La huelga policial en Santa Cruz llevaba casi una semana y comenzaba a sentirse: los bancos y las agencias oficiales operaban con horarios reducidos, el mausoleo de Néstor Kirchner contaba principalmente con la custodia privada que le brindaba Lázaro Báez —quien en 2012 sería condenado por lavado de dinero en la causa conocida como Ruta del dinero K— y el secretario de Seguridad nacional, Sergio Berni, enviaba gendarmes de civil a vigilar las sucursales del Banco Nación en Río Gallegos, El Calafate y Río Turbio.
El gobernador, Daniel Peralta, anunció que era imposible para las cuentas provinciales acceder al aumento que pedían los policías —rondaba el 86%, estimó—, así que firmaría un decreto estableciendo él mismo el número —podría ser 34%— y esperaba que con eso se terminara la protesta.
Los huelguistas, que en la represión de marchas habían aprendido algunos cantitos, le respondieron en un acto: “La policía unida jamás será vencida”. Querían que el punto básico de la escala de salarios, que era de $15, pasara a $29. No aceptarían menos. Le entregaron a Jorge Hassan, la máxima autoridad de la policían, un petitorio con el detalle del pedido.
El conflicto no parecía tener solución cercana. Un día después se promulgó el decreto que otorgó un pago extra excepcional de $800 y un aumento progresivo, a lo largo de un año, del punto básico, que llegría a $21,10. La respuesta fue ocupar las calles donde Peralta iba a hacer el acto del 9 de julio, de civil y con carteles que decían “Dignidad” y “Somos personas”. El gobernador decidió no ir a izar la bandera en la esquina de Kirchner y San Martín tras salir del Tedeum. Al rato, dado que ningún funcionario se acercaba, la orquesta militar comenzó a tocar y tres boy scouts hicieron el izamiento.
Días después renunciaría el secretario de Seguridad de la provincia, Alejandro Martín, principal negociador con los huelguistas. Nuevas marchas a la casa de gobierno santacruceña sostendrían las tensiones mientras por primera vez el gremio sin sindicato creaba una mesa de delegados de todas las localidades, con representación de suboficiales —la gran mayoría del personal— y oficiales.
La AMIA y la DAIA preparaban el acto central para recordar a las víctimas del atentado de 1994. El año anterior uno de los oradores, Sergio Burstein, había usado palabras muy duras contra el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, por el caso de las escuchas y el nombramiento de Jorge Palacios, acusado de encubrir pruebas de la voladura, como jefe de la policía local. Parte del público lo había silbado; esa digresión ocupó mucho de la cobertura de prensa del acto.
El 2012 no sería así, decidieron los organizadores del encuentro con el lema “Recordar también es una necesidad básica”. Dieciocho personas leerían 18 fragmentos de textos a convenir, y entre ellas no estaba Burstein. “Dijimos la verdad y este año pretendieron censurarnos”, denunció aquel domingo. “El acto será sin familiares institucionalizados”, respondieron los organizadores.

China advirtió que su economía se enfriaba, por factores internos y por las repercusiones de las crisis que se habían sucedido como olas entre Estados Unidos y Europa desde el 2008. “La actual situación económica es estable en general, pero todavía enfrenta una presión a la baja relativamente enorme” dijo el primer ministro Wen Jiabao, a pesar de medidas de estímulo como dos bajas en la tasa de interés del Banco Central. La alarma trascendió rápidamente las fronteras del país.
Las cifras del desempleo en Europa sumaron más tinieblas al panorama mundial: marcaron récords. El número más alto se dio en España, 24,6%, seguida por Grecia, 21,9%. La situación era peor entre los más jóvenes: en promedio, el 22,7% de los europeos menores de 25 años estaba sin trabajo.
Federico Franco había apoyado el juicio político express contra Fernando Lugo en Paraguay, y ahora era presidente en lugar de su compañero de fórmula. Como las negociaciones de la destitución acercaron a su partido, el Liberal Radical Auténtico, y el Colorado, esperaba una oposición descremada, al menos hasta que la OEA diera su bendición a lo sucedido. Pero el partido que había estado seis décadas en el poder antes de que Lugo-Franco lo sacara, le dio la espalda ese mismo domingo.
“Debemos entender que éste no es un gobierno nuevo ni es un gobierno de unidad nacional”, declaró Lilián Samaniego, jefa colorada. “Este gobierno empezó en 2008, tuvo una primera etapa que fracasó con Lugo y ahora una segunda etapa donde el presidente es Franco”, observó. Y el líder liberal histórico Domingo Laíno, no muy contento con la dirigencia liberal del momento, agregó: “La jugada del golpe parlamentario les salió bien a los colorados”.
En Egipto, que acababa de elegir por voto popular a Mohammed Morsi, comenzaba una lucha abierta entre el el presidente islamista y los militares que dominaron el proceso de transición tras la caída de Hosni Mubarak. Un decreto de Morsi restituyó el Parlamento, disuelto por los militares un mes antes, y donde su agrupación político-religiosa, Hermanos Musulmanes, tendría mayoría.
Al día siguiente, el Tribunal Supremo egipcio le devolvería el desafío: la orden de Morsi era ilegal, “una afrenta al estado de derecho”. Los militares, por quienes hablaba la decisión, explicaron así al nuevo presidente que debía “respetar la jurisprudencia y las instituciones del estado”.
No obstante tanta acción política en Argentina y en el mundo, la noticia del día fue deportiva: Roger Federer ganó su séptimo título en Wimbledon y a poco de cumplir 31 años volvió a ser el número 1 del mundo.
“Es una derrota dura, toda mi familia vino a verme”, dijo el escocés Andy Murray, que intentó romper la racha de 76 años sin ganador británico en el All England (lo lograría en 2013, su primer trofeo en casa). “No fue una presión toda la gente que viene a apoyarme, al contrario, se hace más fácil jugar con todos ustedes”. Pero luego de casi tres horas y media lloró junto al público que lo celebró tanto como a Federer.
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