Las historias que convirtieron a Luis Gusman en lector: así empieza “Avellaneda profana”, su libro de memorias

Caperucita, Pinocho, Moby Dick, la Odisea y Frankestein figuran en el canon de lecturas con las que se formó el escritor de “El frasquito”.

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Gusman es psicoanalista y autor de ficción y ensayo.
Gusman es psicoanalista y autor de ficción y ensayo.

Falta sólo un año para que El frasquito, el debut literario del escritor y psicoanalista argentino Luis Gusman, cumpla 50. Publicado en 1973 y prohibido por la última dictadura en 1977, fue el arranque de un autor que se metió en el canon de la literatura del país.

Medio siglo después, Gusman acaba de publicar Avellaneda profana, que reúne sus memorias y que empieza, tal vez, por el principio de su vínculo con las letras. Sus propias lecturas infantiles son la punta del ovillo del que el autor empieza a tirar para contar todo lo que tiene para decir. Allí están Caperucita -y el temible lobo feroz-, Pinocho y Moby Dick, pero tambien la Odisea y Frankestein.

En el texto, que fue editado por Ampersand, empieza a aparecer el pequeño Gusman en su camino por convertirse en lector, para después también ser autor pero sin dejar nunca ese primer rol en el que se formó con las historias tradicionales que formaron a tantos otros chicos.

Así empieza “Avellaneda profana”

"Avellaneda profana" es su libro de memorias. Acaba de ser editado por Ampersand.
"Avellaneda profana" es su libro de memorias. Acaba de ser editado por Ampersand.

Primero están los libros de la infancia: aquellos a los que –como diría Macedonio– siempre se está volviendo y que, aun cerrados, nunca pierden su condición de inolvidables.

Ya en la primera página de Por el camino de Swann, Proust relata el momento en que interrumpe su lectura y apaga de un soplo la luz para poder dormir. Se despierta de golpe y se figura, entre sueños, que aún tiene el libro entre las manos: “Durante mi sueño no había dejado de reflexionar sobre lo recién leído...”. El umbral entre la vigilia y el sueño es difuso: ni siquiera se da cuenta de que la vela ya no está encendida.

Es evidente que hay un primer umbral que cada lector cruza a su manera. Pero hay un camino anterior, incluso para el lector Swann, donde solo quedan los rastros de los libros que nos leyeron. Y, todavía antes, los cuentos que nos contaron.

En mi infancia la vida era dura y no había demasiado tiempo para contar. Sin embargo, en algún momento, alguien me leyó Caperucita Roja y Pinocho: dos libros que me daban miedo. ¿Cómo que el lobo devoraba a Caperucita? Eso no era nada. Todavía faltaba lo peor, quizás por la devoción que yo le profesaba a mi abuela. ¿Cómo podía ser que el lobo se disfrazara de abuela, y aún más terrorífico, que la abuela-lobo o el lobo-abuela devorara a Caperucita? Hay una versión del cuento de Perrault en la que el lobo no devuelve el cuerpo de la abuela, sino que queda por siempre en las entrañas del animal.

Pinocho, el muñeco de madera mentiroso. Cada vez que mentía le crecía la nariz. Pero eso no era lo más inquietante, lo que más me impresionaba era que no tuviera madre; era solo el hijo de un carpintero llamado Gepetto. Como en el linaje de Frankenstein: era hijo de hombre.

Pinocho, Frankenstein... conozco el padecimiento de esos personajes.

Gepetto había vendido su abrigo para comprarle cartera y libros, pero Pinocho no iba a la escuela y no aprendía a leer. En una primera versión, Collodi quería que a Pinocho lo ahorcaran por sus errores. La moraleja del cuento –entendí entonces– era que había que ir a la escuela y aprender a leer.

Caperucita Roja es una de las lecturas que formó a Gusman.
Caperucita Roja es una de las lecturas que formó a Gusman.

Las vicisitudes llevan al padre y al hijo de madera a terminar, como Jonás, tragados por una ballena que no tiene nombre pero que es tan famosa como Moby Dick. Una ballena que, al final, los termina escupiendo.

Caperucita y Pinocho son las dos historias que recuerdo. Perrault y Collodi son de esos escritores que, como dice Graham Greene, uno no consigue sacarse nunca de encima porque son los que cargan con el peso de la infancia.

Una vez alguien me contó que, en su infancia perdida, había aprendido a leer con un libro extraño en donde se unían dos relatos. El comienzo era una versión de la Odisea ilustrada para niños: el ojo en la frente de Polifemo se había impuesto en su memoria. Pero, de pronto, la historia griega se interrumpía y continuaba con Alicia en el país de las maravillas. ¿Era un recuerdo mal compaginado o era más bien un libro-valija, un libro escrito en jerigonza por una lectora de Lewis Carroll?

