
En una de las entrevistas que integran el libro Primera persona, de Graciela Speranza, hay un tramo en el que Fogwill menciona un determinado proyecto de novela. Speranza le comenta que, con esa visión, él está demostrando tener una “confianza desmedida en la eficacia de la literatura”. Y ante eso, Fogwill replica: “Creía en mí, no en la literatura”.
La réplica es por demás reveladora. ¿Confianza en la literatura o confianza en sí mismo? La literatura de Fogwill y el yo de Fogwill, ambos en manos de Fogwill, se ven dispuestos y manejados, según las conveniencias, por el propio Fogwill. Y por lo general, por no decir casi siempre, el yo de Fogwill (potente, disruptivo, cáustico, fascinante, intimidatorio, encantatorio, perturbador, rotundo) es empleado como punta de avanzada de su literatura. Fogwill funcionaba como una especie de agente de su propia obra, en los múltiples sentidos de la palabra agente: el etimológico (el que la llevaba, el que la impulsaba, el que la empujaba hacia delante), el profesional (gestor editorial, negociador de contratos, difusor general, representante), el del mundo del espionaje (operar, a la vista o en sigilo, tramar y conspirar, infiltrarse).
Pero Fogwill se murió, y a su literatura (acaso más que a la de cualquier otro) le faltó de repente su Yo, ese Yo. Tal vez no haya otro escritor que pueda comparársele, en la literatura argentina, por la fuerza de resolución de una autoafirmación tan enfática, con excepción de Witold Gombrowicz. En el caso de Fogwill, es notorio que su Yo ha quedado, al menos en algunos aspectos, por delante de la obra: la figura de Quique Fogwill por delante de sus textos. Quienes lo retoman, o dicen retomarlo, parecen mucho más involucrados con la reproducción de sus cuantiosas y resonantes anécdotas, o a menudo con una imitación tristemente desvaída de sus provocaciones ácidas y agresivas, que con la necesidad de retomar y extender un legado fogwilliano, con la elaboración y la consolidación de un paradigma de lectura de Fogwill en el sistema literario argentino (y además, con una eventual emulación de la enorme generosidad y la admirable precisión que, entre tantos y tantos episodios de brusquedad y destrato, Fogwill supo tener como lector y como editor).

La atención a lo concreto en su realidad material, y a la circulación social de las cosas y los lenguajes, se conjuga en los textos de Fogwill con esa voluntad de ser verbalmente directo; y es esa combinación la que lo sitúa en el horizonte del realismo literario. Novelas como Vivir afuera, como La experiencia sensible o como En otro orden de cosas, lo ponen en evidencia: todo lo que allí sucede y se cuenta resulta inseparable de los procesos sociales en que se inscriben, ya se trate del menemismo, de la plata dulce cuando Martínez de Hoz o de la secuencia de la cronología política 1971-1982.
El realismo de Fogwill es realismo en sentido estricto: es realismo social, ni reflejo costumbrista, ni detallismo naturalista ni documentalismo autotestimonial. Sus personajes responden a la perfección a la premisa realista de ser prototipos: expresan siempre, desde su condición particular, una dimensión social, a la que condensan y representan. A diferencia de los malos realistas, Fogwill es literariamente sensible a las palabras, sólo que su consideración a las palabras no va en procura de su oscurecimiento (como en el hermetismo de Héctor Libertella), o de su suspensión para su delectación (como en la morosidad de Saer), o de su potencia de invención (como en la “palabrística” de Marcelo Cohen); esa consideración lo es siempre de las palabras en uso, del carácter social del lenguaje.

Aunque podría convenir también, y no sería menos pertinente, destacar aquello que en la literatura de Fogwill no es realista para nada, aquello que se teje desde el sinsentido, la ruptura de las convenciones de lo verídico, la figuración de escenas fantasmales, las incrustaciones de lo irreal en la trama (así, por caso, el episodio de la aparición de las monjas en Los pichiciegos: un decir antirrealista de la realidad política; así Los pichiciegos en su conjunto, despegada de toda veracidad documental o testimonial y construida a partir y a través de lo imposible; así la visión estremecedora de los trenes nocturnos en un cuento como “Los pasajeros de la noche”, etc.). De ahí el destello puramente verbal que, aun en textos más realistas, tienen un comienzo como “Vi tul” en “La chica de tul de la mesa de enfrente”. De ahí la fuerza propiamente verbal que cobra la fórmula “hacer puntos” en el cuento “La larga risa de todos estos años”,
¿Cuál es, entonces, el legado literario de Fogwill? ¿Sus libros o él mismo, eso que dio en llamarse su “personaje”? ¿Su escritura o su anecdotario? ¿Su talento y su agudeza o su agresividad? ¿Su condición de hacedor y de impulsor o su faceta destructiva? Y en sus libros, ¿qué? ¿El presunto realismo? ¿La inflexión ideológica? ¿La potencia verbal? ¿La eficacia narrativa? En su caso, como en pocos, se trata de una cuestión abierta.
*Una versión previa de este texto fue publicada originalmente en The Buenos Aires Review.
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