
Hay ideas que no matan, pero envenenan. No nos tumban de un golpe, pero nos corroen lentamente desde adentro. Como una picadura invisible, que al principio no duele, pero que avanza sin que lo notemos. ¿Y si el verdadero veneno no viniera de afuera, sino de adentro? ¿Y si tu forma de pensar fuera la principal fuente de tu sufrimiento? Hay personas que tienen certezas para todo: cómo debe comportarse su pareja, cómo deberían ser sus hijos, cómo tiene que funcionar el trabajo, el gobierno, la vida. Todo perfectamente definido, encasillado, delimitado. Como si el mundo tuviera la obligación de responder exactamente a lo que ellos esperan.
Hace muchos años, un joven seminarista finalmente se convirtió en sacerdote. Había sentido con claridad el llamado de su vocación y eligió misionar en la India, un país que en aquel entonces le resultaba lejano, inhóspito, casi mítico. Estaba feliz. Sentía que, por fin, estaba donde debía estar. Sin embargo, en medio de esa gratitud profunda, había también un miedo muy intenso que lo acompañaba cada día, como una sombra fiel.
Cada noche, después de cumplir con su labor, le agradecía a Dios la oportunidad de estar haciendo lo que más amaba, lo que sentía como su verdadero llamado. Pero también le pedía, con la misma devoción, que lo protegiera de ser mordido por una serpiente. Le aterraba la posibilidad de terminar su vida así, tendido en la tierra de un sendero remoto, con el cuerpo paralizado por el veneno de una víbora que ni siquiera alcanzara a ver. Le tenía pánico a las cobras, a las russell, a las serpientes de coral. India estaba llena de ellas. El temor parecía lógico. Pero era más profundo que eso, era pánico, obsesión.
Pasaron los años. Muchos. Hasta que, ya retirado, convertido en un hombre mayor, caminando un día por un sendero rural, sintió de repente un ardor en el tobillo. Miró hacia abajo y alcanzó a ver la serpiente. Como llevaba un machete consigo, le pegó sin pensarlo. Y volvió a golpearla. Una y otra vez, hasta que la mató. La levantó con cuidado: creyó que, si lograba llevarla consigo, los médicos podrían identificarla y elegir el suero antiofídico más preciso.
Otro sacerdote que estaba cerca escuchó sus gritos y lo subió al auto rumbo al centro de salud más cercano. Estaba a dos horas de distancia. Durante el viaje, comenzó sintiéndose normal, aunque con el correr del tiempo su cuerpo empezó a deteriorarse. Se sintió cada vez peor. Ya al llegar al pueblo, apenas estaba consciente. Tuvo delirios. Para cuando ingresó al quirófano, estaba en paro cardíaco.
Los médicos hicieron todo lo posible por rescatarlo. Pero no pudieron. Su compañero entregó la serpiente a los médicos para que, al menos, pudieran saber con certeza qué especie lo había atacado. Y entonces sucedió algo increíble: la serpiente no era venenosa. Era una simple culebra.
Ese sacerdote no murió por el veneno de una víbora. Murió por el suyo. Por su convicción arraigada de que se estaba muriendo. Por su certeza interior, inquebrantable, de que ese miedo que había alimentado durante décadas por fin se había cumplido. Por su idea. Porque eso era: una idea. Una idea tan fuerte, tan instalada, tan vivida como verdad, que fue capaz de detener su corazón. Una idea que lo había acompañado durante toda la vida, como un destino inevitable. Y que terminó cumpliéndose… sin necesidad de ser real.
¿Estás seguro de que tus ideas son la única forma que tienes de vivir en paz? ¿O será que esas mismas certezas, a las que te aferras como salvavidas, son las que lentamente te están hundiendo?
En ocasiones, no es el mundo exterior el que nos envenena. Somos nosotros mismos, con nuestras propias serpientes imaginarias.
Juan Tonelli es speaker y autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”.
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