La fascinante vida de Ray Bradbury, el genio que predijo que la humanidad caminaría sobre Marte hace 70 años

Alcanzó su cumbre con dos obras fundamentales: Fahrenheit 451 y Crónicas Marcianas (que Borges prologó). Escribió sobre el futuro, pero detestaba muchos avances de la tecnología: los automóviles, la televisión y la Internet. Curiosamente, su muerte es motivo de discusión: media biblioteca señala que falleció un 5 de junio, y la otra mitad, el 6. Como sea, pidió que algún día sus restos descansen en el planeta rojo

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Ray Bradbury (AP)
Ray Bradbury (AP)

Cuando tenía nueve años supo de los tres incendios que destruyeron la biblioteca de Alejandría y lloró como lo que era: como un chico. Un chico alimentado a libros que supo enseguida que el fuego era enemigo de las letras. Años después, su gran novela, “Fahrenheit 451” iba a trazar el retrato de una sociedad americana del futuro, bajo el yugo de los medios audiovisuales, que castiga el individualismo y donde leer es delito, almacenar libros un crimen, las bibliotecas son un antro de perdición y los bomberos ya no apagan los fuegos, sino que queman libros y bibliotecas, muchas veces junto a sus dueños. Para que las grandes creaciones literarias pervivan, en un bosque de la resistencia algunos memoriosos recuerdan las obras clave de la literatura, para que no se pierdan, y las repiten para que las resguarden las generaciones futuras.

Ese mundo imaginó Ray Bradbury cuando tenía 23, cuando había decidido que sería escritor o no sería nada, y después de haberse educado como autodidacta, como esponja que todo lo absorbía, en las bibliotecas públicas de California.

Bradbury con algunos de los obsequios de sus lectores: era fanático de los muñecos de Disney y le regalaban cohetes espaciales y robots AP 163
Bradbury con algunos de los obsequios de sus lectores: era fanático de los muñecos de Disney y le regalaban cohetes espaciales y robots AP 163

Hizo algo más: predijo que íbamos a caminar sobre Marte, el planeta misterioso y recóndito, incomprensible y sombrío. Y hoy, el robot Perseverance, de la NASA, hace más de cien días que deambula por un suelo arenoso, rojizo y polvoriento, estudia con tecnología láser rocas de formas caprichosas y busca posible vida de bacterias o microbios, quién sabe cuánto de antiguos, posibles y pasados “martemotos”, que lo de terremotos es de este planeta, y envía fotos extraordinarias de un mundo vacío, en apariencia, que Bradbury imaginó poblado y colonizado por el hombre.

Había nacido en Waukegon, Illinois, el 22 de agosto de 1920. Cuando supo aquello del incendio de Alejandría, lo que se incendiaba era su país y el mundo. El crack financiero de 1929 mandó a su familia al exilio interno, que John Steinbeck retrató de forma magistral en “Viñas de ira”. En 1934 los Bradbury recalaron en California y en Los Ángeles, que si te toca llorar, es mejor frente al mar, dice Serrat. Se graduó en Los Ángeles High School y no hubo plata para más. En un país donde la educación universitaria es trampolín para el progreso, Bradbury se supo condenado a no pasar por ninguna: estudiar era caro.

Fahrenheit 451, su inquietante obra sobre la destrucción de los libros: el título hace referencia a la temperatura en que arden
Fahrenheit 451, su inquietante obra sobre la destrucción de los libros: el título hace referencia a la temperatura en que arden

Vendió diarios y se hizo una rata de biblioteca. Escribió unos cuentos que la revista “Script” le publicó cuando tenía 20 años. Ya no paró de escribir, fiel a un consejo irónico y sabio para principiantes e iniciados: “Escribí un relato por semana. Es imposible escribir cincuenta y dos malos relatos, todos seguidos”. Aquellos cuentos iniciáticos fueron compilados y publicados en “Dark Carnival”, en 1940. Enseguida se sentó a escribir “Fahrenheit 451” (la temperatura a la que arden las páginas de los libros), que Francois Truffaut llevaría al cine. Lo hizo en nueve días y en el sótano de la biblioteca de la Universidad de California en Los Ángeles. Uno de los bomberos incendiarios de la novela, Guy Montag, deja de quemar libros y a las casas donde se guardaban, y a la gente que los cuida, cuando su mujer lo enfrenta: “A lo mejor, los libros empiecen a sacarnos de la cueva. Podrían impedir que cometamos los mismos errores demenciales”. Montag empieza a transformarse en el Bradbury espantado por las bibliotecas arrasadas por el fuego.

En 1950, publicó “Crónicas Marcianas”, destinado a convertirse en un clásico, tal vez el más clásico, de la ciencia ficción. No tanta ficción. Es el diario de viaje de las seis primeros viajes a Marte y su posterior colonización por parte de los terrestres. Es una obra desbordada por la imaginación, donde hay planetas donde llueve siempre, hasta que la ropa se deshace en una sopa extraña y la piel se despega de los huesos, y sólo existen pequeñas burbujas protectoras, con pequeños soles internos, cálidos y salvadores. Y hay marcianos, que verán caer su civilización a mano de los invasores. No más spoiler. Pero sí es verdad que las “Crónicas…” también reflejaron la zozobra y la desesperanza de la sociedad americana, que vivía ante el peligro siempre inminente de una guerra nuclear.

Crónicas Marcianas anticipó la llegada de la humanidad a Marte.
Crónicas Marcianas anticipó la llegada de la humanidad a Marte.