O, tal vez, era una lectura oscurecida o iluminada por los trabalenguas que después de Alicia yo encontraría en ese otro trabalenguas que lleva como título Tres tristes tigres. Solo Cabrera Infante podría empezar un libro así, tan habanero. Basta leer el epígrafe de Lewis Carroll: “Y trató de imaginar cómo sería la luz de una vela cuando está apagada...”.

Antes de empezar a leer, un umbral. Recordemos: el niño Emilio Renzi leía concentrado, absorto, hasta que su abuelo lo sorprendió: el libro estaba al revés.

El umbral de la lectura puede estar al comienzo o al final de una vida. Dashiell Hammett está enfermo de cáncer, los objetos que lo rodean se vuelven inútiles; el tocadiscos y la máquina de escribir permanecen en silencio. Su mujer, su amiga, Lillian Hellman, lo encuentra llorando. Sobre la mesita de luz hay un libro cerrado.

La noche anterior a que lo internen, Lillian sorprende a Hammett mostrándole un libro a la enfermera que lo cuida. Es un libro de pintura japonesa. Dashiell se despide de ella con un guiño y le besa la mano. El libro se desliza y cae al suelo.

Cuando es internado, el escritor rechaza los medicamentos. Cuenta Lillian que, “antes de la noche del libro vuelto al revés”, todavía tenía el plan de marcharse a Cambridge. En ese texto de despedida nunca se habla de ningún libro al revés. Hay que suponer que se trataba de aquel ejemplar de estampas japonesas.

En su autobiografía Graham Greene cuenta que, siendo un chico, les ocultó a sus padres que ya había aprendido a leer: especialmente a su madre, porque él quería que ella le siguiera leyendo. Sin duda, prefería la lectura mediada por la voz de su madre, una voz que (creo) nunca describe en las páginas de su autobiografía.

Por el contrario, nadie como Julian Maclaren-Ross para contar con tanto detalle cómo su madre le leía y cómo luego le enseñó también a leer. El relato, “El alfabeto colorido”, está en ese libro inolvidable que es Noches en Fitzrovia, donde habla de esas lecturas que “tuvieron lugar antes de que pudiera leer solo”.

Gusman formó parte de la mítica revista Literal junto a Héctor Libertella, Osvaldo Lambroghini y Josefina Ludmer.
Gusman formó parte de la mítica revista Literal junto a Héctor Libertella, Osvaldo Lambroghini y Josefina Ludmer.

Pero si Maclaren no sabía leer, ¿cómo se enteró de que había un fragmento que su madre salteaba en el que unas bailarinas visitaban a un marajá para entretenerlo, y cuando lo invitaban a elegir a una para pasar el resto de la noche, descubrían que las jovencitas eran muchachos?

En el origen hay un cuento. El escritor comienza a atravesar el umbral y parece cumplir los pasos de un rito iniciático: “A leer me enseñó mi madre, y de una manera muy simple: leía en voz alta hasta llegar a un episodio emocionante y entonces dejaba el libro y se marchaba de la habitación con algún pretexto relacionado con los quehaceres domésticos”.

No me imagino la voz de la madre de Greene, pero sí la de Maclaren-Ross, una de esas voces que siempre crean misterio: “Mientras yo esperaba su regreso, carcomido por la agonía del suspenso, ocasionalmente arrebataba el volumen y trataba de dilucidar los signos indescifrables que había en la página”.

En esa desesperación me imagino a mí mismo no sabiendo leer y aterrado por no poder descifrar los símbolos espiritistas en los libros de mi madre.

Cuando atravesamos el umbral, cuando aprendemos a leer, experimentamos el suspenso, pero también el terror de que ese saber aprendido no sea suficiente para descifrar el texto. Aun así, nos queda una libertad: la interrupción o la posibilidad de seguir leyendo depende de nosotros. No hay mejor descripción de ese momento que la que da Maclaren-Ross: “Un día esos signos ya no fueron indescifrables, y ella regresó y me halló en la mitad del capítulo siguiente; así resultó que el primer libro que leí fue La isla de coral de Robert Michael Ballantyne, una experiencia que, estoy seguro, comparto con muchos”.

Podría decirse que en el relato de Maclaren-Ross la sopa de letras está revuelta. Ese alfabeto con cada letra de un color diferente está antes y sirve como preludio necesario para atravesar el umbral: “Ahora que podía leer, comprendía plenamente el propósito de esas letras: las formas que trazaba con ellas se transformaban en palabras, y así desarrollé en el acto una obsesión por la ortografía”.

