
Hace un cuarto de siglo leí las Cartas a un joven poeta, de Rilke y no me impresionaron demasiado, de modo que lo más probable es que estas líneas tampoco logren atravesar el grosor de la página o la pantalla ni entrar en ese lugar de tu conciencia que tan pocos textos han podido taladrar y sacudir, para instalarse y reformatearte.
Quiero intentarlo, no obstante, tal vez porque el gesto de Rilke forma parte de una larga tradición de gestos parecidos, de intentos de pasar el testigo en esa carrera de obstáculos, sin principio ni fin, que es la vida de un escritor y, más allá, la de todos los escritores y escritoras: la tradición literaria.
La mayor parte de los testigos no cambian de mano. Se caen. Se desmaterializan. El viejo escritor se lo lleva consigo sin darse cuenta de la finta, del amago, de que creía estar conversando, pero lo que hacía en realidad era pronunciar o escribir un monólogo. También ocurre a menudo que el joven, después de habérselo arrancado de las manos, le tira el testigo al maestro a la cabeza.

El pase del testigo se titula, precisamente, uno de los libros de Edgardo Cozarinsky. Cuando lo leí en Rosario, hace veinte años, después de haber devorado otro volumen de formas breves y agudas, Vudú urbano, sentí que me llevaba conmigo el núcleo del libro. He sentido lo mismo varias veces en mi vida. La sensación física de que de las páginas que has leído se ha desprendido una lección importante, que ya no dejará de acompañarte. Porque las grandes lecciones no se quedan en el pasado, sino que se integran al presente continuo, en el que se empeñan en ir aconsejando, como si hubieran nutrido a un inquilino diminuto que vive en la corteza auditiva de tu cerebro.
Los consejos se ubican siempre en una paradoja. Parten de certezas universales, pero tienen que encajar en las experiencias particulares. La literatura actúa a la inversa: crea lo único para que resuene en ello la humanidad entera.
Cuando un padre o un maestro transmite una observación general, que ha constatado en múltiples personas y momentos, para que guíen a una persona que todavía no ha podido acceder a ese panorama. El problema es que, precisamente porque no ha tenido ese acceso, no está en condiciones de certificar la validez del consejo. Y tiende a desconfiar de él.
En parte, hace bien: lo primero que uno debe cultivar, especialmente si se quiere dedicar a la escritura, es el sentido crítico. En este siglo que estamos viviendo, además, la experiencia está bajo sospecha y a menudo es inválida para la evaluación de lo que está ocurriendo. De modo que los consejos de los mayores quizá sean más falibles que nunca.
Y, sin embargo, tras este largo preámbulo, motivado porque te conozco muy bien, porque he estado en tu lugar y sé que lo primero que hay que hacer es intentar vencer tus resistencias, aquí van algunas reflexiones sobre este oficio que espero que te sirvan. Aunque sea sólo un poco. Quizá lo suficiente.
Lo primero que debo recordarte es obvio, se ha dicho demasiadas veces. Lee, lee, lee. Escribe, escribe, escribe. Es lo que más importa. Todo lo demás sólo puede tener sentido si no se olvidan esas dos repeticiones trimembres. Me refiero, especialmente, a esta tercera, que llega inmediatamente después y no es tan evidente: publica, publica, publica.
No libros, no hasta que estés completamente seguro de que has escrito uno sólido, que te representa y que tiene alguna posibilidad de aguantar el paso del tiempo, porque cuando se publica un libro, se publica para siempre, e incluso las obras que han sido negadas por sus autores se conservan en las bibliotecas. Ya sé que es fácil decirlo cuando has publicado muchos libros, cuando te has quitado de encima las prisas, la fiebre de publicar. Pero no confíes sólo en mí, hazlo en todos nosotros: no podemos estar equivocados todos los escritores publicados del mundo. Intenta controlar la urgencia. Te lo agradecerá tu yo futuro, estoy convencido.
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Sí que es bueno, en cambio, que publiques en redes sociales, en revistas, tu blog, una newsletter. Son un buen gimnasio, un buen laboratorio, siempre y cuando estés abierto a los comentarios, a la edición, al aprendizaje. Bueno, claro: a los consejos.

En el siglo XX, las tertulias de los cafés y las redacciones de los diarios y las revistas eran los másteres de escritura creativa. Ahora esa formación está en el ambiente amable de los posgrados y en la selva difícil de las redes sociales. El escritor está condenado a publicar, a volverse público. Leer tus cuentos con un grupo de jóvenes escritores como tú o escribir hilos en Twitter son formas de entrenamiento. Estrategias para entender mejor tu estilo o tus recursos, al tiempo que estudias cómo te leen los demás, qué efecto provoca en los otros ese cuerpo en formación que ya se parece a tu literatura.
Pero no olvides que la fidelidad a quien eres es, siempre, más importante que el efecto que provoca tu escritura en los demás. De modo que no aceptes todos los comentarios, todas las críticas, sino sólo aquellos que puedan mejorar o reforzar el tipo de literatura que has decidido escribir, porque es la que te representa. Un escritor construye a su lector.
No tengas miedo a que tu trabajo evolucione, cambie, mientras mantenga un latido último, en el fondo de cada proyecto, que recuerde la pertenencia a un conjunto que, pese a sus contradicciones, sea al fin y al cabo coherente.
Es muy importante ese intercambio con los otros y esa fidelidad a uno mismo. También lo es pensar en el origen, el mundo propio, la tradición personal: las coordenadas de tu poética. Todos los que escribimos tenemos uno o varios mitos de origen que explican parcialmente el porqué de nuestra necesidad de escribir. Y un universo de viajes, experiencias, imaginación, obsesiones. Y una genealogía de autores y artistas que hemos leído y admirado. Y una forma de escribir que es el resultado de la combinatoria de esos elementos y la suma de tantos otros.
Todo eso está en ti, sólo tienes que reconocerlo. La búsqueda parte casi siempre de dentro hacia afuera. Del pasado que cambia constantemente en tu memoria hacia ese presente que no cesa de ser metamorfosis y aceleración.

