Pasar el piquete, morir en la villa

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Te voy a contar una historia de terror que nos tocó protagonizar a mi familia, a mí y muchas otras familias que veníamos anoche desde la costa, a la vera de la ruta 2. Esto que te voy a contar no sucedió en una favela tomada por el comando Vermelho en las afueras de Río, ni en un poblado mexicano a merced de las bandas narcos. Esto sucedió sobre la ruta 2, la más transitada del país, un domingo a la noche, cuando un montón de gente regresa de un descanso de fin de semana, apenas a 40 kilómetros de Capital Federal.

Volvíamos con entusiasmo para encarar la semana: mi mujer con una nueva pintura, los chicos felices de haber escapado de la tormenta y haber podido meter los pies en el mar, y yo feliz con varios capítulos de mi próxima novela terminados.

Salimos cuando anochecía, viajamos perfectamente bien, y ya estábamos en el último tramo, casi llegando a la autopista Buenos Aires-La Plata, cuando empezó la pesadilla.

A la altura de Ingeniero Allan, el cartel luminoso advertía: "Corte por piquete". Ya resulta extraño que el término "piquete" se haya naturalizado al punto de que aparezca en los carteles electrónicos, como si dijera: "Reducción de calzada por obra". Es decir, el piquete ya se incorporó a los códigos de tránsito.

Unos metros más adelante una camioneta de vialidad desviaba los autos hacia la colectora. Le pregunté cuál era el camino alternativo y me dijo: "Es una zona muy peligrosa, yo que vos me voy a la estación de servicio y espero". "¿Cuánto puede durar?". Dos horas o dos días, me dijo.

El GPS no registraba el corte y de manera maníaca nos mandaba una y otra vez a volver a la ruta. Tomamos la colectora hacia Capital en caravana, cuando de repente se escucharon gritos. "Están afanando, están tirando" gritó alguien que estaba al costado. No había un solo patrullero. Los autos se desbandaron, daban la vuelta en u, bajaban al barro y escapaban de los tiros como podían. Hice una maniobra, crucé por debajo de la ruta y seguí a los otros autos. No había forma de llegar a la estación de servicio. El asfalto se convirtió en tierra y la luz en oscuridad.

En medio del caos, la caravana se disolvió y junto con otro auto quedamos en medio de una villa sin luz, con las calles embarradas y el auto que se patinaba hacia las zanjas. La única luz era la de los faros del auto. En ese momento aparece una chica con un bebé en brazos que apuraba el paso en el barro, como si huyera de alguien. Más adelante se veían las llamas de las gomas quemadas en el piquete.

Le iba a preguntar algo, pero se adelantó y me dijo:

—Salgan de acá, es muy peligroso.

Lo primero que pensás es en los chicos; no te importa otra cosa: los chicos.

—¿Cómo salimos?

—A nosotros, si queremos salir, nos cobran cien pesos. Pero a vos no te van a dejar salir. Ni te acerques.

En ese momento desde el fondo apareció un grupo de pibes: "Eh, amigo, por acá", y se reían. "Váyanse" nos dijo la chica con el bebé.

—¿Te puedo acercar a alguna parte? —le dije.

—No, no, váyanse —dijo cuando se acercó el grupo de personas. Uno de ellos tenía un cuchillo en la mano. Inmediatamente pensé en el caso de la beba baleada en Villa La Rana, en circunstancias muy parecidas, y en esta chica corredora que asesinaron muy cerca de ese mismo lugar. Entonces sucedió algo increíble. La chica con el bebé en brazos se enfrentó al grupo, y con gritos y gestos consiguió alejarlos unos metros.

No teníamos idea de cómo salir. El auto ya estaba medio encajado en el barro. Tuve miedo por la chica, por el bebé, por mi mujer y mis hijos. Le insistí para que subiera y destrabé las puertas: la chica se subió al auto y dijo: "Trabá las puertas. Agachense todos", y cubrió con su cuerpo el cuerpo del bebé.

No había salida: adelante estaban los pibes que venían corriendo hacia nosotros, a los costados, las zanjas que no nos permitían girar en u y atrás, una laguna de barro en la que nos íbamos a encajar. No había salida y ya teníamos al grupo al costado del auto. "Mandate por acá", me dijo. Pero no había ninguna calle. "Por acá", era un potrero a campo traviesa con casillas entre el barro. El auto flotaba. Apenas se agarra al piso y las piedras pegaban abajo de la cabina. Los pibes corrían detrás de nosotros, hasta que alcanzamos una calle y, siguiendo las indicaciones de la chica, que estaba tan aterrada como nosotros, llegamos a la colectora.

—Tengo que salir de acá —nos dijo.

—¿A dónde te llevo? —le pregunté. Pero se rió. Lo suyo era un comentario existencial. No tenía adónde ir ni forma de salir de ahí.

Se bajó del auto y me dijo: "Te ensucié todo", como si eso tuviera alguna importancia. Ese ángel embarrado que abrazaba a su bebé y tal vez nos había salvado la vida ahora debía volver quién sabe a dónde.

"Tengo que salir de acá". Nos quedó esa frase rebotando en la cabeza. Es una apelación no de una persona, sino de este país al cual pertenecemos todos. "Tenemos que salir de acá" es la expresión de lo que todos, en el fondo, anhelamos. Encontrar de una vez el camino que nos saque de la pobreza, de la marginalidad, de la delincuencia y del atraso.

Desde acá, un beso enorme a ese ángel que nos guió y que ni siquiera sé cómo se llama, pero que nos mostró que morir en la villa acaso no sea peor que vivir en la villa.