El 250° aniversario del nacimiento del pintor Caspar David Friedrich ha desatado en Alemania una serie de exposiciones y publicaciones en las que se busca en su obra elementos esenciales del romanticismo como el asombro ante lo infinito o la soledad del ser humano ante los poderes de la naturaleza.
Paisajes infinitos es el título de una gran exposición que se ha presentado primero en Berlín y que luego irá a Hamburgo (norte) y Dresde (este), entre otras ciudades alemanas. En el centro de esta muestra hay dos obras emblemáticas de Friedrich que son El monje frente al mar y La abadía entre un bosque de robles.
En El monje frente al mar la figura humana, de espaldas, es secundaria frente a la inmensidad del océano hacia el que mira. En el otro cuadro la abadía está en ruinas. La naturaleza y los elementos parecen predominar frente a lo humano y los rastros de la civilización y la cultura.

Ese es un tema que se repite en muchas de las obras de Friedrich que, en tiempos en que la formación que se le daba a los pintores en las academias de arte predominaban los temas históricos o el retrato, optó por el paisaje y por tratar de representar el poder de la naturaleza así como lo efímero de la existencia humana.
El mar y las montañas fueron sus temas centrales. Así, El mar de hielo es uno de tantos cuadros suyos que muestran lo inhóspito que puede tener la naturaleza.
“Ahora está pintando el aire y no se le puede molestar. Para él pintar el cielo es como estar hablando con Dios”, le dijo en una ocasión la esposa del pintor a un visitante, según cuenta el ensayista Florian Illies en su reciente libro Caspar David Friedrich. La magia del silencio.
Friedrich, nacido en Greifswald (noreste de Alemania) el 5 de septiembre de 1774, creció en el seno de una familia protestante que pertenecía a una corriente conocida como pietismo y caracterizada por el rigorismo moral y por el cultivo de un permanente examen de consciencia, lo que llevó a que se hicieran frecuentes los diarios íntimos y las autobiografías.

Sin embargo, en su obra Friedrich parece, al menos por momento, reemplazar la devoción por un Dios trascendente y por los símbolos cristianos por una reverencia ante la naturaleza lo que llevó a que uno de sus primeros críticos, el también pintor Carl Gustav Carus, hablase de la presencia del panteísmo en su obra.
Otros contemporáneos se molestaron ante el hecho de que muchas veces los símbolos religiosos desaparecieran entre el paisaje en sus obras.
En vida Friedrich logró cierto reconocimiento, los escritores del grupo conocido como los románticos de Jena (este), entre los que destacaban los hermanos Friedrich y August Wilhelm Schlegel, conocían su obra y figuras claves de la cultura de la época como el propio Goethe, el filósofo Arthur Schopenhauer o el teólogo Friedrich Schleiermacher lo visitaron en su taller tras un debate en torno a una de sus cuadros, “El Altar de Teschen”, en el que el cielo pesaba más que la cruz.

Sin embargo, cuando murió, a los 66 años el 7 de mayo de 1840, Friedrich no había dejado una escuela y sus obra provocaba en muchos cierto rechazo por su carga de melancolía.
Sólo a comienzos del siglo XX y exactamente en 1906, con una gran exposición realizada en Berlín, empezó una segunda recepción que parecía haberle seguido desde entonces casi sin interrupción.
Los nazis, como hicieron con muchas otras figuras de la cultura alemana, intentaron instrumentalizarlo destacando elementos de sus obras que relacionaban con una sensibilidad presuntamente aria.
En su libro, Illies destaca que justo en tiempos del III Reich el escritor y dramaturgo irlandés Samuel Becket descubriría a Friedrich y posteriormente diría que uno de sus cuadros, Dos hombres mirando la luna”, que vio en 1936, sería el origen de una de sus obras más emblemáticas como Esperando a Godot”.
Fuente: EFE
[Fotos: EFE/ Valesca Ricardo]
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