
El COVID 19 nos puso en jaque a todos, nos obligó a mostrar nuestro rostro, nuestro otro rostro, el que no queremos mostrar, el que ocultamos en cifras, el que olvidamos cuando nuestros políticos diseñan los presupuestos, el que no posteamos en Instagram o Facebook.
El COVID 19 también nos muestra que no logramos salir de la lógica de la guerra. Basta escuchar los discursos de Trump o Bolsonaro para darnos cuenta de que piensan en una “guerra contra un enemigo invisible”, pero también basta con escuchar a AMLO decir que la “raza de los mexicanos es más fuerte” para darnos cuenta de que el racismo es un discurso que circula entre nosotros. Pues bien, estamos situados allí, en esa amalgama entre el discurso racista y el militar. Son los chinos y sus murciélagos –dicen algunos con desprecio-, son los italianos que no respetan ninguna norma –señalan otros con el dedo. Sin embargo, lo que el virus nos muestra sin omisiones es que no respeta fronteras, pasaportes, culturas o tradiciones.
Hete aquí una paradoja: no respeta fronteras, pero levantamos las fronteras, cerramos aeropuertos, pasos fronterizos, repatriamos a los “nuestros”. En fin, una vez más Foucault nos habla del “hacer vivir o dejar morir”. El virus nos pone en jaque, es cierto, ¿pero solo vale una respuesta epidemiológica?, ¿es la ciencia biológica la única que tiene algo para decir? ¿lo único que importa es mantenernos con vida? ¿existe la posibilidad de pensar una vida viva sin sus formas, su socialización, su politicidad, su economía, sus afectos?
Vamos por partes. En nuestro latinoamericano “hacer vivir y dejar morir” ya hemos decidido hace tiempo cómo se resolverían estas crisis sanitarias. El lema de “quedarse en casa” o “lavarse las manos” no rige para todos por igual. Los problemas estructurales nos atraviesan de un modo diferente a cómo viven –y mueren- en Lombardía. Aquí hay hacinamiento poblacional, familias enteras viviendo en piezas, familias enteras viviendo en las calles, familias enteras que no pueden quedarse en casa porque sus pocos metros cuadrados los enloquecen. A esas familias muchos las condenamos, no los entendemos, suponemos que no se quedan en sus casas porque no entienden. Subestimamos su inteligencia, pero mucho más sus problemas. A muchas otras familias les pedimos que se laven las manos pero nos olvidamos de que no tienen agua potable en el siglo XXI.
No hay y no habrá jamás una política de Estado que tenga más efectos en la salud de su población que la de garantizar su sanitarismo y su educación: potabilización de las aguas, limpieza de las calles, cuadratura del barrio para que pueda ingresar la ambulancia, la policía, pero también la escuela que les enseñe cómo y por qué es necesario que se puedan transitar las calles limpias y lavarse las manos.
La escuela, la educación en general, es otro desplazamiento hacia la muerte que hemos decidido hace tiempo. Hemos convertido a la educación en cuidadora: los niños comen en las escuelas, allí se los contiene, en las escuelas se detectan abusos a menores y se los denuncia. Todo esto debe pasar, pero no al precio de descuidar la educación que es, mi criterio, esencial para aprehender a movernos con nuestros derechos, con los cuidados básicos hacia nosotros y hacia los otros.
Pero el discurso no debe quedar sólo allí. No pretendo acá hacer una simple denuncia de lo que ya sabemos, de cómo ya hace tiempo que decidimos en Latinoamérica que los pobres deben morir. También es tiempo de reflexión y toda reflexión es incómoda porque, creo yo, nos pone en el terreno de la duda y la oscilación. Cuando pensamos y problematizamos, las cosas no son tan claras o taxativas. No podemos suponer que vamos a dar todo para mantenernos vivos porque en ese intento vamos a morir. Vamos a morir porque no somos exclusivamente cuerpos biológicos, también somos seres políticos. Debemos comer para mantenernos vivos, pero para ello debemos producir alimento.
Debemos quedarnos en casa para mantenernos vivos, pero también debemos poder decidir la forma que queremos darle a nuestra vida. En otros términos, no hay vida sin sus formas así como no hay libertad sin responsabilidad ni cuidados de mi cuerpo sin el cuidado de los otros.
Es cierto que el paradigma inmunitarios –siguiendo a Esposito- nunca ha dejado de funcionar en Occidente en nuestra modernidad. También es cierto que la inmunidad es la respuesta que hoy toma el rostro del racismo o la guerra. Nos defendemos frente a otro, frente a un extranjero al que repelemos porque pone en riesgo nuestra vida –sea éste un virus, un chino, un italiano o simplemente un pobre-. Defendernos del otro nos da la sensación de estar defendiendo nuestra vida, como si nuestra vida no dependiera de los otros. Quizá sea tiempo de repensar no sólo la inmunidad que desarrollan los Estados a través de sus defensas, sus fronteras, sino especialmente la comunidad que queremos ser.
Tal vez es el momento de entender que la comunidad de la nada -esa de Esposito, pero también de Mauss o de Bataille-, la comunidad del vacío compartido, de nuestra falta, de nuestra debilidad y no de la fortaleza, esa comunidad es la que nos une. Lo que tenemos en común es que somos débiles frente al contagio, que el contagio nos pone frente al drama de la circulación de la muerte por los ganglios de la vida, esa es quizá la característica más propia de nuestra comunidad. Quizá es hora de pensar que somos eso: fragilidades, retazos, pedazos de vida que nos requerimos mutuamente porque nos amamos en lo que nos falta, en lo que no somos o simplemente porque nos necesitamos.
En esa oscilación entre la inmunidad y la comunidad, entre la vida y la muerte, entre el saber que estamos en esta vida –somos vida- para hacer algo con ella, en ese ir y venir se juega quizá nuestro porvenir.
La autora es Dra. en Filosofía, Investigadora Principal en el Centro de Investigaciones Filosóficas (CIF) y Profesora Adjunta en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
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