Ética y moral a la hora de pensar la investigación

Silvio Maresca

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Siempre me ha llamado la atención que al abordarse este tema todo el mundo da por sobreentendido a qué nos referimos cuando hablamos de ética, Todo sucede como si bastara con mencionar el término para instalarse cómodamente en el corazón de esa disciplina, sin que fuese precisa aclaración ulterior alguna. En suma: todos creemos saber inmediatamente de qué se trata cuando se habla de ética. Sin embargo, la cosa no es tan clara ni simple como parece.

Lo primero es distinguir la ética de la moral, lo cual es raro que se haga. Esta última compete a lo que en distintos momentos de su vida histórica un pueblo, una comunidad o un conjunto de ellos —o incluso un grupo o un sector de una población— consideran conducta apropiada, proceder correcto, bueno o malo. En líneas generales, como su nombre lo indica, la moral suele identificarse con las costumbres vigentes en los conglomerados humanos recién consignados. Cabe observar, sin embargo, que a partir de un cierto grado del desarrollo histórico la moral suele ser lábil y fácilmente corruptible, cuando no confusa y contradictoria. La ética, en cambio, es una disciplina filosófica que implica un proceso de reflexión acerca de lo correcto e incorrecto, bueno y malo, en fin, de la conducta a seguir, por lo regular conforme a valores y que obedece a una exigencia de fundamentación.

Así las cosas, es habitual que la ética no coincida con la moral vigente, tan ambigua o descaminada en ocasiones, y presente serios contrastes con ella, de lo cual nuestra época presente quizás un caso extremo. En los hechos, por lo menos en el contexto de la civilización occidental, la ética nace como respuesta de algunos pocos iluminados a la descomposición moral que a sus ojos se verificaba en la antigua Atenas a raíz de la crisis de los valores homéricos y con el propósito expreso de rencauzar la vida comunitaria. La descomposición moral, tan evidente en nuestros días, destruye, en efecto, la cohesión social, conduce directamente a la anarquía y, en consecuencia, a la disolución de la comunidad.

Si ciframos el nacimiento de la filosofía occidental en Atenas, con la aparición de Sócrates y Platón, hay que decir que esta filosofía se origina justamente en las preocupaciones éticas, aunque también podría decirse en las atingentes a la política, dos dimensiones que entre los antiguos griegos son difícilmente separables. Pero Sócrates y Platón no fueron los únicos que echaron los fundamentos de la ética occidental. No solo Aristóteles dedicó parte considerable de sus meditaciones y de su obra a la cuestión ética, sino que cínicos y cirenaicos, cuyos jefes de escuela habían sido discípulos de Sócrates, y, después de ellos y en continuación con ellos, epicúreos, estoicos y escépticos centraron su interés en la ética.

De ahí en más, asistimos a una riquísima historia en la que ninguno de los grandes nombres que jalonan la historia de la filosofía occidental ha ignorado los problemas éticos y dejado de construir magníficos edificios conceptuales.

Sin embargo, como señalábamos al principio, de todo ello hoy ni noticia. Todo el mundo cree tener claro de qué se habla cuando se pronuncia la palabra "ética". Tal estado de cosas lleva a que la relación entre ética e investigación, que sea como fuere no puede evitar ser tensional, se estereotipe en la tediosa polémica entre los representantes de las grandes religiones —básicamente el cristianismo, en el mundo occidental— y los cientificistas. Los primeros en defensa de ciertos dogmas, no siempre de orígenes trasparentes, y los segundos, conforme al turbio pseudo axioma según el cual "todo lo que puede ser hecho debe hacerse", asentado en la ingenua e incluso quizás perimida noción del progreso indefinido. Pero aún en los casos en que los debates no transcurren tan groseramente así, lo que acostumbra llamarse "ética" y pasar por tal tiene como trasfondo indisimulable los presupuestos religioso-morales del cristianismo.

Si nuestro tema es ética e investigación, es decir, si decidimos emprender un debate serio al respecto, es tan preciso como urgente abandonar el callejón sin salida al que conduce inexorablemente la discusión en los términos recién acotados.

