
La ópera Fausto del compositor francés Charles Gounod (1818-1893) –con la que el Teatro Colón ha dado inicio a su temporada lírica- se encuentra en el ranking de las cuarenta óperas más representadas en todo el mundo. Sin embargo, no fue sencillo para el compositor el hecho de que no fuera aceptada para su estreno en el exigente ámbito por excelencia de la ópera en Paris o que finalmente cuando subió a escena por primera vez en 1859 en el Théatre Lyric, su acogida tampoco contara con el entusiasmo del público.
Pero, ¿a qué se debieron aquellas resistencias y el rechazo inicial? O más interesante aún, ¿qué medió para que, finalmente, la ópera se convirtiera en una muy taquillera al punto de haber sido el título elegido por el viejo Metropolitan Ópera de Nueva York para su inauguración?
Sobre gustos…
Como en tantas otras expresiones de la vida, Francia –y en particular París- impuso también su gusto particular en el género lírico. A diferencia de la ópera italiana –que había logrado imponer su lógica en compositores de otros países, tal como había ocurrido con Mozart-, durante buena parte del siglo XIX el gusto francés en ópera se expresó en la grand opéra. Sub-género del teatro lírico, junto con la debida atención a la belleza de la música y el canto, esta variante buscaba explotar la grandilocuencia del espectáculo, exigiendo de modo muy estricto que las nuevas creaciones tuvieran, entre otras características, una extensión significativa (normalmente cinco actos), varios y numerosos coros, el obligado ballet y escenas de conjunto de alto impacto.

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En su magnífica Historia social de la ópera, Snowman describe así el gusto operístico francés de por entonces: “... no resulta difícil adivinar el gran tirón popular que libretistas, compositores y escenógrafos lograron despertar con la creación de una sucesión de “grandes óperas” en las que se ofrecían formidables escenas multitudinarias (con frecuencia incluso amenazadoras), aparecían valientes personajes luchando (usualmente en vano) contra fuerzas sobrehumanas, mientras que los más frágiles y vulnerables hacían sentidas apelaciones a la protección de Dios, de la nación y del honor. Mientras los emprendedores gerentes operísticos promocionaban ruidosamente a los principales cantantes y cada nueva producción anunciaba haber superado el extraordinario nivel de la anterior, la expectativas de atraer al público se incrementaban proporcionalmente”. De hecho, el Teatro Nacional de la Ópera de Francia rechazó el estreno de Fausto por considerarla “poco vistosa”.

La versión inicial de la ópera de Gounod –un compositor talentoso pero comparado con otros connacionales de su época, más recatado en innovaciones expresivas tal vez producto de su profunda religiosidad-, no cumplía con varios de esos requisitos. Esto hizo que aún con un año de demora, su primera representación tuviera lugar en el Theatre Lyric, otros de los espacios deliberadamente pre-formateado por el Estado y los empresarios franceses para canalizar las nuevas y diferentes iniciativas operísticas. Faltaba todavía un tiempo para que esta nueva ópera y su compositor encontraran a su público…
La mano del editor
La Europa de la segunda mitad del siglo XIX era un espacio que experimentaba profundas transformaciones económicas, sociales y culturales. En particular, Francia salía de la tumultuosa revolución de 1848 del modo en que Marx lo sintetizara en su célebre frase “la historia se repite la primera vez como tragedia y la segunda como comedia”: un nuevo golpe de Estado –esta vez el de Luis Napoleón Bonaparte- frenaría la radicalización de un proceso revolucionario tal como Napoleón Bonaparte lo había hecho marcando un giro conservador de los sucesos iniciados en 1789. Lo cierto es que el triunfo de la burguesía se hizo irrefrenable y París comenzó a vivir décadas de expansión y consolidación como una ciudad referente del orden mundial y en el mundo del arte y la cultura. Sin ir más lejos, los años creativos de Gounod coinciden con las profundas transformaciones arquitectónicas encaradas en la capital de Francia por el barón Haussman, uno de cuyos íconos terminó siendo, no azarosamente, el edificio de la Ópera Garnier.

Entre las múltiples transformaciones que se fueron evidenciando por aquel entonces en el mundo de la creación y producción cultural –como claras manifestaciones de las derivas del capitalismo de entonces-, debe atenderse la difusión de los derechos de propiedad de las mismas e, indisolublemente ligada a ellas, la consolidación de un actor que ya existía pero que por aquellas décadas comenzaba a profesionalizarse: el editor. Intermediario entre los creadores y los mercados emergentes, el editor actuaba en representación del artista, poco acostumbrado a lidiar con los cada vez más complejos vericuetos económicos involucrados en la difusión de sus obras. Pero junto con aquella presencia cada vez más decidida en los intersticios económicos del proceso creativo, el editor también fue consolidándose como un diestro conocedor de las “demandas” y gustos de los públicos también emergentes. En buena medida, la conversión del fracaso inicial del Fausto en un título de amplia aceptación popular pueda explicarse, tal vez, por este proceso.
Convencido de las bondades de la partitura –los alemanes nunca se manifestaron satisfechos con la adaptación que el francés hizo de la obra de Goethe al punto que todavía hoy se representa con el título de Margarete-, el editor de Gounod, Antoine Choudens adquirió sus derechos. Fundada en 1844, la casa editorial Choudens terminaría convirtiéndose en una de los principales referentes de la edición musical francesa, teniendo a su cargo la gestión de obras notables del repertorio operístico como “Carmen” de George Bizet o “Benvenuto Cellini” de Héctor Berlioz.

Al igual que el resto de las principales editoriales de música de la época -como la más famosa Ricordi-, la propiedad de la empresa fue pasando de mano en mano dentro de la familia hasta su venta definitiva a una corporación editorial internacional ya en nuestro siglo. Lo cierto es que en sintonía con la impronta emprendedora de la época, Choudens inició una gira por varios países de Europa al tiempo que comenzó a gestionar sucesivos cambios en la partitura original de modo de adecuarla a los diferentes gustos nacionales de la época. Fue así que logró, entre otros cambios, que el autor reemplazara los diálogos incluidos en la versión original por recitativos –diálogos apoyados por música- o el que fue determinante para lograr su estreno en la Ópera de Paris en 1869, teatro que le había vedado su ingreso una década antes: la incorporación de la escena de baile La noche de Walpurgis.
Se trata, sin lugar a dudas, del momento más popular de la partitura y sin lugar a dudas el más impactante desde el punto de vista visual y musical, ya que recrea el momento en que Mefistófeles lleva a Fausto a las montañas del Brocken para presenciar la Noche de brujas. Con esa incorporación –ahora sí indudablemente “vistosa”- sumada desde luego a las tantas otras virtudes que el diestro editor entrevió en el original de su autor, la ópera de Gounod inició su camino triunfal.

Como triunfal resulta, qué duda cabe, la actual representación del Colón con la puesta en escena de Stefano Poda y la extraordinaria batuta de Jan Latham-Koenig. De la mano de ambos, el público del Colón, extasiado, pareció, como Fausto, estar viviendo su propia noche de Walpurgis.
* Sociólogo (UBA) especializado en temas culturales. Doctorando en Ciencias Humanas (UNSAM).
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