Larga vida al juego bonito en el tenis

Los tiempos de época marcan que todo debe ser breve y sistemático. Los números no son todo y en el deporte de la bola fluorescente es necesario que los robots vuelvan a darle lugar a la belleza del revés a una mano

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Roger Federer despliega toda su
Roger Federer despliega toda su magia en el Abierto de Australia con su típico revés a una mano (Foto: REUTERS/Kai Pfaffenbach/File Photo)

Vivimos en un mundo, para mí, aburrido: un mundo de estadísticas, de números, de algoritmos. Un mundo que nos empuja a un modo de vida casi Bilardista: resultadista, homogeneizado, eficiente, desprovisto de belleza. Aburrido. Lo veo en mi profesión —la publicidad—, lo veo en todos lados y lo veo hoy en el tenis: cada partido parece repetir una y otra vez los mismos patrones de juego hasta el hartazgo. Hay días en que dejo el canal de tenis en la tele por horas mientras me dedico a otras cosas y al final, con honrosas excepciones, siento que había estado viendo un partido de ocho horas de duración en el que, por arte de magia, a los jugadores les cambian los colores de las chombas y los estilos de peinado.

Patrick Mouratoglou, actual coach de Naomi Osaka y excoach de Serena Williams, dijo hace poco (parafraseo) que el revés a dos manos no tenía demasiado sentido en el tenis actual. Entiendo yo que se prioriza la eficiencia por sobre todas las cosas. Fundamentalmente, por encima de la belleza. Ya casi no quedan jugadores en el top ten masculino con revés a una mano. Tsitsipas, Musetti o Dimitrov —según dónde se ubiquen en el ranking ATP semana a semana— son algunos de los últimos exponentes, dentro del top ten, de aquel exquisito y abandonado arte.

Grigor Dimitrov y su revés
Grigor Dimitrov y su revés a una mano casi extinto en el circuito actual (Foto: REUTERS/Aleksandra Szmigiel)

El tenis de hoy es un tenis de números, de cálculos estadísticos, de márgenes milimétricos. Un mundo en el que no hay lugar para la estética. Parecería que la belleza en el tenis es una idea olvidada, antigua y demodé. En este mundo, los números parecieran ser innegables, inapelables. La discusión del GOAT se terminó cuando Novak Djokovic sacó una luz en el contador a sus dos competidores por el título de "El Más Grande de Todos los Tiempos”, ganando un par de Grand Slams más que Rafa y Roger, y que terminó de confirmar con su medalla dorada en los Juegos Olímpicos de París. Los números mandan.

Pero permítanme ofrecer un punto de vista alternativo. Déjenme pecar de inocente, o de romántico. Desde mi idealismo, una serie de principios casi estúpidos que decido defender a capa y espada, medir la grandeza sólo en función de números es de básico, de ignorante, de gente de poca sensibilidad, de amateur de la vida. Es de gente que no quiero en mi equipo: gente sin vuelo, sin sensibilidad, sin creatividad, sin arte ni poesía. Para mí, la grandeza requiere otra forma de medida. Yo, la mido en belleza. A mí, los números no me emocionan. Los números no me llenan el corazón. Los números no me ponen la piel de gallina. No los recuerdo, no me quedan grabados en las retinas, me resultan francamente olvidables. Los números carecen de poesía. Tal vez sea sólo yo, pero en mi corazón, la belleza manda. Y creo que en el mundo en el cual vivimos hoy también. Paso a explicar.

Es innegable que vivimos en un mundo absolutamente visual. Las redes sociales mandan. Hoy son los memes los que dicen más que mil palabras. Nos comunicamos en forma de imágenes. Cualquier ser humano en el planeta intentando sacarse una selfie dispara más fotos en unos pocos segundos que sus progenitores en toda una vida. El mundo de hoy es “aesthetic”: el café, el cóctel, el plato, el look… todo debe ser lindo, limpio, impecable, net.

