
Alexandra Morton-Hayward, antropóloga forense y académica de la Universidad de Oxford, custodia una de las colecciones de cerebros antiguos más grandes del mundo. En su laboratorio, dentro de dos heladeras, conserva más de 600 ejemplares encontrados en yacimientos arqueológicos de distintos continentes, algunos con hasta 8.000 años de antigüedad. La investigadora afirma que no conoce otra colección similar.
El hallazgo de cerebros intactos en restos humanos desconcierta a la ciencia. El tejido cerebral suele desintegrarse poco después de la muerte, pero en muchos casos se conservó durante siglos o milenios. Morton-Hayward busca explicar este fenómeno, convencida de que la respuesta puede ayudar a comprender mejor enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer o el Parkinson.
Un camino marcado por el dolor
Su interés por el cerebro comenzó de forma inesperada. Mientras estudiaba arqueología en la Universidad de St. Andrews, en Escocia, empezó a sufrir dolores de cabeza intensos y repetidos. La dolencia, más tarde diagnosticada como cefalea en racimos, la obligó a abandonar la carrera. Esta afección provoca episodios de dolor extremo, valorados por especialistas como los más intensos que puede padecer una persona.
Sin poder continuar sus estudios presenciales, volvió a vivir con sus padres y trabajó en distintos oficios, incluida una funeraria. Según precisó BBC, fue en ese momento cuando tuvo el primer contacto directo con un cerebro humano. Observó cómo, tras una autopsia, el órgano se había desintegrado, lo que contrastaba con los casos arqueológicos en los que el cerebro permanecía intacto. En 2015 retomó su formación a distancia en la Open University, se graduó con honores y en 2018 inició un máster en bioarqueología y antropología forense en University College London.

Cerebros que resisten el paso del tiempo
Durante sus estudios de posgrado conoció ejemplos de cerebros preservados de forma excepcional. En 1994, arqueólogos en Hull, Inglaterra, hallaron un cerebro de más de 400 años en una tumba medieval. A partir de estos casos, Morton-Hayward desarrolló una hipótesis: ciertos procesos moleculares que dañan el cerebro en vida podrían, en circunstancias especiales, favorecer su preservación después de la muerte.
Según su investigación, las grasas y proteínas cerebrales pueden entrelazarse en presencia de metales como el hierro, y así formar estructuras resistentes a la descomposición. El hierro, presente de forma natural en el cerebro, se acumula con la edad y en casos de enfermedades neurodegenerativas. Conforme explicó a CNN, la especialista considera que esta acumulación podría explicar tanto el color rojizo de algunos ejemplares como su conservación a lo largo del tiempo.
Muchos de los cerebros más antiguos provienen de personas que vivieron situaciones traumáticas o de gran privación. Morton-Hayward sostiene que el estrés, la violencia o la desnutrición aceleran el envejecimiento y favorecen la acumulación de hierro. Esto podría explicar por qué tantos cerebros bien preservados proceden de fosas comunes o contextos de sufrimiento.

Un archivo mundial sin precedentes
En un estudio publicado en Proceedings of the Royal Society B, Morton-Hayward y su equipo recopilaron información sobre más de 4.000 cerebros humanos conservados en seis continentes. Documentaron casos en entornos tan variados como turberas del norte de Europa, minas de sal en Irán, cimas andinas y yacimientos lacustres de la Edad de Piedra. El ejemplar más antiguo de su laboratorio, de 8.000 años, fue hallado en Suecia y había sido colocado en una pica antes de ser enterrado en un lago.
Las condiciones de conservación varían. Algunos cerebros se deshidrataron en climas cálidos y secos, otros se curtieron en turberas ácidas, algunos se congelaron en regiones frías y en casos aislados las grasas se transformaron en cera. Sin embargo, más de un millar sobrevivieron sin otros tejidos blandos, lo que apunta a un mecanismo de preservación aún no identificado.
Puertas abiertas a nuevas investigaciones
La colección de Morton-Hayward no solo documenta un fenómeno arqueológico inusual. También ofrece la posibilidad de analizar ADN y proteínas antiguas en un órgano que concentra gran parte de la actividad metabólica del cuerpo humano. Este material podría aportar información que no se obtiene de huesos o dientes, y permitir el estudio de enfermedades en civilizaciones del pasado.

Para su trabajo, Morton-Hayward revisó bibliografía de tres siglos, entrevistó a arqueólogos e historiadores y trasladó muestras a centros como el sincrotrón Diamond Light Source, en Inglaterra, donde analiza su composición con haces de electrones. En su laboratorio de Oxford, los cerebros se guardan en frascos con tapa segura y condiciones controladas.
La científica insiste en no olvidar que cada muestra perteneció a una persona real. Entre los casos documentados hay restos de un santo polaco y de una víctima de sacrificio inca. Para ella, la clave es mantener presente la humanidad de los individuos que estudia.
Morton-Hayward convive con su enfermedad y continúa su investigación con la ayuda de medicación, meditación y la compañía de su gato Atlas.
En diálogo con BBC afirmó que, a pesar del dolor, su trabajo le recuerda lo extraordinario que puede ser el cerebro humano, capaz de conservar su estructura durante miles de años y, en su caso, de sostener una vida dedicada a descubrir sus secretos.
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