
La pandemia que estamos atravesando franquea innumerables aspectos de la vida cotidiana de todos los habitantes, cualquiera sea su condición. Ello nos motiva a hacer un cambio radical en nuestra existencia, dejar de lado el espíritu gregario y practicar el aislamiento, junto con los cuidados necesarios para protegernos del contagio. Al decir que nos afecta sin distinción, obviamente no podemos dejar de referirnos a quienes se encuentran privados de su libertad.
La primera reacción que tuvieron los defensores de muchos de los condenados y procesados que se hallan en las distintas unidades carcelarias del país fue aducir que se trataba de personas en situación de riesgo por su estado de salud o por su edad, por lo que requerían la concesión de la prisión domiciliaria. Hasta aquí estamos en presencia de un pedido de los interesados, a quienes les resulta legítimo hacerlo.
Sin embargo, lo que causó asombro en la ciudadanía fue que numerosos jueces se hicieran eco de esa argumentación y comenzaran a otorgar ese beneficio a diferentes presos, justificando sus determinaciones en que la prisión no era un lugar aconsejable para enfrentar el riesgo de contraer coronavirus. Entre ellos, podemos citar el caso de Amado Boudou, a quien se le permitió irse a su casa, a pesar de la condena que pesa sobre el nombrado y que no se halla enfermo ni tiene elevada edad.
Entre las decisiones judiciales que reafirmaron esa tendencia pueden señalarse la de la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires y la más reciente de la Cámara de Casación Penal de la ciudad de Buenos Aires, que recomienda a los jueces “extremar los recaudos para coadyuvar a la pronta disminución de la sobrepoblación carcelaria” (acordada 5/2020).
Es decir, que la decisión de muchos magistrados de enviar a los presos a sus casas encontró la aprobación de los tribunales superiores, lo que indudablemente va a provocar que otros imiten esa tesitura.
Empero, la cárcel no debería ser un lugar con peligro de contagio si se guardan las medidas de seguridad y de higiene necesarias. Habiéndose prohibidas las visitas, una adecuada desinfección de las unidades y de los alimentos que se les proveen más los necesarios cuidados que debería guardar el personal penitenciario tendría que ser suficiente para garantizar que disminuya razonablemente el peligro de contagio. No hay mejor garantía que estar aislados de todo contacto con el mundo exterior. Y, por otra parte, existe un hospital penitenciario al que podrían ser trasladados los presos que requirieran atención médica.
Entonces, no se encuentra la razón real por la que tantos jueces conceden estos favores a los delincuentes sin que haya un motivo concreto de peligro en que continúen cumpliendo su condena. Además, cabe preguntarse: ¿por qué se concede el privilegio a unos y a otros no? Ello máxime que es sabido que no hay posibilidades de un adecuado contralor de su correcto cumplimiento, habida cuenta el número creciente de personas en esa condición.
Puede advertirse que la atención de la justicia está siempre puesta solamente en los victimarios y no en las víctimas ni en la sociedad. Y debe saberse que toda decisión en favor de aquéllos va en detrimento de los otros, que son los que sufren la posibilidad de que vuelvan a cometer hechos ilícitos, como ha registrado la crónica hace no mucho tiempo. Pensemos también que el delincuente ha elegido voluntariamente ponerse en ese lugar mientras que la víctima es la que resulta elegida, sin tener ningún interés en estar en ese lugar.
Deben considerar los jueces, cuando dictan estas resoluciones, que gran parte de la sociedad está disconforme con ellas y que contribuyen a aumentar la muy baja consideración que tiene la Justicia, según todas las encuestas de bastante tiempo a esta parte. Por último, cabe destacar que tales decisiones alientan a los motines carcelarios -como ha ocurrido- dado que todos se sienten acreedores a tener el beneficio, aunque no exista motivo real alguno que lo amerite.
El autor es abogado penalista, ex juez nacional en lo Criminal de Instrucción
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