
Gabyn, mi compañera, siempre repite la misma frase cada vez que doy una opinión favorable de un edificio, construcción o monumento. Dice: “Sí, pero hay que ver cómo envejece”. Ella es arquitecta, proyecta el paso del tiempo y sus consecuencias sobre mi juicio que solo expresa las sensaciones vividas en tiempo presente. Claro que los cafés no están exentos de su valoración profesional. Lo traigo a relación porque hoy vengo a contar uno de los cafetines de Buenos Aires que mejor ha envejecido y representa el paso de la historia del último siglo en la ciudad. Es el Bar Los Galgos.
Los Galgos está ubicado en el cruce de la avenida Callao y Lavalle. ¿Qué pormenor significativo puede contarse de la esquina? Desde 1857 por la calle Lavalle subía el tendido del primer ferrocarril que corrió en el territorio de la Argentina. La línea pertenecía al Ferrocarril del Oeste del Estado de Buenos Aires, territorio independiente y separado de la Confederación Argentina —presidida por Justo José de Urquiza— desde 1852 luego de que las fuerzas del General entrerriano vencedor de la batalla de Caseros fueran expulsadas por los porteños en la Revolución del 11 de septiembre de ese año. La locomotora se llamó: La Porteña. Y sí. Partía desde la Estación del Parque, situada en el solar que hoy ocupa el Teatro Colón y avanzaba por Lavalle hasta el cruce con Callao donde serpenteaba para alcanzar la calle Corrientes. Ese codo que rompía con el trazado en forma de cuadrícula fue llamado Pasaje Rauch hasta 2005 cuando la legislatura de la ciudad le cambió el nombre por el de Enrique Santos Discépolo.

La Estación del Parque funcionó hasta 1883 cuando la terminal se corrió a la actual Once porque la ciudad crecía y había que desobstaculizar el centro. Para entonces, Callao se presentaba como una avenida elegante, con boulevard parisino, donde se construían residencias aristocráticas y edificios monumentales. El que alberga al Bar Los Galgos, por caso, supo ser la vivienda familiar de los Lezama, la misma del parque entre San Telmo, Barracas y La Boca y los terrenos que dan nombre al municipio bonaerense.
Luego la Casa Lezama tuvo distintos usos. La alquiló la empresa Singer y en su planta baja también funcionó una farmacia. En 1930, un asturiano, amante de las carreras de galgos, lo convirtió en almacén-bar con despacho de bebidas. Ya he contado en anteriores relatos lo particular de ese año. En el mismo período abrieron en la cercanía de Los Galgos, el Bar La Academia, La Giralda y el Bar Almacén Lavalle. Todos, aún hoy, vivitos y cafeteando. Vale recordar que en 1930 la crisis económica mundial, provocada por el crack financiero de la Bolsa de Nueva York, se llevó puesta la presidencia de Hipólito Yrigoyen. Un día antes de ese primer Golpe de Estado, Carlos Gardel grabó el tango Yira Yira con letra y música de Enrique Santos Discépolo. Siempre Discépolo. La esquina de Callao y Lavalle. El Bar Los Galgos. ¿Por qué hago foco en estos hechos? Por varias razones. En primer lugar, por lo que señala el historiador y ensayista Sergio Pujol en su libro Discépolo, una biografía argentina: “Después de 1930, la sociedad argentina se fue sintiendo cada vez más discepoliana, y Enrique fue celebrado como el gran hermeneuta del espíritu argentino. Sus tangos se convirtieron así en el amargo oráculo de un país que tenía conciencia de sus límites y frustraciones”.
Y en segundo lugar, porque hacia el final de su vida Discepolín se mudó junto a su esposa, la cantante Tania, a un departamento en Callao 765. A escasa cuadra y media de Los Galgos. Casi en simultáneo, el bar pasó a manos de la familia Ramos. Corría 1948. En ese año Discépolo escribió la letra de Cafetín de Buenos Aires, nuestro himno cafetero. Y debió pasar a diario por la puerta del bar de los Ramos rumbo a la sede de SADAIC en Lavalle 1547. Quiero pensar que habrá recordado su niñez de “ñata contra el vidrio”, y canturreado las amistades de “José, el de la quimera… Marcial, que aún cree y espera… y el flaco Abel que se nos fue pero aún me guía”. Coincidencias. Sincronicidad. Elijo creer.