En Buenos Aires alguien echó el ojo enseguida a Bradbury: Jorge Luis Borges prologó la primera edición de “Crónicas…”, en aquellas estupendas ediciones de Minotauro. “Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, -revela Borges- merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria”, plantea Borges, que no vacila a la hora de dar su bendición; sabe que esos relatos perdurarán. “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte (…)”

En "El hombre ilustrado", Bradbury refleja su fascinación con la infancia.
En "El hombre ilustrado", Bradbury refleja su fascinación con la infancia.

Quién sabe si algunos de los cuentos de Bradbury no superaron en hondura y en claridad ese retrato del alma humana reflejado en “Crónicas”, también en “El hombre ilustrado”, y que siempre quiso rescatar y destacar en sus personajes. Es un chico de diez años, Bradbury tenía una particular atracción por la infancia porque decía que allí empezaba todo, el que ve alejarse hasta el día siguiente a su amigo y piensa que la amistad es eso, moldear la arcilla del otro a ver cuáles formas se pueden crear. En otro relato extraordinario, “La sirena”, un Tyranosaurus Rex, de hace sesenta millones de años, que vive, como todos sus hermanos, miles de kilómetros bajo el mar, oye una noche la llamada del amor. Y va en su busca. Es la sirena de un faro que advierte del peligro a las embarcaciones. Y uno de los protagonistas reflexiona: “Así es la vida. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y, al fin, uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más”. En otro cuento acaso premonitorio, “El ruido de un trueno”, deja en evidencia que la alteración más leve en el pasado puede desencadenar catástrofes en el presente.

Bradbury el 11 de enero de 1990 en la casa que tenía en París, Francia.  EFE/SIPA/HASKELL/ARCHIVO
Bradbury el 11 de enero de 1990 en la casa que tenía en París, Francia. EFE/SIPA/HASKELL/ARCHIVO

Pese a sus ojos puestos en el futuro, Bradbury era un renegado de ciertos costados del progreso: tenía rechazo a los autos, nunca tuvo registro, porque a los dieciséis fue testigo de un accidente fatal: “Los coches matan más gente que las guerras”, Bradbury dixit. Era un tipo conservador, amigo de los republicanos - en 2004 George Bush puso en sus manos la Medalla Nacional de las Artes-, y un poco enemigo de los adelantos tecnológicos, a los que veía como deshumanizantes, según el uso que se les diera. No comulgaba demasiado con la televisión, y menos con Internet. Por el contrario, exhortaba a que los programas educativos pusieran énfasis en enseñar a leer y a escribir, dos cualidades que juzgaba básicas para el bienestar del ser humano.

Era un humanista más que un progresista, con perdón de la palabra. En sus últimos años sostuvo que el mundo iba a cansarse de Internet y de los diarios virtuales: “Tenemos que volver a enseñar a leer porque, con el tiempo, se volverá a leer el diario”.

En 1997 estuvo en la Argentina para la Feria Internacional del libro. Fue el mimado de la fiesta. Firmó libros hasta que la muñeca dijo basta y se fue del predio del Centro Municipal de Exposiciones cargado de regalos de sus fieles seguidores argentinos. Tres años después, Robert McMillan, director del Proyecto Spacewatch de la Universidad de Arizona, decidió bautizar como “9766 Bradbury” a uno de los asteroides de un cinturón descubierto en 1992. El escritor autodidacta que nunca pasó por la Universidad, el buscavidas de la literatura, agradeció el honor e hizo público su íntimo deseo, relacionado con Marte: “Ya les dije a las personas responsables de los viajes espaciales que, cuando muera, vayan y pongan mis cenizas en una lata de sopa Campbell’s y las lleven a Marte para enterrarlas en un lugar llamado ‘Abismo Bradbury’. Ya no podré ser la primera persona viva en llegar a Marte, pero al menos quiero ser el primer muerto en llegar tan lejos”.

Murió el 5 de junio de 2012 (o el 6, la biblioteca está dividida en este punto), cuando estaba por cumplir 92 años.

El escritor norteamericano Ray Bradbury en el Planetario (1997)
El escritor norteamericano Ray Bradbury en el Planetario (1997)

Si me permiten una breve referencia personal, hace ya muchos años conocí a Ray Bradbury en Los Ángeles. Yo era mucho más joven que ahora y era un enviado especial, la gloria, a cubrir la aventura de la película “La Tregua”, de Sergio Renán, en su búsqueda del Oscar.

El actor argentino Alejandro Rey, radicado en Hollywood, invitó a un par de copas en honor de aquella delegación. Recuerdo a Lalo Schiffrin al piano y en un derroche de buen humor extraordinario. Allí también estaba Bradbury, junto a su mujer, Marguerite McClure, con quien se casó en 1947 y tuvieron cuatro hijas. Llegaban ambos fascinados de seguir paso a paso la fiesta de San La Muerte en México, de la que había vuelto con algunos amuletos infalibles, esqueletos, calaveras y esas cosas destinadas a exorcizar al destino inapelable, y con una fascinación entusiasta por el idioma español y las guarradas mexicanas que lo hacían doblarse de risa.

Era un tipo de extraordinaria calidez, ávido de conocimiento: no cejó hasta conocer el argumento de “La Tregua” y su origen, la novela del gran escritor uruguayo Mario Benedetti. Renán se la contó deleitado y, por un rato largo los dos fueron el centro de atracción y el único murmullo que se escuchaba en el girar de aquella tromba de argentinos emigrantes unos, exiliados otros, que vivían a su modo la nostálgica aventura del reencuentro. Yo era un periodista novísimo, novato es mejor, y no podía sino mirar embobado aquella escena. Maldigo hoy las trampas de la memoria que me borraron palabras y acciones. Sí recuerdo que lo único que pude decirle a Bradbury fue: “Ray, contágieme”. El tipo rio encantado y feliz. Y me puso su mano derecha en el centro del pecho.

Pero no funcionó.

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