La madre de Ross era una contadora de historias. Ella le leía un libro que había escrito su propio padre, en cuya portada podía verse la foto del abuelo de Julian y un tigre de Bengala. El abuelo brillaba en su uniforme, y también en el pecho lleno de condecoraciones y medallas. Era uno de esos ingleses que habían estado en la India y su hija, la madre del escritor, había nacido en Calcuta. El abuelo le había regalado a su otro nieto, el hermano de Julian, un ejemplar de ese libro que este tuvo durante varios años hasta que, según dice, un día lo perdió.

El nivel de detalle con que Ross cuenta la historia es tal que parece que hubiera encontrado otro ejemplar del libro perdido: “Mi madre solía leerme, como algo muy especial, fragmentos de este libro que fue publicado por los señores Chapman y Hall; las partes que más me gustaban eran aquellas que trataban acerca de la caza de jabalíes y, por supuesto, la del tigre”. Es como si Julian repasara en el libro y en su memoria las páginas perdidas, el sonido inconfundible de un relato heredado.

Nada raro; es posible que Julian, como cualquier chico, fuera un poco mentiroso.

Pinocho lo era. Los muñecos de madera siempre me causaron espanto acaso por esa misma razón, porque son la verdad hecha mentira. La pregunta siempre latente es la que remite al tiempo de esa ficción del comienzo. Todo escritor repite la fábula de Pinocho: no puede evitar dejarse llevar por la mentira.

Al menos así lo recuerdo en la versión porteña. Incluso Chirolita, el muñeco ventrílocuo, era un remedo del engendro soñado por Collodi. Mister Chasman, Ricardo Gamero, murió en 1999. Hay un documental de Alejandro Maly cuyo título era la pregunta que, girando la cabeza, Chirolita le hacía una y otra vez a su creador: “¿Dónde estás, Negro?”. En la repetida rutina, el pícaro muñeco quería “ser humano” y, de manera habitual e irónica, su dueño siempre le respondía lo mismo: “No tenés alma”. Era una respuesta impiadosa para una criatura que vivía en la contradicción de lo monstruoso; un muñeco que, en la ficción, tenía la facultad del habla que caracteriza al humano, pero al que, al mismo tiempo, le era vedada la humanidad.

El dúo Chirolita y Mister Cha(s)man retorna como remedo de los señores Cha(p)man y Hall. En mi caso, toda una vida aclarando el malentendido de una letra y un acento.

La letra, siempre la misma: la “s”. Gusman con “s” y no con “z” de Guzman.

En la primera edición de El frasquito, de 1973, sale mi apellido con acento: Gusmán. En la tapa del libro se ve con claridad el rastro de la tachadura del acento que indica la fe de erratas, y se repone Gusman.

Puede que mi memoria me traicione, pero no recuerdo nada más preciso y descarnadamente bello que el título de un trabajo de Daniel Link: “El frasquito, la realidad y sus parientes”. En ese acento y esa letra están las erratas de una inmigración mal escrita. Se podría decir, en todo el sentido de la palabra, que El frasquito es un libro “mal escrito”. Basta leerlo en su acentuación ortográfica, desplazando el acento de la esdrújula: no “amándola”, sino “amandolá”. Eran las huellas agudas de una sexualidad oída. Como en la infancia, siempre en el oído.

Brillos (1975), Cuerpo velado (1978), En el corazón de junio (1983), en los tres libros figura Gusman. Recién en 1986, cuando publico La rueda de Virgilio, aparece el apellido acentuado: Gusmán.

Tuve un hermano mellizo que murió a las pocas horas de nacer. Recupero una frase de Borges: “El ventrílocuo que con el don posee dos voces. Puede decirse que hay en él un mellizo fracasado que está condenado a llevar toda su vida una cosa muerta, alguien que ha muerto al nacer él, y que solo habla. ¿Quién hace el doble en la voz de los ventrílocuos?”

Quién es Luis Gusman

♦ Es psicoanalista y escritor de ficción y de ensaño.

♦ Fue parte del Comité de Redacción de la mítica revista Literal junto a Osvaldo Lamborghini, Josefina Ludmer, Héctor Libertella y Germán García.

♦ En 2014, obtuvo el Premio Konex de Platino en la categoría “Novela”.

♦ Entre sus libros se cuentan El frasquito, La rueda de Virgilio y La literatura amotinada. El frasquito fue prohibida en 1977 por la última dictadura militar.

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