Aryna Sabalenka se toma una
Aryna Sabalenka se toma una selfie con sus fans (Foto: REUTERS/Yves Herman)

Esto, que parece una crítica al mundo moderno, no lo es: es simplemente un hecho, una realidad. “Factos” (facts), como diría el hijo de un amigo mío. En este mundo regido por la estética, ¿cómo definir la grandeza? Si pensamos en el tenis como fenómeno deportivo mundial, como espectáculo que convoca multitudes, como contenido de social media, como show, a mí los números (como la lluvia a Antonio Birabent) no me inspiran.

Debo admitir: a mí me gustaría que el tenis fuera el deporte más grande del mundo. Trabajo para ello. He realizado campañas publicitarias para promocionar este amado deporte. Desde mi punto de vista profesional, para que esto suceda, el tenis debe que ser atractivo estéticamente. Lisa y llanamente, lindo de ver. Lo dijo Roger tras su retiro: “Me resulta difícil ver un partido completo… quizá vi uno entero el año pasado”. Hoy, el público en general no ve tenis por televisión; hoy se ve tenis en el teléfono, y en 6, 15, o 30 segundos. Me sucede a menudo: lamentablemente me resulta más fácil reconocer el estilo de juego de cualquier influencer tenístico que el de cualquier top veinte del mundo. Por eso, para que el tenis se vea más, se tiene que ver lindo. Señoras y señores, es hora de volver a levantar la bandera del jogo bonito en el tenis. Entiendo que los que saben puedan apreciar la épica de un rally ganado en la pelota 2547. Totalmente válido. Pero, en mi no muy humilde opinión, para que el tenis sea más grande, más que atletismo, necesita belleza.

Y la verdad es que el tenis es un deporte al cual la belleza se le da de manera natural. La encontramos por donde se la mire: en los inmaculados pasillos verdes del All England Lawn Tennis Club, en el hermoso naranja de las pistas de Montecarlo que contrastan a la perfección con el azul del Mediterráneo, en los impecables uniformes de los oficiales del US Open.

Carlos Alcaraz saluda desde el
Carlos Alcaraz saluda desde el balcón del All England Lawn Tennis and Croquet Club con el trofeo obtenido el año pasado en Wimbledon (Foto: REUTERS/Paul Childs)

¿No sería hermoso volver a encontrarla en manos de los jugadores? Dejemos las estadísticas para los analistas. Nadie paga una entrada para ver a una planilla de Excel. Dejemos los números en las computadoras, en las bases de datos, en el cerebro de los periodistas más memoriosos. A mí dame esos jugadores por los que vale pagar una entrada, esos que te llenan los ojos de belleza, admiración y ocasionalmente de lágrimas.

Dame a Edberg moviéndose cual Julio Bocca con su eterno saque y red; dame a Becker tirándose de palomita para atajar una volea cual Greg Louganis; dame la muñeca izquierda de Johnny Mac; dame la muñeca derecha del Mago Coria; dame esos ángulos ridículos del Rey David, esos que desafían todas y cada una de las leyes de la geometría; dame a Carlitos, cóctel explosivo de violencia y mano, de drives furibundos y drops quirúrgicos; dame la exageradísima y hermosamente antiestética derecha-zurda del Rafa, y dámela a la carrera generando un torbellino de polvo de ladrillo a su paso; dame a Gaby y todos sus maravillosos golpes; y dame todos los reveses a una mano de Rogelio desde Australia 2017 hasta su retiro; dame su SABR; dame aquel drop humillante a Berdych en Miami; dame la Gran Willy a Dabul bajo las luces del Ashe; dame aquel mágico no‑look a Gulbis en Madrid.

En este mundo de seis pulgadas en el que vivimos, si se trata de tenis, dame tenis del lindo. Porque para mí la grandeza se mide así: en momentos, en flashes, en “abrires y cerrares de ojos’’, en suspiros, en pupilas que se expanden, en gritos de admiración en aplausos interminables, en reflejos rotulianos que nos hacen saltar de la silla, en puntos que quedan tatuados en la memoria. Larga vida al revés a una mano. Larga vida al toque sutil. Larga vida al que amaga un tiro para ejecutar otro. Larga vida al saque y red, al ángulo corto, al drop y globo, a la Willy. Larga vida a la sutileza, a la magia, a la belleza. Larga vida al juego bonito. Porque para mí, el tenis… que sea hermoso o que no sea..

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