La literatura es lenta. No tiene sentido que sigas las modas. Entre el momento en que concibes un libro y su publicación pasan siempre muchos meses, años. Por eso es absurdo seguir la corriente: lo más probable es que se haya diluido cuando tu libro llegue finalmente a librerías.
Si la tendencia tiene que ver íntimamente contigo y escribes siguiendo su línea de fuerza, cuando deje de serlo se habrá incorporado naturalmente a tu universo, apropiada, personalizada, y a nadie le importará si algún día fue lo que aprobaba la crítica o el mercado. Pero muy pocas modas conectan con lo más profundo de nuestra poética y sobreviven a la trituradora feroz del tiempo.
Eso no significa que no debas leer el mundo contemporáneo. Dante y Cervantes leyeron muy bien a los clásicos greco-latinos, pero también a los poetas de su época y la literatura pop, desde el dolce stil nuovo hasta la novela de caballerías. En vida o tras su muerte, los clásicos de todos los lenguajes artísticos fueron tendencia antes de volverse cultura.
Si quieres marcar la diferencia, tienes que conocer a fondo lo que es igual. Lee a creadores de todas las generaciones, de todos los lenguajes, de todos los estilos.
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Lee, sobre todo, poesía. Familiarízate con los mejores poetas, vivos y muertos. Con la obra de Safo, Quevedo, César Vallejo, Cavafis, Paul Celan, Alejandra Pizarnik, Rafael Cadenas, Anne Carson, Berta García Faet, Ocean Vuong. Y aprende de ellos. El lenguaje es más intenso en la poesía. En ella hay más posibilidades de encontrar un consejo con la fuerza para taladrar tu cráneo a la altura del oído y volverse consejero.

Recuerda, no obstante, que la literatura no se alimenta sólo de literatura. Lee narrativa, literaria y audiovisual, clásica y viral. Escucha a John Coltrane y a Bad Gyal; mira películas premiadas en Cannes y series de Netflix; lee cómic y ensayo filosófico y tecnológico y chistes gráficos; navega por las librerías, por el ChatGPT, por los museos del mundo, por TikTok. Lee también la ciudad, la arquitectura, el paisaje biológico, las caras de tus afectos y de esas personas con quienes te cruzas en el autobús o el metro.
Si no quieres que tu literatura esté limitada por las fronteras, vive tu vida como si no existieran. Además de leer y escribir como un poseso, pues, viaja, conversa, folla, perrea, mira mucho, aprende a mirar como aprendiste a leer, porque no sabes nunca si el material lo encontrarás en un libro, una exposición, la cena romántica de los que están a tu lado, una bronca en un bar a medianoche, un cuerpo en el instante en que la madrugada se rompe con ese rayo verde que oscila entre la ciencia y la leyenda.
La curiosidad y el asombro son los motores de nuestro oficio o arte o lo que diablos sea. Para despertarlos en tu lector debes primero vivirlos, en directo o a través de páginas o pantallas. Y después, aprender a representarlos. En el origen y en el final de un texto están las emociones y las ideas. Deben palpitar en todo el proceso de la escritura.

Pero entre ambos extremos se encuentran, sobre todo, la intuición y la técnica. Analiza todo lo que leas. Aprende de las estructuras narrativas o las imágenes de las canciones y los discos, las campañas de publicidad o los mejores libros de cuentos. Lee como un copycat, como un espía industrial, como el artesano que eres. Practica, practica, practica, trimembre. Porque la intuición, o la inspiración o la creatividad o como diablos se llame, también se entrena.
Incluso el matrimonio y la paternidad, aunque ahora te parezca mentira, porque no sabes dónde vivirás ni si serás padre, inyectan en la imaginación cargas de profundidad que pueden nutrir tu escritura. No olvides que sólo podemos escribir sobre lo que hemos vivido o imaginado o pensado con profundidad, conscientemente o no: sobre lo que te afecta, te importa, te conmueve, te jode, te enamora.
Y todos nos enamoramos. Y todos somos hijos.
Y algunos también somos padres.
Y todo eso penetra en nuestra propia escritura, con tanta fuerza como las lecturas que nos pasaron el testigo.

Sé que todavía no has leído las Cartas a un joven poeta, de Rilke, lo harás dentro de unos meses, ni has llegado a Rosario, lo harás dentro de unos años, ni has pensado en tu mito de origen, la tradición que estás construyendo, ese mundo a caballo entre dos siglos, entre la migración, el viaje, las pantallas o la inteligencia artificial. Sé, también, porque lo sé todo de ti, que deseas publicar con todo tu origen humilde, con toda tu fiebre. Sé, por último, como si fueras yo mismo, que desconfías de este tipo de textos que escriben los escritores que están a punto de cumplir cincuenta años, esos viejos.
Como has leído hace poco “El otro”, permíteme que te recuerde lo que te acaba de decir al oído el gran maestro argentino, al que está leyendo con intensidad y por el que ya estás imaginando tu viaje futuro a Buenos Aires: “Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy”.
El que somos.
Como la literatura, no tienen prisa los consejos.
Por cierto, joven, sé exactamente cuál de los dos escribe esta página. Para bien y para mal: el viejo.
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