sujetarse a las autoridades superiores”, la verdad es que su encendida encíclica era el fruto de un año de negociaciones que había mantenido con los representantes del rey Fernando VII, otro que también había sido secuestrado y llevado a Francia por Napoleón.

No obstante, antes que Pío VII condenara el alzamiento de las colonias españolas, ya existía en América curas condenando los movimientos emancipadores.

Por ejemplo, la historia venezolana registra que el 26 de marzo de 1812 a las cuatro de la tarde un terremoto redujo a escombros a Caracas y a varias otras ciudades, causando grandes estragos también en otras ciudades y sepultando a miles de personas.

Toda una división de tropas independentistas estacionada en Barquisimeto (hoy capital de la provincia de Lara) murió y en otras partes los patriotas perdieron armas y municiones.

Como el terremoto ocurrió un jueves santo y el primer gobierno patrio venezolano también se había instalado un jueves santo, el clero explotó el cataclismo a favor de España.

Desde los púlpitos se les decía a las gentes aterrorizadas que el terremoto había sido un castigo de Dios por haber desconocido la soberanía de España sobre las colonias.

Tres ilustres opositores

En Argentina, tres ilustres opositores al movimiento emancipador iniciado el 25 de mayo de 1810 fueron Rodrigo Antonio de Orellana (obispo de Córdoba), Benito Lué y Riega (obispo de Buenos Aires) y Nicolás Videla del Pino (obispo de Salta).

Los dos primeros eran españoles, pero Videla del Pino era argentino, nacido en Córdoba, por lo que, en el marco de esta columna, se merece un comentario especial.

El papa Pío VII (aquel de la encíclica anti independencia), a través de la Constitución Apostólica Regelium Príncipum, lo designó en 1802 obispo de la provincia del Paraguay.

El mismo pontífice lo envió después a organizar la diócesis de Salta, la cual fue creada el 28 de marzo de 1806, con él como primer obispo.

Todo venía bien hasta que los hechos del 25 de mayo de 1810 lo pusieron en la encrucijada de tener que optar por uno de los bandos en pugna. Y tomó partido por los españoles.

Belgrano, jefe del Ejército del Norte, recibió un chasqui enviado por los canónicos Vicente Anastasio Isasmendi y José Miguel Castro con pruebas de la relación que había entre el obispo y el jefe de los ejércitos españoles en el Alto Perú, José Manuel de Goyeneche.

El 17 de abril de 1812, Belgrano, aunque era “católico convicto y practicante” y lo quería al obispo, procedió enérgicamente contra él, ordenando que fuese desterrado en un plazo de 24 horas.

El 26 de abril de 1812, Belgrano le escribió al doctor Luís Bernardo Echenique, quien era abogado, sacerdote y capellán del ejército de Güemes: “Cuánto fue mi sorpresa al leer cartas originales de Goyeneche que acreditan la correspondencia que mantenía el Ilustrísimo obispo con él”.

Videla del Pino, que ya andaba por los 73 años, se fugó. Unos decían que había buscado refugio entre las tropas realistas; otros decían que había huido a las montañas y estaba escondido en una cueva.

Como sea, la cuestión es que el 4 de agosto de 1812 se presentó ante el gobernador de Salta, siendo de inmediato conducido a Buenos Aires.

Bajo cargo de “traición a la patria”, lo pasearon por distintos conventos, a disposición de la Asamblea General Constituyente y Soberana del Año 1813, más conocida como “Asamblea del Año XIII”.

Un día, se presentó ante los diputados de dicha Asamblea pidiendo clemencia y quejándose de las incomodidades que, aseguró, padecía donde en ese momento se encontraba.

La respuesta de Alvear

Su petición mereció una severa respuesta de parte del Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el general y masón Carlos María de Alvear.

Este era otro que como su gran amigo San Martín se había formado militarmente en España, país donde alcanzó el grado de alférez. Y con San Martín regresó en 1812 a Buenos Aires para sumarse a la guerra por la independencia que se iniciaba.

Vale terminar citando textualmente la respuesta que le dio Alvear al reclamo de Videla del Pino:

“La ley no debe considerar sino el delito. Todas las personas son iguales ante ella, y si en el juicio del reverendo obispo se debiera atender a su dignidad, no debiera ser sino para aumentar el castigo que merezca.

¿Qué razón hay para que gima en un calabozo el desvalido que sólo tiene el lugar en que pisa, mientras el potentado le agravia en miseria desde el asilo de su crimen?

¿Cuántos desgraciados padecen en esas moradas de la muerte, acaso sólo porque no tuvieron cómo conocer el límite de sus deberes?

Un obispo no es sino un ministro de paz, y su primer fin debiera ser trabajar por la concordia de su grey. Si falta a esa obligación, su misma dignidad invoca la pena.

Respetemos como es debido a los funcionarios del culto, pero que tiemblen si por desgracia llegan a empuñar la cuchilla sacerdotal contra los derechos del pueblo.

Que sigan entonces la suerte de los demás criminales, y que sepan que no debe haber excepción de personas delante de la ley”.

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