
La calles del centro de la Ciudad de México están llenas de mitos y secretos que han perdurado a través de su divulgación o bien a través de las placas que las adornan. En ellas están gratulados los nombres que alguna vez se les dio por motivos diversos.
Por gente ilustre, noble o rica que vivieron ahí, por sucesos trágicos o memorables. En la calle de Correo Mayor está una de estas inscripciones debajo de la placa actual. En ella se lee “1ra. C. del Indio triste 1869-1928″.
Luis González Obregón, cronista e historiador mexicano, escribe de ella en su libro Las calles de México y la historia del porqué se le dio ese nombre. Hay que aclarar que durante la época de la colonia los indígenas nobles habían quedado supeditados al poder de la corona española, ya fuera por la fuerza o por voluntad propia quedaron al servicio de los nuevos monarcas.
Sin embargo, aún quedaron varios de sus privilegios como regidores para encargarse de sus pobladores. Esto fue una herramienta que los españoles utilizaron debido a la falta de más españoles que pudieran hacerse cargo de dicha tarea. De este modo el poder que tenían sobre la gente sería utilizado para mantenerlos bajo control o para que avisaran de cualquier tipo de sublevación.

En la primera calle del Carmen (ahora Correo Mayor) vivía uno de estos caciques a mediados del siglo XVI. Era una persona rica en posesiones de metales preciosos, adornos con plumas, pieles de animales exóticos y además contaba con el preciosísimo favor del Virrey en turno.
“Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus fingimientos a los benditos frailes” también mantenía un altar con sus dioses caídos y una vida de lujos que lo terminó por afectar y lo volvió supersticioso y temeroso de sus dioses y del diablo. Su atención se nubló por el mayor consumo de alcohol y no se percató que los indígenas que el cuidaba planeaban rebelarse en contra de los españoles.
La rebelión fue infructuosa al ser delatada por otro espía. El virrey lo castigó por la negligencia “porque lo vio flaco y consumido por los vicios y así ordenó que sólo se le secuestraran sus bienes, casas, sementeras, joyas, trajes y muebles”.
Al quedar desamparado y pobre, con la ropa hecha jirones, se sentaba en la esquina de lo que alguna vez fue su morada y sus terrenos con los que satisfacía sus necesidades y sus deseos. Se le veía “cruzado de brazos, posados sobre las rodillas, con la mirada vaga; mudo a veces, otras llorando lastimosamente; pero solo y triste”, escribió el cronista.

Finalmente dejó morirse de hambre y su cuerpo quedó ahí hasta que unos franciscanos lo recogieron y le dieron sepultura en el camposanto de la iglesia de Santiago Tlatelolco. Pero el espacio no fue desocupado, porque el virrey mandó a tallar una estatua del trágico noble que sirviera como escarnio para los demás espías.
Sin embargo, no se sabe si en verdad existió dicho personaje. La estatua, se dice, perteneció a un Teocalli de Moctezuma II y era un portaestandarte. También que en ese tiempo se acostumbraba a utilizar esculturas prehispánicas en la construcción de las casas. Se postraban en la esquina a modo de exhibición, tal es el caso de la cabeza de Quetzalcóatl que está al pie de un edificio en la esquina de las calles de José María Pino Suárez y República del Salvador.
Este tipo de tradiciones eran una forma de humillar y mostrar poderío ante la nueva población dominada, recordemos que incluso varias iglesias fueron construidas con los restos de algunos templos indígenas. De cualquier forma, esta trágica figura existe gracias a la placa que se encuentra en la esquina de Correo Mayor y Moneda en el Centro Histórico.
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