Discépolo falleció en su casa de Callao en el año 1951. El velatorio ocurrió en SADAIC, donde nuestro hermeneuta, como le dice Pujol, alcanzó la vicepresidencia. A despedir sus restos fue toda la colonia artística. También el presidente Juan Domingo Perón. Evita, amiga personal, convaleciente de su enfermedad —moriría pocos meses más tarde—, no tuvo fuerzas para acercarse a darle su adiós.
En 1955 sobrevino la caída del peronismo y sobre la segunda mitad del siglo XX huelgan los comentarios. Todos ustedes tendrán su propia experiencia de vida. Mientras tanto, los Ramos siguieron cumpliendo años hasta que se pusieron muy mayores y el bar llegó a su fin. En 2015 cerró y comenzó un rápido desmantelamiento.
Cuando la noticia llegó a oídos de Julián Díaz y Florencia Capella, la pareja fundadora del bar “878″ de Villa Crespo, la historia de Los Galgos retomó impulso. Julián es cocinero, sommelier y bartender. Florencia es diseñadora gráfica, ilustradora y docente. Junto a Natalia Elichirigoity rediseñaron el logo del bar. Antes los galgos lucían sentados. Hoy se los ve activos. En lo suyo.
Julián y Florencia se propusieron no dejar morir el bar, pero para lograrlo, tuvieron que recuperar el mobiliario, objetos y, principalmente, a los dos galgos de cerámica —uno negro y el otro blanco— que fueron el emblema de la esquina por los 85 años previos.
Cuenta Julián que la recuperación no resultó tan complicada como puede suponerse: “A poco de conocerse el cierre se inició una campaña para su reapertura y evitar el desmantelamiento. Esa fue la punta del ovillo de la que fuimos tirando. Ya se habían rematado el mobiliario y las carpinterías. Cuando dimos con el primer comprador pudimos ubicar el resto de cosas. Este es un mundo muy pequeño. Recompramos todo y lo rearmamos como un rompecabezas. La boiserie, el mueble de la barra, parte del mobiliario original y el grifo del cisne. También recuperamos a uno de los galgos. El otro sabemos quién lo tiene, pero por motivos sentimentales no ha querido desprenderse de él todavía”.

Julián, al igual que los fundadores de Los Galgos, es bisnieto de asturianos. Sus antecesores fueron los dueños del bar Tren Mixto frente a la estación ferroviaria de La Plata. También sus abuelos trabajaron allí. Pero ya la generación de su padre recibió formación académica y tomó otro rumbo. Entre tanto, Julián se crió entre historias de mostrador y anécdotas de parroquianos. Cuando se hizo mayor de edad retomó el legado familiar asturiano traído a Buenos Aires desde el pueblo de Sama de Langreo. De hecho, la razón social del Bar Los Galgos se llama Tren Mixto.
Con Florencia repitieron la fórmula puesta en práctica en el bar 878: apostar por la calidad de los productos y el rescate de las tradiciones, pero sin desestimar las actualizaciones, la información y el conocimiento que los comensales van incorporando con el paso del tiempo.
Por ejemplo, no se autocalifican como un café de especialidad pero lo preparan en una máquina italiana Simonelli de nivel premium. Toda la pastelería se produce en el lugar. Desde lo más básico. Como la medialuna, un manjar por otra parte. Dice Julián: “Los Galgos es un bar de cocina porteña”. Afirmación que sostiene en letras de molde porque junto al periodista gastronómico Rodo Reich publicaron el libro Cocina porteña. 170 recetas del Bar Notable de Buenos Aires. Los Galgos, Editorial Planeta (2023). Sí leyó bien dice 170.

En el ranking de platos que más salen en Los Galgos pican en punta las tradicionales milanesas, pastas, tortillas y buñuelos. “Buscamos que los productos sean transversales, pero que tengan un plus de calidad” reconfirma Julián.
Entonces ¿Por qué comencé la nota diciendo que el Bar Los Galgos envejeció bien?
Gran parte de la respuesta la acabo de exponer. Sumo que en la restauración de la esquina se recuperó el subsuelo del bar para crear un área de producción, almacenamiento y cava. También se ganó como capacidad para uso comercial el primer piso donde vivió la familia Ramos.

Reitero, el Bar Los Galgos abrió en 1930. Fue testigo de la Década Infame, las transformaciones ocurridas en el entorno, los Gobiernos peronistas, el advenimiento del pop y el rock, la dictadura, la primavera democrática y las presidencias radicales, el menemismo, la crisis del 2001, la continuidad democrática, la pandemia, los últimos cambios culturales y de consumo. Acompañó todos los hechos enumerados sin modificar su interior ni la identidad. Hoy, rumbo al centenario, es manejado por gente joven que ama lo que hace y produce con sello local. No me digan que eso no es envejecer con dignidad.
El Bar Los Galgos es un referente para la ciudad. Cuando se quiere explicar cómo fue y qué es Buenos Aires y no se encuentran palabras inviten al interlocutor a tomar un café a Los Galgos. A probar sus milanesas. A tomar un vermouth vespertino. Ahí estuvieron nuestros antecesores. Ahí seguimos nosotros. Es parte de la esencia porteña. Para cafeterías que se inscriban en la categoría de los no lugar, las que no terminen de definir sus conceptos indefinidos o traten de articular narrativas desterritorializadas, la ciudad también produce una variada oferta. Y bastante exitosa por cierto. Uno elige el camino. Y la compañía para recorrerlo. No hay que enojarse. Todos vivimos en la misma ciudad y amamos ir al café. Ya lo dijo el ilustre vecino hermeneuta del Bar Los Galgos: “Si uno vive en la impostura, y otro roba en su ambición ¡da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón!”.
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