Es evidente el derrape moral de la época que nos toca vivir, por lo cual es igualmente evidente que la ética debería esforzarse por limitar los deseos desenfrenados y delirantes de las masas semiilustradas cuando, para colmo de males, la investigación tecno-científica, promovida y direccionada por poderosos intereses económicos, marcha al compás de esos deseos, diseñando de este modo un círculo vicioso que se realimenta sin cesar.

Ahora bien, después de lo dicho, ¿a qué propuesta ética recurrir? ¿Cuál sería la concepción ética que eventualmente tendría algunas chances de éxito en esta necesariamente tensa relación con la investigación? A esta altura de los acontecimientos es claro que los dogmas religioso-morales procedentes de las religiones están destinados a la derrota, son absolutamente impotentes frente al progresismo cientificista, cuyas analogías respecto a los experimentos totalitarios del siglo XX son cada vez más notorias.

Ningún dogma tradicional —o incluso más moderno, así sea filosófico— podrá corregir, encauzar y contener el hoy desbocado desarrollo tecno-científico. Nuestro José Ingenieros proponía una moral sin dogmas; así reza, en efecto, el título de uno de sus libros. Me gusta ese título, aunque en realidad él apostaba, en conformidad con muchos otros pensadores del siglo XIX, a mantener la moral cristiana con prescindencia de su andamiaje religioso, lo que implicaba también la posibilidad de la coexistencia armoniosa entre esa moral y el materialismo cientificista. Naturalmente, ese proyecto naufragó, como tan preclaramente lo anunciara Friedrich Nietzsche, al mostrar tanto la inviabilidad de la vigencia de la moral cristiana sin su soporte religioso como de la convivencia entre esa moral y el cientificismo.

Una moral sin dogmas. En un sentido totalmente diferente al de Ingenieros, pienso que la ética aristotélica, convenientemente redefinida y actualizada, sea quizás un eficaz antídoto frente al círculo vicioso, propiamente demoníaco, antes mencionado. Tal vez como escribió Nietzsche sin ningún regocijo, Dios haya muerto, pero seguro que el demonio no.

Me explico. Amén de las disposiciones de elección, tan importantes, que configuran las virtudes éticas propiamente dichas, Aristóteles sostenía que la frónesis (prudencia), virtud dianoética, intelectual, es la virtud por excelencia, la cumbre de la virtud. Algo redefinida, esa prudencia, a la cual no antecede dogma alguno, consiste en tomar la mejor decisión posible en cada situación particular, conforme a los medios disponibles. Sin dogmas pero naturalmente no sin deliberación. En un mundo permanentemente cambiante en el que la incertidumbre es la regla y en el que es imposible conocer todos los factores en juego y donde además cada circunstancia es siempre particular, tal cual es el mundo de la praxis, las decisiones jamás pueden ser el corolario de una sabiduría teórica rigurosa, al modo de la matemática. Por eso mismo, Aristóteles calificará a la ética como ciencia práctica cuyo órgano será la frónesis y no la sofía.

Claro que tal decisión o decisiones sobre los medios disponibles apuntan siempre a un fin preestablecido —toda acción es teleológica. Pero ese fin jamás puede ser la satisfacción de un deseo tan ilimitado como vacío que solo promueve su reproducción ampliada. Sería un mero contrasentido, pues el fin (telos) se vincula con la forma, con el límite, con cierta plenitud y satisfacción que solamente puede lograrse dentro de sus confines, aunque en casos límites se trate incluso de la muerte digna, tan en las antípodas del encarnizamiento terapéutico cientificista. Demasiados aún no han comprendido aquella sabia distinción de Spinoza que hacia 1670 nos enseñó cuán erróneo es confundir la eternidad con la duración indefinida del existir.

La prudencia pues, que ningún parentesco guarda con la pusilanimidad, no como obstáculo a la investigación tecno-científica pero sí como cuidado vigilante respecto de su tendencia frecuente a rebasar todo límite fogoneada, como queda dicho, por los deseos delirantes de las masas sumidas en la (in)moralidad actual y por los intereses poderosos que alientan detrás de ello.

El autor es filósofo.